Hablar de actores, señores, siempre me toca la fibra sensible, quizá porque lo fui, lo soy y lo seré, ya que mi debut teatral tuvo lugar hace ya lamentablemente bastantes décadas en una obra de los hermanos Álvarez Quintero en donde yo representaba a un niño que no se lavaba nunca —uno de los ideales de la infancia— y he seguido haciendo teatro ininterrumpidamente desde entonces.
Así es que las peripecias del personaje de Michael Dorsey me son especialmente queridas y las sufro en mis propias carnes. He vivido con él sus frustraciones y la humillación de que uno de los mejores papeles que le dieron fue el de un tomate para un anuncio televisivo. Si a esto se le añade que su representante artístico lo interpretaba el mismo Sydney Pollack, director de la película y personas con gran contacto en los medios cinematográficos estadounidenses, la cosa se vuelve aún más triste.
«Tootsie» va de travestismos pero no voluntarios ni caprichosos. Es la historia de un actor que no encuentra trabajo y no se resigna a entrar en los dos infiernos que el Supremo Hacedor ha creado para los actores en paro: el oficio de camarero y el de taxista. Michael-«Tootsie» sabe lo que mucho que vale, conoce sus capacidades: puede llorar en escena, morirse creíblemente, aprender cosas de memoria (algo denostado en la actualidad ) e incluso poner bien las comas en su libreto cuando el autor no lo ha sabido hacer. Es, pues, un actor afeitado pero con toda la barba.
Se presenta a castings, uno tras otro, pero es bien sabido que los castings los llevan a cabo los cuñados de los directores, gente que no entiende nada de cine. A Michael le descartan por bajito, por demasiado alto y por tener la estatura media. Le descartan por rubio, por moreno, por pelirrojo y por calvo. Siempre hay una excusa para deshacerse de los seres humanos que no nos gustan y la soberbia de Michael no gusta a muchos, que no se paran a considerar que, si no fuera soberbio, nunca saldría a un escenario, porque para ponerse un delante de un público a hacer cualquier cosa —ya sea actuar, cantar, bailar, contar chistes de polacos o hacer hablar ventrilocuosamente a marionetas— hay que tener su punto de valor y también de vanidad; hay que decirse: «yo soy bueno en mi trabajo y puedo hacerlo». Únicamente así funcionan y salen adelante los espectáculos.
Pero ya está bien de monsergas. Vayamos con el film.
Visto que no encuentra papeles ni a su medida ni un poco más anchos o estrechos, se presenta una prueba para una telenovela... en la que necesitan una actriz de carácter. Como dicen en Nueva York: «Pensat i fet». Michael se da crema base en el pelo, se riza los labios, se pone colorete en las pestañas, se empolva las orejas, se depila las narices, se da brillo en las cejas y sombra de ojos en los pómulos o quizá lo hace todo en otro orden, pero el resultado es satisfactorio: parece talmente una institutriz alemana o una diosa del sadomaso. De tal guisa se presenta en los estudios y consigue a la primera el papel de recia administradora de un hospital donde hay un cuerpo de enfermeras con cuerpos que te pueden provocar una enfermedad.
Durante un tiempo todo va sobre ruedas —sobre tacones más bien — y sus dotes interpretativas hacen a «Dorothy» la preferida de los telespectadores. Luego viene el lío, claro, pues «Tootsie» se enamora de una enfermera y sus intentos de besarla son recibidos con la natural suspicacia. El orondo padre de la chica, por su parte, está encantado con la administradora y la invita a pasar un fin de semana en su finca del campo, para hacer eso que se suele hacer cuando te invitan a pasar un fin de semana en cualquier sitio. El chasco que se lleva el pobre hombre es mayúsculo, en negrita y hasta creemos que subrayado.
Como todo en esta vida, lo bueno se acaba pronto y Michael tiene que optar por continuar con su éxito televisivo y su celibato o tirar de la manta y retomar su yo varón. Y decide hacerlo de la más teatral posible manera, aprovechando el rodaje de un episodio para mostrar ante las cámaras su virilidad (no literalmente). Dustin Hoffman se marca una anagnórisis (reconocimiento, queremos decir, solo que lo hemos dicho en griego para elevar el tono culto de este escrito) bajando una escalinata, se quita la careta y explica una historia bastante confusa sobre quién era su personaje, qué hacía allí y por qué iba disfrazado de mujer. No entendemos la razón, que está traída por los pelos y contada apresuradamente, pero no importa. De lo que el público se entera es de que «Dorothy» es un señor, pero no lo vamos a querer menos por eso, porque, a fin de cuentas, nadie es perfecto.
A partir de aquí, su aventura romántica puede continuar, aunque nos tememos que, pasada la euforia inicial provocada por la sorpresa, Michael se encontrará con menos y menos papeles cada vez y, a la vuelta de dos años como mucho, el gremio de taxistas (o el de camareros) contará con un nuevo añadido en sus filas.
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