Reseña de «Diario de un presunto suicida», de Jorge Rodríguez Rueda

 


Jorge Rodríguez Rueda: Diario de un presunto suicida, Rosetta, Murcia, 2016, 258 págs.

           De las dos únicas cosas seguras en este mundo, Jorge Rodríguez elige la muerte como eje central de su narrativa, porque una novela sobre alguien que paga o no paga impuestos no sería muy atractiva. Pero la muerte —propia o ajena— sí lo es y el autor sabe perfectamente cómo sacarle el jugo a tan suculento tema. Una vez que el protagonista decide suicidarse a plazo fijo, todas las cosas y todas las personas que le van a acompañar en esos días postreros cobran un valor añadido, resplandecen y se muestran mucho más intensas que antes.

          La nueva perspectiva vital del protagonista le lleva a considerar el anverso de prácticamente todo. Cuando se sabe que la vida es más efímera que antes, se intensifica el elemento humano. Y no solo eso: el futuro suicida aprovecha la libertad inherente a la poca duración de la responsabilidad para opinar ácidamente en su diario sobre mil y un aspectos de la vida cotidiana y para poner en solfa los defectos del mundo en el que vive él, que es el mismo en el que vivimos nosotros.

          Y el interés está servido, porque la realidad es la gran inventora de argumentos. Ya en un epígrafe el autor nos advierte que cualquier parecido con la realidad no es en absoluto coincidencia. También se desresponsabiliza de la conducta de sus personajes. Si la vida es dura, él no tiene la culpa por haberla contado.

          Así es que estamos ante una variante muy original de la novela negra, porque vivimos desgraciadamente en un mundo bastante negro donde abundan los comportamientos violentos y desequilibrados. Pero es una novela negra salpicada de humor sutil, con un hábil uso de los paréntesis para insertar subtexto y comentarios irónicos sobre la realidad con la que el protagonista se topa. Un ejemplo: en medio de su encuentro con una atractiva prostituta, el personaje se pregunta si el piso es alquilado y, en ese caso, cuanto pagaría la chica al mes y cuánto le quedaría de beneficios. Y usa sabiamente el recurso del cambio de nivel cuando, para indicarnos que un personaje es feo, utiliza un ingenioso litote: «No era Tom Cruise, desde luego; ni siquiera Arturo Fernández». No es infrecuente tampoco que el narrador nos relate algo serio e inmediatamente cambie de perspectiva y nos presente otra visión completamente distinta del hecho descrito.

          La construcción es perfecta. El autor sabe hacer que leyendo un párrafo nos queramos enterar de lo que habrá en el siguiente y luego no nos defrauda. Separa con buen oficio los diferentes contenidos argumentales y muchas veces emplea algunos capítulos cortos para filosofar, a la manera en la que funcionaban los sonetos en los soliloquios del teatro barroco.

          Otras virtudes de su estilo son la naturalidad; saber evitar el error de literaturizar el detalle inútil, pues cada frase es necesaria y efectiva; no querer deslumbrarnos con un estilo rebuscado y alambicado cuando la historia pide ritmo ágil y claridad; la complejidad psicológica del personaje protagonista; el equilibrio entre diálogo, descripción y diálogo interno del personaje, y también la coherencia de la voz narrativa, que nos ayuda a meternos en el mundo de un personaje que a priori no nos gusta, pero que nos atrapa con sus vivencias y sus reflexiones de manera que queremos saber más y más de él. Resumiendo: al acabar el libro, el lector desearía que hubiera una segunda parte.

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