Que los sátiros sean una invención griega dice mucho de la mentalidad de aquellos señores. Para la Grecia mitológica, los seres se dividían normalmente en ninfas, las mujeres más hermosas que uno pueda imaginar, y sátiros, unas criaturas lascivas que perseguían a las otras hasta cogerlas por las trenzas. Saltaban sobre ellas, les mordían un poquito (ellas se dejaban, hay que reconocerlo) y luego consumaban todo lo consumable: consumaban hasta que se consumían, vamos.
Cuando el sátiro no hallaba ninfa a mano en quien saciar su furor sexual, recurría al sucedáneo de saltar sobre otro sátiro cercano que estuviese desprevenido, cerrar fuertemente los ojos y apelar a su imaginación.
Las ninfas, por su parte, tampoco eran mancas en lo del meter mano. Baste recordar a la ya mencionada Pasífae, esposa del cretense rey Minos, que nunca quedaba satisfecha con su esposo ni mucho minos (ni mucho menos, queremos decir: la inercia nos ha jugado una mala pasada). ¿Qué hizo? Pues buscarse un toro con quien aparearse «legalmente» y sin que nadie pudiera acusarla de nada feo. Mandó forjar una vaca de metal cubierta con la piel de una de verdad, se metió dentro y pidió a los dioses que le mandaran a un torito bravo. Los dioses accedieron a su petición enviándole un magnífico ejemplar blanco, porque aquello tenía su morbo. Cuando sus doncellas sacaron a Pasífae del interior de la vaca artificial, esta estaba radiante (Pasífae, no la vaca). Luego parió al Minotauro, que se comía a las doncellas crudas y que dio muchos dolores de cabeza a Teseo, que tuvo que encargarse de matarlo, pero eso es ya otra historia.
A las deidades de Grecia les iba mucho lo erótico. Zeus se transformaba en lo que hiciera falta para seducir beldades. Se hizo cisne para beneficiarse a Leda; se convirtió en toro para raptar a Europa (la ninfa Europa entonces estaba apetecible, no como ahora, que solo ha devenido en un continente del sector servicios); como águila raptó al bello Ganimedes, pues no le hacía ascos a nada y no quería discriminar sexualmente a sus presas; incluso para trajinarse a Danae se convirtió en una lluvia dorada (una lluvia de oro, en el buen sentido), para filtrarse por las grietas del tejado de una casa). También se transformó una vez en hormiga, pero de este mito no nos acordamos y solo se nos viene a la cabeza un chiste verde que tenía lugar entre una hormiga y un elefante, que no contamos aquí para no herir la susceptibilidad del lector.
Pero dejemos a los dioses hacer sus cosas en paz y veamos a qué se dedicaban sus devotos.
En cuanto al culto a Afrodita, diosa de la belleza y del amor, podemos decir que dio paso a toda índole de prácticas somatoplacenteras. A estas actividades se las llamó «misterios» para no escandalizar, pero no dejaban de ser sexo puro y duro, en todas las acepciones de estas dos palabras.
Las bacanales, llamadas en Grecia los ‘dionisíacos’, en honor al dios Dionisos, no eran menos lujuriosas. Tras emborracharse y quitarse las ropas, los celebrantes se entregaban a esas actividades que te apetece hacer cuando estás borracho y sin ropa, y que el lector se podrá imaginar.
En los campos se celebraban las faloforias, procesiones en las cuales se paseaba un falo en representación de la potencia generadora del miembro viril. Era la pornografía de la época, solo que sagrada.
En general, en Grecia, a las mujeres en las apreciaba poco y los efebos concentraban la atención de los hombres hechos y derechos. Sobre esto volveremos. El matrimonio era una institución más social que otra cosa y casi nadie esperaba la satisfacción sexual en él. Para ello se confiaba más en la habilidad de las cortesanas.
