El espectador que rabió

 


Tengo por principio no escribir sobre cosas desagradables, pues mi afán es siempre hacer felices a mis lectores. Pero hoy voy a ser egoísta y a utilizar la lectura como purga de pasiones, porque estoy que boto.

Fui a ver la inspiradísima zarzuela El rey que rabió, del maestro Chapí, en el Teatro de la Zarzuela (donde deberían preservarse las esencias del género).

¡Mi gozo en un pozo lleno de serpientes!

La orquesta tocó bien, pero el director llevó varios números el doble de lento de lo requerido, destrozando armonías y permitiendo a los cantantes bostezar entre frase y frase musical.

La tiple cantó mediocremente y no se le entendió ni una sola palabra.

El tenor cómico no tenía gracia, pero se defendió en la mitad de las canciones; en la otra mitad, perdió la guerra.

El tenor protagonista era sencillamente espantoso: semitonado el 70% del tiempo y directamente desafinado el resto. El peor que recuerdo haber escuchado jamás (y es cabeza de cartel de la compañía «más importante»). Tendrá algún amigo en algún sitio.

 

La interpretación, infame: gentes gritando desaforada e innecesariamente, exagerando en un cien por mil sus papeles.

El texto estaba toqueteado. Un actor hablaba de Cantinflas y cantaba el Himno de la Legión (la obra era del año 1891). Otro hablaba con acento andaluz, aunque se indicaba claramente que era un reino imaginario y que no era España.

Movimiento escénico: ninguno. Todos de pie en sus mismos sitios.

Las danzas (hay un mínimo de tres) sencillamente no estaban. Se ahorraron los sueldos del cuerpo de baile al completo. Cantaban: «¡Vamos a bailar!», sonaba la música y el coro se quedaba petrificado. En otro baile estaba directamente tumbado en el suelo.

El vestuario (que tendría que haber sido del siglo XVIII: casaca, pelucas y tricornios) era de fantasía, pero de fantasía terrorífica y de pesadilla. Colores horrorosos, campesinos con botas militares y pantalones de esos que tienen siete metros de tela entre perneras, soldados con orejas de burro en cascos de la II Guerra Mundial, sombreros de copa con un teléfono pegado encima... ¿para qué seguir?

Más escamoteo en la escenografía. Una mesa rústica delante de una proyección de mieses simbolizaba una posada. Una proyección de una torre de ajedrez con una bandera simbolizaba el cuartel.

La obra en tres actos duraba 2 horas y 20 minutos, pero se hizo sin descanso alguno, para sufrimiento del público mayoritariamente de edad que acudió.

La letra de los cantables aparecía proyectada sobre el escenario (¡menos mal, porque los actores no vocalizaban!), pero estaban las palabras pegadas unas a otras y erróneamente puntuadas. La traducción inglesa de encima no se asemejaba ni por el forro al original: parecía sacada directamente del traductor de Google.

El programa de mano estaba lleno de errores gramaticales y no mencionaba ni el año del estreno, ni quiénes eran los autores ni nada.

Si a esto le añadimos que se habrán gastado una pasta en algo, que hacen solo 15 funciones y a unos precios prohibitivos en vez de hacer dos funciones diarias a precios populares), coincidirán conmigo en que la institución no está cumpliendo su cometido.

Mi corazón de amante de la zarzuela sangró en aquella ocasión. Estamos acostumbrados a las vergüenzas nacionales (las vemos todos los días en las noticias) pero hay muchas más de las que creemos.

 

 

 

 

 

 


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