El sexo en el Renacimiento

 


El Renacimiento fue tan dionisíaco y permisivo que los hombres empezaron a llevar mallas ajustadas. Roma —ciudad tradicionalmente disoluta— se convirtió en la capital del mundo civilizado; y en vez del ascetismo dogmático que durante la Edad Media la Iglesia había venido aconsejando a los demás (ella se regía por otros parámetros), se puso de moda el placer tangible, reclamando verdades experimentales. ¿Y qué hay más experimental que el sexo?

          Las cortesanas hicieron su agosto en todos los meses del año. La hetaira culta se convirtió en un prototipo digno de imitación y los literatos, los artistas y los sabios mostraron su preferencia por este tipo de mujeres sobre las mojigatas amas de casa de toda la vida. Las féminas elegantes presumieron de lúbricas y las que no lo eran fingieron serlo. De ahí la fama de las lucrecias borgias y las dianas de poitieres.

          Se cuenta que aquella gran mangoneadores de reyes y reinos que fue Catalina de Médici se aprovechaba de su cortejo de damas de honor para atraerse a sus adversarios y obtener ventajas políticas. Luego, cuando se quedaban embarazadas, las mandaba a un convento, para facilitar lo cual se fundaron muchos en estos siglos. Así, vemos que el «sacrificio» sexual en pro del beneficio de la propia nación no se inventó en tiempos de Mata Hari.

          No es de extrañar que al tratarse el sexo con tanta naturalidad, el cuerpo humano hiciera su aparición en el arte en todo su esplendor. Hubo desnudos por doquier en los cuadros, en las estatuas y —aunque no entendemos cómo— incluso en algunas composiciones musicales para órgano y zambomba. Aquel strip-tease artístico duró varias décadas, hasta que la Contrarreforma comenzó a ponerles calzoncillos a las estatuas, aunque no literalmente, claro, sino promocionando el arte público y casto.

          La tolerancia sexual del tiempo llevó a que la «amistad íntima» entre hombres pasará a ser algo tan habitual como cenar huevos fritos. Los reyes tenían «favoritos» que se adornaban como damiselas y se gastaban en afeites y pinturas lo que no está escrito (o, si está escrito, nosotros no hemos tenido ocasión de leerlo). Visualicen ustedes, queridos lectores: efebos guapetones y esbeltos con gorros de terciopelo, tirabuzones, gorgueras, puñetas, jubones con cintas de raso azul celeste y otros elementos por el estilo. Y, cuando todo esto no era suficiente señal, estos acompañantes reales se vestían directamente de señoritas y cosían y bordaban unas mantelerías que era un primor. Las almendras subieron astronómicamente de precio, porque con su aceite se hacía una crema que te dejaba las manos suaves como el pompis de un recién nacido.

          Como resultado lógico de esta sodomimanía dominante (o dominada, según quién), las mujeres, privadas no de iure pero sí de facto de sus maridos, se vieron obligadas a buscar consuelo en algún otro sexo y no encontraron otro más que el suyo propio, por lo que Europa se lesbianizó.

          Otro hitro (hito; ha sido por la velocidad adquirida) en el avance de las libertades sexuales fue la Reforma protestante, que hizo felices a muchos que habían tomado los votos religiosos sin especial fe ni vocación, sino solo por el sueldo. Dormir con una monja pasó de ser una lejana fantasía sexual a un acto muy posible. Podríase decir que la Reforma triunfó en gran parte debido al triunfo carnal que suponía que los pastores pudieran tener familia y coitos (y fue un acierto en el sentido de que salvó a esta sección cismática del cristianismo de los abusos en los que cayó la otra sección, que se está arruinando a base de pagar indemnizaciones).

          Por si el Cisma de Occidente no hubiera sido bastante lioso en el tema de las complejas relaciones entre lo divino y lo muy humano, surgieron sectas heréticas, como los anabaptistas, que abogaron por tener a las mujeres como propiedad comunitaria, o los loístas, que no eran gentes que dijeran «A Juan no lo gustó mucho el proyecto», sino unos señores que creían en la poligamia, la poliandria y otras «polis», en una religión de la voluptuosidad del alma y del cuerpo. Se quemó a muchos, tras ser acusados de practicar la magia, pero la realidad es que tanto los fríos luteranos como los dogmáticos calvinistas como los fanáticos católicos les tenían mucha envidia por lo bien que se lo pasaban en sus juergas erótico-místicas.

