Reseña de Homicidio en Las Rozas, de Paquita López del Prado

 


Paquita López del Prado Arenas: Homicidio en Las Rozas. La herencia de los Aldaba, Círculo Rojo, Madrid, 2021, 148 págs.

 

          Se diría el que el sitio más peligroso y, por ende, el más adecuado para los crímenes es siempre esa pequeña localidad en la campiña inglesa donde reside la incombustible Miss Marple de Christie o esa mansión aislada en un neblinoso páramo para llegar al cual el Holmes de Doyle ha de coger varios trenes. Pero no es así. El crimen está cerca de nosotros y puede convertir en trágico cualquier entorno, por agradable que éste fuera hasta el momento.

          La autora ambienta esta estupenda novela de crímenes —un whodunit, para emplear la terminología sajona— en el municipio donde reside, cumpliendo así esa regla insustituible de la narrativa que aconseja escribir siempre sobre lo que mejor se conoce, en pro de la verosimilitud. Porque la que ficción es mentira por definición, pero no debe parecerlo. Y los que lean su libro, si caminan luego por Las Rozas de Madrid, verán sus calles y sus parques con otros ojos, con una nueva prevención.

          Paquita López del Prado es una persona con una vasta cultura literaria. Aparte de sus innumerables lecturas, ha dedicado muchos años al teatro como dramaturga, directora de escena y, lo que es más importante para lo que nos ocupa, adaptadora de textos, pues esta es una labor que precisa de gran dominio de la narración a la hora de ampliar o reducir e texto, de eliminar o añadir personajes y de construir unos diálogos que hagan avanzar la trama y mantengan el interés. Esta habilidad le ha servido para ofrecernos aquí un relato interesante y perfectamente escrito.

          La novela negra tiene unas exigencias que se han sabido cumplir. Ha de salirse de lo normal, de lo trillado, pues el éxito del género se basa en la curiosidad humana y en el hecho de que la expectativa del lector no quede defraudada por un final tópico, un deus ex machina inoportuno o una casualidad casi imposible. Ha de tener claridad, no puede permitirse que una prosa enrevesada oculte el dato imprescindible para las pesquisas del lector. Ha de ser muy preciso, pues cualquier ambigüedad restaría credibilidad a la resolución final del misterio. Ha de ser conciso y directo, pues cualquier divagación puede despistarnos y hacernos creer que se nos está dando una pista cuando no es así. Y las pistas que sí se dan, deben estar lo suficientemente visibles, pero sin caer en la excesiva obviedad. Una historia romántica puede divagar e incluir largas descripciones o interludios poéticos, pero un relato de crímenes ha de ser un mecanismo de precisión donde nada sobre ni falte. La autora ha triunfado plenamente en este reto.

          Esta novela es una de las muchas consecuencias artísticas de la pandemia, como la escritora reconoce: un producto para el más sano y honesto entretenimiento del lector. Y tiene tres lecturas, en el sentido de que puede disfrutarse tres veces: la primera, cuando se nos muestra como algo enteramente nuevo; la segunda, cuando —pasado un tiempo— la releemos más pausadamente y disfrutamos de su estilo, sin vernos apresurados por el afán de conocer el final; y la tercera, cuando —recordando lo que la apreciamos en un principio— la retomamos, sabiendo ya las claves de la trama y conociendo la culpable, lo que nos permite valorar todas las pistas y admirar su buena construcción.

           

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