La vuelta al mundo en 80 días

  


Hay libros que son magníficos.

La vuelta al mundo en ochenta

días es uno de ellos.

¿De qué trata esta novela,

La tour du monde en quatre-vingts

jours, en su versión francesa?

De un Lord inglés, de las islas,

británico, de Inglaterra,

reinounidense y sajón,

que era oriundo de «Chelsea»

y no daba un palo al agua,

pues vivía de sus rentas

y pasaba todo el rato

yendo al club a leer la prensa

(por no tener que comprarla

y así ahorrarse unas pesetas),

fumando en pipa y bebiéndo-

se ginebra tras ginebra

desde antes del desayuno

hasta después de la cena.

 

Pero el sujeto tenía

gran pasión por las apuestas

y se jugaba las libras

y los chelines a espuertas

apostando a los caballos

(sin desdeñar a las yeguas),

a los perros o a cualquier

animal que se moviera.

Y un día, hablando en el club

con cuatro o cinco colegas,

tras trasegar doce whiskies

a la salud de la Reina,

discutió si se podía

circunvalar el planeta

en tan solo ochenta días,

saltando de una manera

matemática del tren

al barco o a la carreta.

 

Resumiendo, que no hay tiempo

(que tengo que ir a la tienda

y me la van a cerrar):

esos lores majaretas

apuestan a que no puede

cumplir el plan que planea

en el plazo prefijado.

El inglés va y se mosquea

y, diciendo que lo hará,

se gira, coge la puerta

y se va veloz cual rayo

a preparar las maletas.

 

En casa espera el criado,

llamado —aunque no lo crean—

«Picaporte», que es un chico

que bebió el agua del Sena

en todos su biberones

y es francés hasta la médula,

porque Verne marchó a Lourdes

en donde hizo la promesa

de que jamás faltarían

franceses en sus novelas,

para recordarle al mundo

que los ingleses dan pena,

los españoles dan asco,

los italianos apestan,

los alemanes dan miedo

y los rusos dan vergüenza.

Vamos: que los no-franceses

no están bien de la cabeza

y hacen cien mil tonterías

a poquito que los dejan.

 

Seguimos. El Lord inglés...

(Acabo de darme cuenta

de que aún no lo he presentado.

Bueno, pues eso se arregla

sin mayor complicación:

el Lord se llama Phileas

Fogg, que es nombre bien feo.

¡A eso no hay que darle vueltas!)

 

Pues el Fogg llega a su casa

y anuncia sin anestesia

a su criado que parten

de inmediato a dar la vuelta

al mundo. Pero resulta

que Picaporte es un jeta

que no quiere trabajar

ni hacer ninguna tarea

ni moverse de la casa,

que solo aspira a que sea

su vida tranquila como

la de una vaca u oveja.

¡Y ahora el otro le propone

viajar más que en la Odisea,

cubrir distancias insólitas,

ir de la Ceca a la Meca,

recorrerse todo el mundo

y, además, a la carrera!

«¡Mecachis!», piensa (eufemismo).

«¡Córcholis! ¡Vaya faena!

¡Este amo que me ha tocado

está mal de la mollera!»

 

En vista del panorama

Picaporte se cabrea

bastante y está en un tris

de mandar a hacer puñetas

al majadero de Fogg;

pero luego se lo piensa

mejor y, al fin, se resigna

a salir de peripecias,

consolándose al mirar

que cobrará buenas dietas.

 

Inician la gira en

el tren de las ocho y media

—un tren que va de un tirón

hasta El Cairo, vía Marsella—;

pero, al salir, con las prisas,

Picaporte deja abierta

la llave del gas y así,

a su regreso a Inglaterra,

tiene el inglés que abonar

una astronómica cuenta

que le hace decir a gritos

alguna que otra blasfemia.


 

 


 

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