Como Sir Arthur Conan Doyle se pasó todo el año de 1901 sin que se le ocurriera nada que escribir —esto nos pasa a muchos de los que nos dedicamos a este ingrato oficio—, se cogió unas largas vacaciones para inspirarse y estuvo muchos días de gorrón a mesa y mantel en casa de un amigo que vivía en una finca llamada Cromer Hall, en la localidad de Buckfastleigh, que suena a nombre de chunga pero parece ser que sí existe en realidad.
Allí oyó por primera vez la leyenda del siglo XVII en la que un perro demoníaco le pegaba tal bocado a Sir Hugh Baskerville que lo dejaba seco. Doyle usó este argumento para su libro El sabueso de los Baskerville, en el que un asesino muy imaginativo pintaba un perro de purpurina desde el morro hasta el rabo para que asustase a los intrusos, bueno y para que los matase también si se hacía imprescindible.
En realidad, lo que quiero aquí es describir la casa en la que vivía el dichoso can, bien que oculto, para que el famoso y chupado detective y su bigotudo ayudante no sospecharan dónde se escondía la fiera corrupia que traía de cabeza a toda la comarca.
La casa era una típica finca de recreo inglesa, con su hiedra de rigor, y estaba emplazada en medio de un páramo, porque allí el terreno era más barato cuando se construyó. Además, la mansión tenía su propia niebla, que conservaba para seguir siendo misteriosa aun cuando luciera el sol en las fincas adyacentes. El sherlockholmiano escritor se inspiró en Brook Manor, otra musgosa casa de campo de aquellos andurriales, que tenía muchos cuartos de baño, aunque sin puertas que permitieran entrar en ellos, porque el arquitecto que la construyó era irlandés y quiso hacerles una jugarreta a los malditos ingleses que se la encargaron.
Queremos recordar que hemos dicho que todo esto sucedió en Buckfastleigh, pero la localidad de Clyro, que es muy desconocida —no está claro dónde está Clyro—, reclama para sí el dudoso honor de haber sido la inspiración de la historia y la fidedigna patria del perro pintado. Para demostrarlo tiene incluso un museo municipal donde se conservan embalsamados algunos cachos de carne de nalga, muslo y pantorrilla que el monstruo supuestamente arrancó a mordiscos a algunos de los lugareños que se perdían con frecuencia por el páramo. Los forasteros nunca se perdían, porque llevaban mapas, pero a los de allí les perdía el exceso de confianza.
La finca que
se describe en la novela es gótica, muy gótica; vamos: es más gótica que
Quasimodo, el jorobado de Notre Dame. Doyle
la trasladó a su gusto y la colocó en Devonshire, donde los trenes llegan con
más frecuencia. Años más tarde,
los estudiosos de la obra del insigne cuentista inglés descubrieron que el
Devonshire Shopkeeper’s Guild, el gremio de tenderos de Devonshire, le había
pagado una fuerte cantidad de libras de lo más esterlinas al autor para que
ambientara su novela en aquella localidad, porque los comerciantes sabían que
si esta se popularizaba, no faltarían manadas de turistas cretinos que
viajarían hasta allí para ver el lugar donde sucedió la acción.
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