Luego, cada polis tenía sus costumbres y sus particularidades. En Esparta, por ejemplo, los alquileres eran caros y mantener una casa y a una esposa no estaba al alcance de todos los bolsillos, por lo que proliferó la poliandria y el sistema de turnos que iba ligado a esta práctica. Como el Estado quería niños para la guerra (y como tiraba por un precipicio a los que no le gustaban por demasiado enclenques), se fomentó la procreación y se tachó de infames y antipatriotas a aquellos que se negaban a casarse. Las familias numerosas no pagaban impuestos, como premio a los esfuerzos eroticopatrióticos del marido (o maridos). Esta tendencia llegó hasta el extremo de que algunos esposos entregaban sus mujeres a hombres extraños si creían que de ese modo tendrían hijos más valientes y robustos con los que ganar puntos con el gobierno. El adulterio estaba autorizado formalmente y el amancebamiento se consideraba lo más «in».
Puede sorprender a algunos la noticia de que en Esparta estaba autorizado e incluso bien visto el matrimonio entre hombres. Entre mujeres simplemente se toleraba, pero sin castigarlo.
El famoso batallón de los trescientos homosexuales unidos entre sí por relaciones amorosas y que al mando de Leónidas defendió el desfiladero de las Termópilas ante el ataque de los persas es un buen ejemplo de esta generalizada costumbre.
La prostitución sagrada tuvo en la Hélade mucho predicamento. Estrabón nos contó una vez en que tomamos café con él que en Corinto llegó a haber más de mil hieródulas (hetairas vulgares y corrientes), que empleaban abiertamente el templo de Afrodita como lupanar. Allí los precios eran más caros que en las casas clandestinas que no tenían columnas ni peristilos. Estas prostitutas tenían que ser elegantes, pues los griegos no pagaban por cualquier cosa. Además, se les exigía talento para poder mantener conversaciones profundas post coitum, ya que aún no se habían inventado los cigarrillos.
En Argos, el culto a la diosa Afrodita se hermafroditizó, por así decirlo: los hombres se disfrazaban de mujer, las mujeres se vestían de hombre, los indecisos simplemente no se vestían de ninguna manera y, ya preparados, se entregaban a toda clase de excesos.
El autoerotismo estaba a la orden del día, de ahí el mito de Narciso, que vio su rostro en un río, se enamoró de su reflejo y ya no necesitó nunca más que de sí mismo para ser feliz.
La pederastia fue costumbre endémica también por aquellos pagos. Se consideraba a los impúberes como juguetes asexuados con los que los viejos podían jugar como si fuesen un «Meccano», un tren eléctrico o una consola con la que consolarse. Esto pasó a ser un símbolo de distinción social. Un hombre de edad que no tuviera un efebo para su uso personal era como un lord inglés sin mayordomo: se le consideraba un muerto de hambre.
Los ejemplos son muchos. Aquiles no quiso saber nada de la guerra de Troya y no se molestó ni siquiera en engrasar su espada hasta que los troyanos no le mataron a su «amigo» Patroclo. Entonces sí, entonces desató su ira y mató a mansalva. A Sócrates le metieron en líos los celos que sus efebos se tenían entre sí, por lo que acabaron denunciándole a las autoridades. Alejandro Magno amaba tiernamente a Efestión. Así es que, en general, se consideraba que el sexo masculino era más bello que el femenino. Como dijo Platón: «El amor celestial no puede existir más que entre los hombres».
Contemos ahora algunos ejemplos de los famosos sexualizadores de Grecia.
Ejemplo de excesos fue la vida de Dioniso, el tirano de Siracusa, que se pasó la existencia yendo de una sangrienta orgía a otra y empalmando juergas con bacanales hasta el punto de que su pueblo dijo que se había pasado varios (pueblos), hizo una pequeña revolución y lo echó de allí a patadas en el trasero (lo que a Dioniso le resultó especialmente doloroso, debido a las lamentables condiciones en las que se encontraba esa región meridional de su organismo, tras años de trabajar a destajo, sin descansar ni los domingos y las fiestas de guardar). Dioniso se trasladó a Corinto, en donde, como hemos dicho, se mimetizó con la multitud, pues allí eran todos tan depravados como él.
