Lo que no consiguió cautivarme con veinte años en el esplendor de su juventud y su belleza, lo logró Karina con casi sesenta con su simpatía.
Objetivamente considerado el asunto, Karina estaba guapa en los setenta, al menos por los cánones occidentales: tenía buen tipo, ojos claros, buena piel y era rubia, lo que siempre parece haber sido un plus a la hora de considerar la belleza femenina (véase el modelo de la famosa Venus primaveral de Botticelli, subida en la concha). El tinte ha sido uno de los productos de belleza más vendidos durante décadas y dado origen a la expresión popular de «rubia de bote».
(No puedo contenerme e inserto aquí aquel chiste americano sobre la animadora de rugby rubia que defendía a las de su color de pelo gritando en el campo: «¡Las rubias no somos tontas! ¡Vivan las rubias! ¡Adelante, rubias! ¡Dame una R! ¡Dame una U! ¡Dame una V!».)
Pero el caso es que a mí las rubias, por lo general, no me dicen nada. Nunca lo han hecho. Cuando he sentido admiración por alguna cantante, siempre ha cumplido dos condiciones: ser morena y tener algo de profundidad en sus mensajes. Ejemplo: Joan Baez.
Pero en los noventa me encontré con Karina durante las fiestas de la Paloma, en Madrid. Ya he contado en alguna parte que organice festejos para el ayuntamiento durante algunos años. Aquel me ocupaba, entre otros, de los cantantes que aparecían en un escenario de la Gran Vía de San Francisco de la capital.
Llegó Karina, con su agente —el prepotente y antipático Jaime Morey— y ella, quizá por comparación, parecía la personificación de la alegría y la amabilidad.
Llegó, como dije, pero con muchísima antelación a su actuación. Venía vestida y maquillada en varias capas (cuando te subes a un escenario, el maquillaje tiene que ser exagerado, para que labios y ojos se vean bien desde la distancia). Hacía el calor que puede hacer en Madrid en un agosto de calor y la pobre sudó todo lo que se puede sudar en Madrid en el susodicho agosto.
Tuvo que estar sentada tres horas o más en una silla de rejilla (no había otra cosa), bajo el sol (tampoco había toldo). La asociación de chulapos del barrio, representada por algunas comadres que parecían salidas de un sainete de don Carlos Arniches, le ofrecieron limonada a carros y conversación, para entretenerla hasta la hora de la actuación.
Yo ejercí intermitentemente de anfitrión en aquel patio abierto durante las pausas de la prueba de sonido y Karina estuvo encantadora. Sin perder ni un instante la jovialidad, conversó con todos nosotros. A mí me preguntó por mi familia y en qué curso estudiaban mis hijos. A las chulapas les elogió la tortilla de patatas que le habían dado para merendar y les contó cómo solía hacerla ella, pues tenía, al parecer, una receta particular. Estoy dispuesto a apostar lo que sea a que, a partir de aquel momento, muchas mujeres del barrio hicieron sus tortillas francesas «a la Karina».
Llegada la hora cantó. Lo hizo con la música grabada, pues no había orquesta en directo. Cuando le pidieron bises, no puedo añadir ninguna canción nueva, pero volvió a cantar todos los temas sin dejarse ni uno. En vez de cincuenta minutos, cantó hora y media larga.
Al final, debido al calor natural y al de los focos, parecía exhausta y deshidratada, pero la sonrisa no la abandonó ni un momento. Se despidió de mí de todas y cada una de las veinte chulapas que habían conversado con ella, aun sabiendo que no las iba a volver a ver en su vida.
Se puede ser conocido y, a la vez, sociable y educado, aunque haya algunos famosos que piensen que es imposible.
He preferido contar esto, que
parece inane, en lugar de hablar de lo antipáticos y maleducados que sí son
otros artistas con los que me he tropezado, para que no parezca que soy un
amargado que no hace sino quejarse de unos y de otros.
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