El perfume

 


El perfume me da en la nariz que dejó de leerse en cuanto se llevó al cine, fenómeno desgraciadamente muy frecuente en nuestros días. Aun así contaremos su historia, que es de lo más original que se ha escrito en las últimas décadas, en las que solo parecen tener éxito las narraciones de vampiros adolescentes (Crepúsculos) y amas de casa con ganas de que sus amantes les zurren la badana (Sombras de Grey).

La primera afirmación que encontramos en Das Parfum: die Geschichte eines Mörders, esa novela traducida a más de cuarenta idiomas porque la versión original no había quien le entendiera, es que Francia huele mal. Como es un libro alemán, esto no nos extraña nada.

Grenouille, el protagonista, es un verdadero sabueso, pero no en la acepción de detective hábil, sino en la de perro olfativo. Nace entre las basuras de un mercado de pescado en la Francia prerrevolucionaria y lo huele todo. Este ya es el primer absurdo de la historia (hay muchos). Lo lógico sería que el sentido del olfato se le hubiese embotado hasta el advenimiento del Segundo Imperio, por lo menos. Pero no. a semejanza del memorioso Funes borgiano, que lo recordaba todo —y aprovechaba la circunstancia para no tener que moverse de la cama y pasarse el día recordando y sin dar golpe—, el Jean-Baptiste süskindiano distingue miles de olores y decide salir de la pobreza por narices.

Aunque, como ya hemos dicho, lo huele todo, él no huele a nada, por lo que la gente le coge manía, como suele hacerse con los bichos raros. Grenouille, en revancha al mundo, se saca el carnet de sociópata y de asesino en serie y paga la cuota religiosamente.

El libro nos cuenta su niñez: cómo su madre quería dejarle morir entre vísceras y desperdicios (la decapitan por ello), cómo sus compañeros de orfanato quieren matarlo en varias ocasiones (por raro y, principalmente, por ser el empollón de la clase, algo que origina muchos odios legítimos), cómo coge el ántrax y otras enfermedades cuyas cicatrices le dejan más feo de lo que ya estaba y otros episodios insertados a empujones en la narración, como para justificar al personaje con esas consabidas frases de «mató a cientos porque tuvo una niñez infeliz», «asesinó a su padre porque no quiso comprarle un helado de tres sabores», «descuartizó a una tía suya porque el timbre de su voz le era desagradable», etc.

Un día, JB (no es la marca de whisky, sino las iniciales de Jean- Baptiste, escrito así para ahorrar tinta) descubre que las chicas de dieciséis años huelen bien. Concretamente, una que prepara mermelada de ciruelas. ni corto ni perezoso, nuestro protagonista (y el de ustedes) la mata para poder olerla a placer; solo que a los pocos días de hacerlo, ella empieza a oler de otra manera.

El autor emplea un truco muy curioso para no tener que pringarse explicando acontecimientos históricos. Decide que Grenouille se tire siete largos años metido en una cueva (sin explicarnos por qué lo hace) y así justifica que no le recluten para ir a la Guerra de los Siete Años contra Inglaterra. Cuando sale de su escondite, ya todo ha acabado y el oledor puede continuar su carrera civil de asesino a granel.

En la búsqueda de un olor propio, Grenouille descubre a una muchacha —que se llama Laura, como corresponde a toda heroína romántica que se precie—que huele estupendamente, pero no la pasa por su pasapurés todavía, sino que espera a que madure del todo. No habíamos dicho que lo que el químico hace con sus víctimas es macerarlas en alcohol y luego estrujarlas y exprimirlas para sacarles el aceite corporal. Mata, desnuda y rapa a sus víctimas para hacer sus aromomacabras mezclas. Cuando el número de vírgenes asesinadas llega a veinticuatro, la policía de la localidad de Grasse (famosa por sus bizcochos de canela) comienza a pensar que tiene un problema entre manos. (Cuando las muertas eran solo veintitrés, no les había parecido raro ni llamado la atención, pero es que hay números más redondos que otros.)

