Milagros Leal

 



Tenía yo once años —era 1969— cuando mi padre me llevó a conocer a Milagros Leal, una de las grandes actrices que ha dado de nuestro teatro, madre de Amparo Soler Leal y esposa de Salvador Soler Marí.

          Mi padre —Rafael Gallud— y mi madre —Mariluz Jardiel— habían tenido una compañía teatral propia desde 1955 a 1957 y en ella doña Milagros había sido la primera actriz.

          Fuimos a visitarla, como dije, en el Teatro Principal de Valencia, donde ella interpretaba la protagonista de La Celestina, uno de sus papeles más conseguidos.

          Estuvimos con ella en el camerino durante un buen rato. Mi padre y ella recordaron anécdotas de sus giras por España. Yo escuchaba interesado, porque los actores siempre contaban cosas muy curiosas, estimulantes para la imaginación de cualquier niño.

          Luego nos colaron en el patio de butacas para ver la función. Recuerdo perfectamente que era un escenario móvil, una plataforma redonda dividida en tres cuñas y que giraba durante los oscuros presentando distintas escenografías. No entendí muchas cosas de la trama argumental, aunque estaba claro que aquello era una comedia «para mayores», puesto que una pareja de criados se besaba y abrazaba en escena y la madre Celestina decía tacos y palabrotas que yo nunca había oído decir en una representación.

          Cuando acabó la función volvimos de nuevo al camerino y Milagros, muy cariñosa, me preguntó a bocajarro: «¿Te gusta leer?»

          «Por supuesto que sí», contesté, sin mentir en absoluto, porque era cierto.

          «Pues toma», me dijo.

Y me dio dinero.

          En aquella época era muy común darles dinero a los niños de los amigos cuando te los encontrabas, pero por dinero había que entender una peseta, para que se comprara un chicle, o, si el adulto era en extremo generoso, un duro, para que se comprara cromos.

          Milagros me dio 1.000 pesetas, uno de aquellos billetes verdes y grandes que los de mi quinta recordarán. Aquello, para un niño, era un dineral por aquel entonces.

El dinero lo guardó mi padre y con él, efectivamente, compré libros: concretamente veinte novelas de Julio Verne, de la editorial Molino, que costaban 50 pesetas cada una. Aquella fue mi primera compra seria de libros y la recuerdo como si fuera hoy mismo: la librería, el dependiente y el paquete que hizo con aquellos tomos.

Este recuerdo no alcanza la categoría de anécdota ni tiene interés alguno para nadie, pero he querido escribirlo para revivir y fijar de alguna manera aquel bonito gesto de una gran dama que amaba la cultura y quería que todos la compartieran.

 

1 comentario:

Luis Bañeres dijo...

Me ha encantado