El barco al revés

 


(1961. Una sala del prestigioso Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. Como ese día juegan los Yankees, no hay nadie allí, salvo una señorita muy obesa y con gafas de concha, Genevieve Habert, que está de pie ante un cuadro, mientras un joven Conserje o auxiliar de sala dormita sobre un taburete en la entrada de la sala.)

 

Genevieve.(Contempla el cuadro durante unos instantes. Luego se dirige al Conserje, le despierta, le coge por un brazo y le arrastra ante el lienzo.) There’s something wrong with this picture.

Conserje.(Despertándose.) What did you say?

Genevieve.—That there’s something wrong with it.

Conserje.—I suppose you’re right: I don’t like it either. They are just a few paper cutouts randomly glued to the canvas. It seems that the painter did not feel like working too hard. These modern artists...! I like Botticelli better. He truly was a real master!

Genevieve.—You don’t understand me. I’m not referring to the quality of the painting, but to the fact that it’s wrongly placed.

(Creemos que es una verdadera pedantería continuar con los diálogos en la lengua neoyorkina y vamos a dar la versión española, para entendernos todos. Retrocedamos)

Genevieve.—Ese cuadro está mal.

Conserje.—¿Cómo dice usted?

Genevieve.—Que está mal.

Conserje.—Sí, tiene usted razón: a mí tampoco me gusta nada. No son más que unos recortes de papel pegados al lienzo de cualquier manera. Se ve que el pintor no tenía ganas de trabajar demasiado. ¡Estos artistas modernos...! Yo prefiero a Botticelli. ¡Ese sí que era un maestro!

Genevieve.—No me entiende usted, no me refiero a la calidad, sino a que está mal colocado.

Conserje.—Está en medio de la sala que le corresponde y bien iluminado, así es que...

Genevieve.—¡Diantres! ¡Que está boca abajo!

Conserje.(Incrédulo.) ¿Boca abajo?

Genevieve.—Boca abajo; se lo digo yo.

Conserje.—¿Y usted quién es?

Genevieve.—Me llamo Genevieve Habert y soy corredora...

Conserje.(Mirándola detenidamente.) Pues, perdone usted, pero así, a simple vista, no lo parece.

Genevieve.—... corredora de bolsa y gran aficionada a la pintura. Conozco muy bien la obra de Henri Matisse y esa pintura está definitivamente boca abajo.

Conserje.—Mire, señorita, sin ánimo de ofender: ese cuadro es una birria mayor que el Gran Cañón del Colorado y el Museo no sabe si está boca arriba o boca abajo. Permítame decirle que usted tampoco lo sabe. Nadie lo puede saber a ciencia cierta. Es lo que tiene el arte moderno, que no se entiende ni hace falta que hace que se entienda.

Genevieve.—¿Cómo se titula el cuadro?

Conserje.—Aquí lo pone, en la tarjetita: «Le bateau».

Genevieve.—El barco, en francés. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Conserje.—Si usted lo dice...

Genevieve.—Ahora bien: ¿no ve usted un barco?

Conserje.(Mirando el cuadro detenidamente.) Yo lo que veo es un triángulo de papel azul apresuradamente recortado y pegado sobre el lienzo. Dos triángulos, para ser exactos.

Genevieve.—¡Eso! Pues uno de esos triángulos es un barco y el otro, su reflejo.

Conserje.—¡Cómo va a ser un barco, si no hay agua!

Genevieve.—El agua se la tiene que imaginar el que lo contempla.

Conserje.—Efectivamente, usted se imagina cosas.

Genevieve.—Uno de los triángulos tiene más detalles y el otro, menos; por eso precisamente, porque es un reflejo.

Conserje.—O porque al artista se le fue la tijera.

Genevieve.—Pero el reflejo está arriba, luego el cuadro está al revés.

Conserje.—Oiga, señorita Venegieve...

Genevieve.(Corrigiéndole.) Genevieve.

Conserje.—Gevenieve.

Genevieve.—Genevieve. En mi nombre no hay nieve.

Conserje.—Oiga, señorita: yo sólo trabajo aquí y mi turno está a punto de acabar, así que...

Genevieve.—Llame al director del Museo.

Conserje.(Abriendo unos ojos como platos de cerámica de East Liverpool, Ohio, la Talavera de los EE.UU.) ¡Está usted loca! ¡Al director...! ¡Al mismísimo Monroe Wheeler!

Genevieve.—¿Se llama Monroe?

Conserje.—Sí: en este país muchos majaderos se llaman como los presidentes. O pasa al revés, no estoy seguro.

Genevieve.—Bueno, llame al director, se llame como se llame.

Conserje.— ¡Como si se le pudiera llamar así como así!

Genevieve.—¿No se puede llamar al director?

Conserje.—Se le puede llamar imbécil, presumido y muchas otras cosas, pero sin que él se entere, claro está.

Genevieve.—Quiero decir que le avise.

Conserje.—La he entendido, pero no creo que se le deba molestar. Tiene muy mal genio, sobre todo hoy.

Genevieve.—¿Por qué hoy especialmente?

Conserje.—Porque estamos a fin de mes y dice que no le llega el dinero, con la millonada que cobra. ¡Será cretino! Además, tengo entendido que se ha ido a pescar y no se le podrá localizar.

Genevieve.—¿Se va de pesca en día laborable?

