Manuel Galiana

 


          Yo siempre he estado convencido de que los grandes hombres no lo son a ratos, sino a todas horas y en todos los detalles. Por eso resulta tan deprimente encontrarte con ídolos tuyos que acaban teniendo los pies de barro y tan reafirmante hallar otros que responden a lo que imaginabas de ellos.

          Manuel Galiana fue de toda la vida uno de mis ídolos escénicos, desde aquellos días del añorado «Estudio 1» en el que gigantes de la actuación como José María Rodero, José Bódalo, Carlos Lemos, Fernando Delgado, Manuel Dicenta y otros de su talla se te metían en el salón de tu casa los viernes por la noche, como la cosa más normal del mundo, y todo el mundo veía teatro (porque no había otro canal que ese y el UHF, pero el caso es que lo veían).

          Hubo una generación de galanes jóvenes que se forjaron allí. En mi opinión, algunos fueron regularcillos al principio y fueron mejorando con los años hasta convertirse en grandes actores (Juan Diego, Paco Rabal, Jaime Blanch, Pedro Mari Sánchez); otros eran flojillos… y siguieron siéndolo siempre (Carlos Larrañaga, Francisco Valladares). Para mí, Manuel Galiana fue genial desde el principio, desde muy jovencito. Nunca olvidaré su interpretación de Escipión en Calígula, de Albert Camus, donde se enfrentaba a la inmensa personalidad escénica de Rodero (que hacía en aquella obra una de sus grandes creaciones), manteniendo con él un «duelo actoral» (como se dice ahora) en el que Galiana no quedaba en absoluto por debajo de su adversario.

Mi prolongada estancia de muchos años en el extranjero me impidió seguir su carrera como yo habría deseado, pero aun así tuve ocasión de ver en el Teatro Español otras dos de sus magníficas interpretaciones: en el complicado papel de Cyrano de Bergerac, de Edmund Rostand, y en el no menos difícil protagonista de El caballero de las espuelas de oro, de Alejandro Casona, pues encarnaba en este último drama la figura de Francisco de Quevedo.

Debido a esta admiración, me sentí muy cohibido cuando me puse en contacto con él para invitarle a que participara en un informalísimo homenaje que organizo todos los años junto a la tumba de Jardiel, titulado «Ven a reírte al cementerio» y en el que personas de la profesión teatral nos reunimos para recordar al maestro del humor y nos lanzamos unos a otros discursos a la cabeza, tras leer varios de sus textos cómicos y reírnos un rato a costa de los críticos que en su momento aconsejaron a Jardiel que dejase la literatura e hiciese oposiciones al Catastro, porque para escribir no servía.

Galiana aceptó graciosamente y, pese a ser el invitado de honor, se mostró en extremo modesto y acomodaticio. Insistió en que fuera yo quien eligiera el fragmento que debía leer y lo ensayó cuidadosamente. Al final del acto y como colofón del mismo, recitó el poema jardielesco Cuentos y chismes del oficio, en el que se hace una divertida descripción del caos que se origina en una compañía teatral en vísperas de un estreno. La elocución del verso que hizo don Manuel fue perfecta.

Durante todo el acto (totalmente informal como ya he dicho y carente en absoluto de cualquier tipo de infraestructura o presupuesto) estuvo simpatíquisimo y amabilísimo con muchos actores jóvenes que se reunieron allí. No se quejó de nada: ni de la falta de escenario o micrófono, ni del calor del mediodía de aquel día de mayo, ni de tener que sentarse en una tumba para escuchar a los demás, ni de tener que esperar las dos horas que duró la juerga antes de intervenir (como sí hizo otro año Emilio Gutiérrez Caba, que estuvo a punto de abandonar el acto a mitad «porque tardaba mucho en llegarle el turno de hablar» (sic), ya que yo había programado su intervención como gran final, en deferencia a su rango en la profesión). Con la mejor disposición, Galiana recitó su verso a voz en grito para que todos le escucharan, subido en una piedra y con el mejor humor.

Ese es el tipo de actores que le gustaban a Jardiel.

Conversamos luego y me transmitió la impresión de una persona bonísima y extremadamente tímida.

Le agradezco desde aquí su participación en el homenaje a mi abuelo y me reitero en mi opinión primera sobre la coherencia de los grandes artistas.

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