          Es cierto que estas libertades libidinosas no existieron en todos los países por igual. En Alemania se obligaba a las prostitutas a hilar diariamente dos montones de lana, so pena de multa. Se les permitía, sin embargo, ejercer su oficio (el segundo oficio más viejo del mundo, después del de picapedrero)  en cualquier Lander, fuera de su ciudad natal. Por ello, las coronaciones, las bodas principescas, las dietas, los concilios, las ferias y cualquier otro evento multitudinario atraía a las prostitutas en gran número y así las pobres chicas viajaban, veían mundo y aprendían idiomas, lo que le resultaba un plus nada desdeñable para el éxito de su actividad profesional.

          Pero en otros lugares existía muy poco recato y pudibundez. En algunos reinos meridionales, a la mañana siguiente a las bodas principescas o reales se acostumbraba a exhibir ante el pueblo y desde un balcón las sábanas nupciales teñidas con el resultado del himeneo, para que el populacho curioso y morboso se quedará tranquilo en cuanto a los escabrosos temas de la doncellez de la novia y de la dudosa virilidad del novio. En algunos casos, las intimidades de la noche de bodas se realizaban en presencia de testigos y de un cronista real. Este levantaba acta acreditativa de que todo había sucedido debidamente y como tenía que suceder, en forma y fondo.

          En general, las relaciones sexuales se frecuentizaron, valga el neologismo. Los palcos de los teatros se convirtieron en lugares de citas, los bosques estaban llenos por la noche y —símbolo claro del sentir del tiempo— surgió el mito de don Juan, seductor y amante de cientos de mujeres, el personaje más usado y manoseado de toda la literatura universal con diferencia.

          Estaba claro como el agua que todo aquel desenfreno no podía acabar bien y Europa se las tuvo que ver con un terrible enemigo: la sífilis, a cuyo lado la blenorragia, el chancro de Ducrey o la linfogranulomatosis inguinal eran como un común constipado en competición con el cólera morbo.

               Las enfermedades venéreas —regalo de Venus, diosa del amor (y de las espiroquetas, por lo visto)— diezmaron Europa en el siglo XV. Pero la sífilis fue la más terrible de todas. Se te corrompía el tuétano, la carne se te separaba de los huesos, te quedabas ciego, te picaba continuamente la espalda y al final, ya convertido en una piltrafa humana, morías sin remedio (generalmente, morirse no suele tener remedio).

          Cada nación culpaba de ella a su vecina y enemiga, como lo demuestra el hecho de que la enfermedad se conocía como «mal francés», «mal alemán», «mal napolitano», «mal español», «mal turco», «mal portugués», «mal polaco» o «mal cristiano», según a quién preguntaras.

          Algunos médicos listillos quisieron curar este mal con veneno de víbora y fue peor el remedio que la enfermedad, como suele decirse vulgarmente. Otros recomendaron jarabe de mercurio y el resultado fue más desastroso incluso.

          En un principio se dijo que Colón fue quien trajo este mal de América, pero no es cierto: existía desde siempre. Los creyentes lo consideraban señal de la cólera divina (señal de que la cólera divina tenía muy mala uva). Se intentó aplacar al cielo prohibiendo la prostitución, pero como todos ustedes se imaginan, esto era más fácil decirlo que hacerlo. El cielo no se apiadó de nadie y la epidemia siguió su curso natural. Los hospitales se llenaron y en cada cama había cinco o seis enfermos, por lo que, además de la sífilis, acabaron contagiándose unos a otros herpes, hongos y otras enfermedades molestas.

          La epidemia comenzada en 1495 duró más de cincuenta años y causó millones de muertos, lo que demuestra que el sexo es más cosas además de entretenido.

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