Conserje.—¡Por supuesto! ¿De qué le valdría ser el director de una institución tan importante como este museo de fama internacional si no pudiera cogerse días libres cuando le diese la gana? Los que tenemos que venir a trabajar somos los humildes empleados. El caso de los jefes es distinto.

Genevieve.(Cambiando de tema.) ¿Hace cuánto tiempo que está este cuadro así?

Conserje.—Desde que comenzó la exposición, hace unos pocos días.

Genevieve.—¿Cuántos pocos días?

Conserje.—Cuarenta y siete.

Genevieve.—¿Y cuánta gente viene a ver la exposición de Matisse?

Conserje.—¡Ah, ya! Usted quiere saber cuántas personas han pasado por aquí, ¿no es así?

Genevieve.—Veo que me ha entendido.

Conserje.(Haciendo cálculos mentales.) Pues... a una media de   trescientos cuarenta y ocho visitantes por día, salen unos dieciséis mil.

Genevieve.—¡Dieciséis mil!

Conserje.—Tirando por lo bajo.

Genevieve.—¿No se habrá equivocado usted en el cálculo?

Conserje.—Dieciséis mil trescientos cincuenta y tres, para ser exactos.

Genevieve.—¿Es usted de Ciencias?

Conserje.—Soy de Letras.

Genevieve.—Me extraña.

Conserje.—Soy de Letras, pero eso no quiere decir que sea idiota. Puedo hacer una multiplicación tan bien como cualquiera. ¡Qué manía tienen los de Ciencias de despreciarnos!

Genevieve.—¡Dieciséis mil y pico, nada menos!

Conserje.—Sí, pero no todos los que entran al museo miran los cuadros. Muchos vienen a ligar; otros, a merendar cómodamente sentados en nuestras mullidas butacas, y la mayoría, para poder luego dárselas de intelectuales y presumir ante los amigos diciendo que han estado aquí y que aprecian y entienden el arte. A nadie le importan un rábano los cuadros.

Genevieve.—¡Toda esa gente lo ha visto del revés!

Conserje.—Eso, suponiendo que en efecto esté del revés. Y si tuviera usted razón, más a mi favor: muchos lo han visto y nadie ha protestado. Mire: hasta el hijo del artista se dejó caer un día por aquí y tampoco dijo nada.

Genevieve.—¿Ni siquiera su hijo se dio cuenta?

Conserje.—En absoluto. Bien es verdad que no venía a recrearse con la exposición, sino a cobrar el abultado cheque que le correspondía por autorizarla.

Genevieve.—¿Puede usted darle la vuelta?

Conserje.(Incrédulo.) ¿Al cuadro de los triángulos pegados?

Genevieve.—Claro está.

Conserje.—¿Pero sabe usted lo que está diciendo? ¿Me está usted pidiendo en serio que le dé la vuelta a un cuadro? ¿Sabe usted las alarmas que sonarían en todos los tonos, aunque principalmente en «fa» sostenido mayor? Yo perdería mi empleo tan cierto como que mi abuelo perdió a mi bisabuelo y estaría hasta mi jubilación declarando en comisaría, y eso que sólo tengo veintinueve años. A un asesino en serie no le harían tantas preguntas como me harían a mí.

Genevieve.—Bien. Pues si usted no lo gira y el director está desaparecido...

Conserje.—En una cabaña de los montes Adirondaks.

Genevieve.—Donde sea. Si está desaparecido, tendré que informar a la prensa. Seguro que el «New York Daily News» publica encantado la historia. Cuando se sepa la noticia, el Sr. Wheeler tendrá que pedir disculpas y darle la vuelta al cuadro, probablemente ante las cámaras de televisión. Y la metedura de pata del MoMA pasará a la historia, avergonzándoles a todos ustedes.

Conserje.—A mí no. Yo no tengo por qué saber cómo van los cuadros. Es la ventaja de ser el último mono.

Genevieve.—Pero usted mencionó antes a Botticelli. Quizá entiende un poco de pintura.

Conserje.—Bueno, no especialmente. Tengo un doctorado en Bellas Artes, es verdad, y hasta he publicado un libro sobre el tratamiento de los pigmentos de tonos fríos en la pintura barroca neerlandesa. También doy conferencias sobre los grandes maestros muralistas del Renacimiento durante los fines de semana y por las noches me dedico a escribir el que será mi «magnum opus»: un estudio monumental sobre el influjo de Rubens en los cuadros de la última etapa de Van Dyck. Si trabajo aquí de ujier es para acabar de pagar mi deuda estudiantil, en espera de conseguir un puesto de profesor en alguna universidad de prestigio.

Genevieve.—¡Ah!

Conserje.—Pero, como le dije antes, por mucho que sepas de pintura, el arte moderno no hay por donde cogerlo, no hay quien lo descifre y puede significar cualquier cosa. Así es que no me podrán culpar a mí.

 

TELÓN

1 comentario:

Luis Bañeres dijo...

Uno de los sellos de este enorme es la forma en la que finaliza sus textos. Hace malabares con las letras, se ve que se divierte como el niño que es y, de repente, de forma abrupta, como si ya no le divirtiera, como un gato ante un ratón agotado, echa el telón. Y le sale bien, al jodido. Ése (con tilde, como a él le gusta), es uno de sus sellos.