Demetrio fue un rey de Macedonia muy amigo de los postres (¡qué chiste más malo!), porque él por ‘postres’ entendía la aparición de unas bailarinas cuasidesnudas o todidesnudas que efectuaban en su presencia unas danzas eróticas que le quitaban el hipo, si es que se había atragantado con alguno de los manjares del festín. Tuvo una amante enormemente popular y muy deseada entre sus ciudadanos —Lamia—, famosa por lo bien que lamía (aunque creemos que su nombre no viene de ahí). Acabaron erigiéndole un templo, el de Venus-Lamia, lo que no conseguiría nunca ni la gran madame de Pompadour.
Otro caso de ascenso cohetil fue el de Thais, amiga de Alejandro Magno, que fue primero dicteriada (pupila de un burdel), luego aleutrida (danzarina con derecho a roce), más tarde concubina (esclava para todo) y que finalmente se casó con un Ptolomeo, rey de Egipto, por lo que acabó su vida como faraona, todo ello debido al hábil empleo… de lo que fuera que empleara para ir ascendiendo socialmente.
El inventor del metrosexualismo fue Alcibíades, un joven político ateniense que estuvo bajo Sócrates (no todo el rato; queremos decir que estudió con él). Se cuidaba mucho, se gastó su fortuna paterna en potingues y consiguió tener una belleza legendaria: cabellos verdes, narices onduladas y sedosas, espaldas delicadas y manos musculosas. Los poetas alababan sin cesar sus encantos y las mujeres le odiaban cordialmente, porque les quitaba los hombres, Finalmente, murió a hachazos a manos de un grupo de feos envidiosos.
El amor lésbico se le atribuye a la poetisa Safo, pero imaginamos que ya existía desde mucho antes y que ella no lo inventó, sino que se limitó a añadir lo que se llama la «patente de perfeccionamiento». Los historiadores modernos nos cuentan que se ha exagerado mucho con esta figura y que en vida no se comió ni una rosca, como vulgarmente se dice, ni en uno ni en otro sentido. Sus versos (lo que ha quedado de ellos tras que la Iglesia los quemara en el 380) son más un desideratum que otra cosa. Pero, como dice el refrán: «Cría fama y échate en la cama (no necesariamente a dormir)».
La homosexualidad, como vemos, era frecuente en Grecia, porque entonces la gente no era tan gazmoña como lo ha venido siendo en siglos posteriores. El pansexualismo triunfaba y se consideraba lícita cualquier forma de placer, como más tarde constatarían los filósofos Del Río con su célebre aforismo: «Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosa buena». La gente era mucho más libre entonces. Conceptos que luego se han impuesto, tales como la virginidad, la castidad etc., provocaban entonces en los helenos unas carcajadas de tales magnitudes sonoras que los mármoles se resquebrajaban.
La historia de Friné también tiene su aquel, tanto aquel que hemos decidido incluirla en otra sección de este libro como parte de un capítulo sexiliterario con algunos de los fragmentos más estimulantes que hemos encontrado a mano.
No todo fue tan idílico como podría deducirse de lo que hemos contado hasta ahora. No todo fue yacer y cantar. El sexo provocó disensiones y hasta alguna que otra tragedia esquilesca o tormenta eléctrica (tomada de la tragedia Electra, de Sófocles). Por ejemplo: Aristófanes y Sócrates compartieron la misma amante, Teodota, que prefirió al último, pese a ser calvo. Aristófanes se rebotó y en su comedia Las nubes sacó al personaje de Sócrates a escena para burlarse de él. El filósofo aparecía metido en un cesto y suspendido en el aire: toda la obra era una coña náutica (marinera) sobre su personalidad y sus teorías, a las que el comediógrafo calificaba de sofismas. Sócrates quedó en ridículo y hubo de renunciar a la cortesana y volverse con su mujer, Xantipa, que era un bicho, que le pegaba a diario y le armaba unas broncas tremendas, no siendo raro que las finalizara arrojándole al pensador un orinal (rebosante) a la cabeza. (Lo que en cierta ocasión hizo comentar a Sócrates: «Es natural que después de los truenos venga el diluvio».)
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