Fernando Fernán-Gómez

 


Dice la gente que está feo hablar mal de los muertos, pero eso es una gran hipocresía. A Gengis Khan, a Jack «el Destripador», a Hitler, a Stalin o a Mao se les pone de vuelta y media todos los días sin que nadie mueva un dedo por evitarlo.

Así es que contaré algo que no agradará a muchos, pero tendrán que aguantarse.

No lo hare sin empezar manifestando mi admiración por Fernán-Gómez como artista: fue un gran actor, un gran director, un gran escritor y un gran intelectual, en suma. Como persona... ya es otra cosa.

Tendría, en puridad, que contar mi encuentro con él, para no desmentir el título de este libro, pero la verdad es que no crucé en mi vida ni una palabra con él. Miento (y conviene especificar), me encontré con él tras un estreno teatral y me lo presentaron, pero no quise hablar. Por mi vínculo jardielesco, lo lógico hubiera sido que tuviéramos muchos temas de charla. Pero, como ya he dicho, no quise.

Ahora diré por qué.

Todo se debe a dos situaciones en las que el actor coincidió con mi abuelo. Se las contaré y ustedes juzgarán.

          El primer momento de contacto fue el de su descubrimiento como actor. Corría el año 1940 y Fernán-Gómez era meritorio en el Teatro de la Comedia, prácticamente el feudo de Jardiel en aquellos días. No cobraba sueldo y se daba por contento en salir a escena sin frase, a «hacer bulto», para aprender el oficio.

          En Eloísa está debajo de un almendro, Jardiel le repartió alguna frase, para que no se aburriera. Al año siguiente, en 1941, en El amor sólo dura 2.000 metros, Jardiel le dio dos papeles cortos y le gustó cómo los hizo.

          Por ello, en su siguiente comedia (del mismo año), Los ladrones somos gente honrada (seguimos en 1941), decidió darle un papel más largo, de mucha responsabilidad. Fernando se puso contentísimo, pero el empresario del local, D. Tirso Escudero, se negó.

          Entonces, Jardiel emprendió una batalla contra el empresario (y en contra de sus intereses de llevarse bien con él) para defender la candidatura del meritorio. Ganó la contienda, convenció a Don Tirso y Fernando tuvo el papel. Era el de un mayordomo llamado «el Chino», nombre que se cambió por el de «el Pelirrojo» para adaptarlo a sus condiciones físicas.

          Fernando estrenó, tuvo un gran éxito, se hizo famoso de la noche a a la mañana y le salieron propuestas para hacer cine. Era la gloria inmediata.

          Él decía estar contentísimo y agradecidísimo a Jardiel, que le había descubierto y confiado en él. Decía que era «como su padre» y le besaba la bocamanga siempre que se lo encontraba por el escenario.

          Al año siguiente Jardiel empezó a ensayar Los habitantes de la casa deshabitada (que tenía menos hombres y cuyos papeles eran más cortos) y le repartió a Fernando el papel de Aniceto, un falsificador de moneda que se disfrazaba de esqueleto para ahuyentar a los curiosos. Sus compañeros eran un fantasma y un hombre sin cabeza, tres papeles graciosísimos, como puede asegurar cualquiera que conozca la obra.

          Entonces (1942), tras unas semanas de ensayos, Fernán-Gómez le dijo a Jardiel que hacer de esqueleto estaba muy por debajo de su dignidad, que el papel era muy corto para un actor de su talla que ya «hacía películas» y que podía introducirse el personaje de Aniceto en salva sea la parte.

          Dejó colgado a Jardiel —que ya tenía fecha de estreno—, dejó colgada a la compañía y dejó colgado al Teatro de la Comedia, para irse a hacer más películas.

          Por lo que consta, Jardiel y Fernán-Gómez no volvieron a hablarse ni a tratarse en vida. Fernán-Gómez se «colocó» como uno de los grandes actores cómicos del país pero, obviamente, no volvió a estrenar ninguna obra de Jardiel.

          El segundo encuentro fue después del fallecimiento de mi abuelo.

          En 1952 Jardiel se muere en la miseria, lo cual le pega muy bien a un artista bohemio.

          Pero décadas más tarde, comienzo yo a leer en sitios y a oír a personas decir que Fernán-Gómez ayudó económicamente a Jardiel en sus últimos meses. Lo decían en muchos artículos de muchos periódicos, sin citar datos concretos. Para cerciorarme de que era un rumor, acudí a la fuente primaria: mi madre, que estaba allí en aquellos años. Su respuesta a mi pregunta de si Fernán-Gómez les ayudó fue rotunda:

          No. Nunca. De ninguna manera.

          Jardiel murió pobre, sí (en comparación con lo que había sido), pero no sin ningún recurso, como se nos ha querido hacer ver. Hasta sus últimos días escribió (y cobró) algún artículo que otro, que escribía, Mi madre se contrató con Tamayo y algo aportaba. Mi tía Eva se puso a trabajar como taquimecanógrafa.

Es cierto que Jardiel pidió dinero: por lo que he investigado, a cuatro amigos: a José López Rubio (que lo tenía y se lo dio), a Gustavo Pérez Puig y a Manuel Martín (que no se lo dieron porque no lo tenían ellos mismos) y a Jacinto Guerrero (que lo tenía —de sobra— y no se lo dio). Y, conociendo el orgullo de Jardiel, me consta que devolvió todo lo que pudo en cuanto pudo.

Pero de Fernán-Gómez, ni mención.

No falta quien dice que le hizo llegar alguna cantidad anónimamente, sin que Jardiel supiera de dónde provenía la ayuda. Pero esto es del todo punto inverosímil. Jardiel no era tonto en absoluto y no habría parado hasta averiguar quién había sido el donante para tirarle el dinero a la cara si la persona no era de su agrado o si llevaba una década sin dirigirle la palabra. Y, de haber sido así, ¿cómo se supo? ¿Todo Madrid sabía que el benefactor era Fernán-Gómez y Jardiel era el único que lo ignoraba? No es creíble. Y si sucedió, ¿quién lo dijo? Porque si fue el mismo Fernán-Gómez, muy feo por su parte. Y si no fue él y permitió que la gente lo creyera, más feo todavía.

En resumidas cuentas, que los herederos de Jardiel llevamos décadas y hemos llegado al 2022 viéndonos obligados por la «opinión pública» a estarle agradecidos a un señor del cual lo último que sabemos con certeza es que mandó a tomar viento a nuestro abuelo en el año 1942.

Como los bulos sufren el efecto «bola de nieve», hemos leído en alguna parte que, no contento con darle de comer en sus últimos días, Fernán-Gómez le sufragó el entierro, pese al hecho que de conservo en mi poder la factura del mismo, pagada por mi abuela.

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