El padre de Laura se escapa con ella, pero el otro es más listo, les alcanza y se la carga, pues la moza ya está en su punto. sin embargo, le descubren, pues registran su casa y la encuentran llena de pelos (barría poco y mal). Se le condena a muerte y se prepara su ejecución, entre el alborozo del populacho, que siempre disfruta viendo matar gente si el espectáculo es gratis. Además, recuérdese que en ese siglo los días de ejecución se declaraban festivos, doble razón para la alegría.

Se decide descoyuntarle lentamente y romperle las doce articulaciones con una barra de hierro. Pero Grenouille se guarda un as en el bolsillo, porque es en el bolsillo y no en la manga donde se lo guarda. Resumiendo: tiene el perfume mujeril que ha destilado y sin pensárselo dos veces (ni aun siquiera una sola vez) se echa un chorrito por la cabeza.

En cuanto al público que está allí para presenciar su muerte lo huele, cambian las tornas. Todas las mujeres se enamoran de él y —ciudadanos de Grasse, ¡perdonad!, pero la historia es así— todos los hombres también (algunos, incluso más que ellas). Piden al unísono que le indulten, excitados por el olor, y se organiza allí una orgía de campeonato tal que, a su lado, las bacanales de Calígula parecían tan inocentes como un grupo de niños de parvulario jugando al «escondite inglés». Grenouille aprovecha esta coyuntura para irse de allí por la posta. (Bueno: en silla de postas no, pues huye a pie.)

Como el libro no tiene una quinta parte, la cuarta parte necesariamente es la última. En ella Grenouille decide volver a París, para no desperdiciar su abono para la Ópera, y por la noche se le ocurre hacer una visita al mercado donde nació, en donde se mezcla con la gentuza del lugar: miserables, pordioseros, prostitutas, proxenetas, carteristas, inspectores de Hacienda, violadores y otras variedades de criminales. Todos le miran sorprendidos, como si hubiesen visto al mismo Luis XIV en calzoncillos, montado en bicicleta.

Grenouille destapa su fatídico frasco de perfume y se lo vuelca entero por la cabeza. Los presentes caen en trance: «¡Es un ángel, es un ángel!», gritan. Y se acercan a él para tocar sus ropas y ser partícipes del milagro.

Pero cuando están cerca notan que Grenouille —como se dice vulgarmente— «huele que alimenta» y se lanzan sobre él. Lo agarran por todas sus partes salientes, se aferran a ellas y todos desean guardar para sí un pedazo, como si su cuerpo fuera un trozo del muro de Berlín y quisieran conservarlo de recuerdo.

El resultado del encuentro es atroz: Méndigos 1 - Grenouille 0, porque lo que queda de él es cero: sus repentinos idolatradores se lo han comido enterito, tal es el amor que les provoca.

Durante un rato tiene lugar la orgía masterchéfica. Uno le masca con dificultad una oreja, porque es grande y está bastante dura; otro se traga sus globos oculares y tiene que buscar enseguida un botijo, porque se le atragantan; un tercero le roe placenteramente los huesillos de los dedos de sus pies; una dama famélico-lasciva se regodea por el triunfo de haber conseguido para su mordisqueo particular una pieza única de su anatomía, que no especificamos en aras del buen gusto, y todo así.

Acabado el improvisado banquete, se vuelven a sus casas. Todos están ahítos y radiantes, pues por primera vez en sus vidas han hecho algo por amor verdadero.

El alma de Grenouille (de haberla) también está feliz, pues se ha quitado de penas y acabado con una existencia que puede que fuera interesante para una novela, pero que para vida propia no era especialmente agradable ni apetecible.

Y Süskind no está menos contento, pues acaba de vender los derechos de su libro para una película, se va a forrar bien forrado y ya no va a tener que trabajar más nunca durante el resto de su vida: ese eterno deseo de muchos de los que van por ahí asegurando que aman el arte.

1 comentario:

Luis Bañeres dijo...

Magistral el libro y magistral la reseña