Antonio Buero Vallejo


        

 

En el verano de 1973 estuve con mi madre en el Café Comercial de Madrid. Había quedado con Antonio Buero Vallejo, amigo suyo porque había sido uno de los hombres de teatro que había sabido apreciar a mi abuelo Jardiel y que había sido de los primeros en acudir a su entierro y a los homenajes que le hicieron tras su muerte.

          Yo, con mis quince añitos, sabía poco de Buero y solo me sonaba su nombre de haberlo estudiado por encima en el colegio. Mi madre me puso al tanto. Antes de que el autor llegara, me contó muchas de su teatro: sus problemas con la censura y su uso de los símbolos y las alegorías para burlarla, el concepto de «posibilismo histórico» (no pasó así pero puedo haber pasado), su interés en el individuo y sus problemas transcendentales... Y me habló de obras que yo no conocía pero que en años sucesivos me apresuré a buscar y leer: El concierto de San Ovidio y En la ardiente oscuridad, sobre el tema de la ceguera y la alienación; Un soñador para un pueblo, sobre la figura del marqués de Esquilache y la resistencia española a la Ilustración; Las meninas, sobre la censura artística; El tragaluz, sobre los efectos de la guerra civil; Hoy es fiesta, sobre la miseria de los años cuarenta; El sueño de la razón, sobre Goya y el absolutismo fernandino...

          Mi madre había trabajado en Madrugada, un drama de Buero que estaba presidido por un reloj y en el que el tiempo narrativo que se mencionaba tenía que encajar con el tiempo real, lo que obligaba a los actores a acelerar o retrasar su interpretación para que la hora coincidiera, lo que suponía una tremenda innovación en aquel tiempo.

          Cuando Buero llegó, yo estaba ya muy interesado y escuché con gran atención, para aprender todo lo posible sobre teatro de labios de aquella gran figura.

          Buero Vallejo era una persona afable, pero con un deje de seriedad y melancolía, y un rostro adusto. La mayor parte de la tarde mi madre y él se contaron sus vidas —hacía años que no se veían— y hablaron de actores: dónde estaba este, qué hacía aquel, dónde se había contratado el de más allá, y también recordaron muchos momentos pasados juntos.

          Lo que resultó de interés aprendible por así decirlo, fueron los detalles que Buero nos dio sobre su trabajo. Estaba trabajando en un drama sobre la figura de Larra, pero despacio, porque dijo que el arte nunca se puede apresurar. Dijo que siempre le había sorprendido la capacidad de Jardiel de escribir contrarreloj, con una fecha límite para entregar su obra a las empresas. Él no podía hacerlo así, sino que necesitaba madurar el tema, documentarse, dejar madurar las ideas y luego reescribir mucho. «La prisa es la enemiga de los autores», dijo.

          Lo de Larra «no le salía», confesó. No estaba nada contento con lo que tenía hecho y no sabía si lo acabaría. (De hecho, su siguiente estreno fue La Fundación, al año siguiente. La obra sobre Larra, La detonación, no llegaría a los escenarios hasta 1977.)

          Se quejó amargamente de la censura, pues quería decir muchas cosas y no podía. Sin embargo, había tenido la habilidad de sortearla y critica al poder de manera indirecta, de suerte que el público entendía el mensaje. Cuando en sus dramas aparecía una imagen negativa de Fernando VII o Felipe IV, los espectadores sabían de qué autócrata se estaba hablando en realidad.

          (Curiosamente, las mejores obras de Buero se escribieron cuando existía una férrea censura. Cuando llegó la democracia, todo el mundo pensó «si con censura Buero escribió obras magníficas, sin ella las hará mucho mejores», pero no fue así. Parece ser que la creatividad artística necesita ser espoleada y tener el viento en contra para ascender, como las cometas.)

          Algo muy interesante que contó fue su pasión por la escenografía, aspecto que los estudiosos de su obra han ignorado bastante. Antes de dedicarse al teatro, Buero fue pintor; el aspecto plástico del arte le importaba mucho. Cuidaba los decorados e insistía en los menores detalles. Esta plasticidad se ve también en composiciones de actores en escena, simulando cuadros. En unos años en que empezaba a estar de moda el —baratísimo— procedimiento de actuar ante una cortina negra, Buero supo mantener la complejidad escénica, los escenarios divididos y los grandes decorados, que son una parte integrante de la dramaturgia y que no se deben eliminar, aunque se ponga de moda hacerlo. Suprimir por sistema la escenografía del teatro es algo tan absurdo como eliminar por sistema los violines en una sinfonía, el color verde en un cuadro o los adjetivos en una novela.

          Nos contó una anécdota muy curiosa, pues estuvo a punto de truncar su carrera teatral antes de empezar, ya que tuvo serias discusiones con el director Cayetano Luca de Tena durante el montaje de Historia de una escalera —la obra que le dio a conocer en 1949— referentes a la escenografía y estuvo a punto de retirarla y de no estrenarla. El drama —titulado en un principio La escalera— ganó el Premio Lope de Vega, lo que implicaba su estreno en el Teatro Español. Finalmente, el crítico Alfredo Marqueríe le convenció de que permitiera el estreno.

          E insistió repetidamente en la gran importancia de un reparto adecuado a cada obra. Hay grandísimos actores que no pueden hacer algunos papeles, afirmó. Él procuraba cuidar al máximo este aspecto y encontrar al intérprete idóneo para cada personaje. Realmente, no se podía quejar, pues entre los actores que estrenaron sus obras los hubo tan excelentes como Carlos Lemos, Fernando Delgado, José María Rodero, Guillermo Marín, Rafael Bardem, Fernando Guillén, Emilio Gutiérrez Caba, José Bódalo o Juan Diego. De varios de ellos nos contó anécdotas y peculiaridades a la hora de ensayar.

          Junto con Jacinto Benavente, Alejandro Casona y Alfonso Sastre, Buero es para mí el mejor autor teatral en el terreno dramático. Hoy en día se representa poco, pero estoy convencido de que su obra perdurará y servirá de documento sobre la España sobre la que escribió y cuyos defectos describió en su afán regeneracionista.


 


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