Joven y pobre, Jardiel decidió que solo tenía un camino a seguir: escribir una comedia magnífica, estrenarla y salir para siempre de la miseria.
Eso hizo Jardiel. En cinco días tan solo concluyó la que habría de ser la primera de su producción en solitario: Una noche de primavera sin sueño.
Ahora tenía una obra, pero no teatro donde estrenarla, por lo que se decidió a escribir una carta al actor Emilio Thuiller, a la sazón cabeza de cartel en el Teatro Lara. Jardiel no le conocía personalmente, pero esto le dio igual. Le decía en su carta que le suponía harto de representar obras mediocres y que, si se atrevía con la Primavera, le cedería el cincuenta por ciento de los derechos por su colaboración como intérprete y como padrino.
Thuiller se comportó como un verdadero caballero. Leyó la comedia, se negó a cobrar él y la recomendó. Pero al empresario la obra le pareció tan buena, que temió que no fuera original, que estuviera «fusilada» del francés (cosa frecuente por aquel entonces en los teatros madrileños).
Nuestro autor supo de estas sospechas, por medio de un amigo. Le faltó tiempo para personarse en el camerino de Thuiller y preguntarle que era lo que estaba sucediendo.
Éste no le dijo nada acerca de las dudas del empresario. Sí sobre la obra. Los dos primeros actos le habían gustado mucho, reconoció. Pero el tercero, no. El tercero no le había gustado en absoluto. Jardiel miró en derredor, vio el manuscrito del tercer acto en una mesa y, sin pararse a pensarlo ni un momento, lo hizo trizas.
El actor no pudo reprimir un grito, pero el autor le tranquilizó enseguida. No pasaba nada. Si el acto no le había gustado, le escribiría otro nuevo en dos días. Así se demostraría sin lugar a dudas que la obra era suya.
Efectivamente, dos días después llevó otro acto distinto al teatro y, como gustara tanto a Thuiller como los dos anteriores, la obra se puso en cartel.
(Jardiel, entusiasmado, registró la obra a nombre suyo y de su padre, brindándole de esta forma como regalo la mitad de los derechos de autor.)
Pero la cosa no iba a ser tan fácil como hubiera podido parecer en un principio. Aunque la aceptación de la obra daba un respiro a su situación económica —y a la amorosa, por ende—, debido a varios compromisos anteriores de la empresa del teatro, la presentación de la obra se iba retrasando y Jardiel se empeñó totalmente, pidiendo dinero prestado a sus amigos a cuenta del futuro estreno.
Cuando ya llevaba el elenco diez o doce días ensayando, el empresario llamó al autor a su despacho y le dijo que su estreno se suspendía indefinidamente, porque «se oponía Jacinto Benavente». Jardiel aún no conocía personalmente al afamado autor de La malquerida y no entendió en absoluto esta decisión. La razón alegada por el secretario de don Jacinto era que, como había una obra de éste en cartel —aunque había sido un fracaso comparativo y llevaba poco público—, no quería que se anunciase ningún estreno de otra firma, para no restarle espectadores.
En aquel momento, viendo amenazada su vida íntima y su futuro profesional por el capricho de un hombre harto de gloria (pues así lo entendía), Jardiel, con el ímpetu y la irreflexión de los pocos años, decidió «cargarse» (o, por lo menos, dejar malparado) al futuro Premio Nobel.
A continuación, tuvo lugar una larga y triste peregrinación de nuestro hombre por todos los lugares del «Madrid de noche», para encontrar a don Jacinto. Le buscó por los saloncillos de varios teatros, por diversos cafés y chocolaterías que solía frecuentar, sin resultado alguno. Finalmente, se apostó en la puerta de la casa de Benavente, en la calle de Atocha, en donde aguardó en vano durante toda la noche, bajo una lluvia pertinaz, a que éste regresase a su domicilio. En cuanto le viera llegar, se abalanzaría sobre él y lo que tuviera que pasar, pasaría indefectiblemente.
Afirmó Jardiel después que «hay un dios que protege a los grandes hombres», pues Benavente no apareció por allí en toda la noche. Nuestro hombre era pequeño, pero de constitución recia y fuerte, acostumbrado al ejercicio físico. Espoleado por la rabia, podía muy bien haber propinado a don Jacinto una gran paliza, de haberle hallado aquella noche.
Afortunadamente, esto no sucedió. El frustrado asaltante regresó a su domicilio, mojado y abatido, reflexionando sobre la manera en la que los autores consagrados cerraban el camino del éxito a los nuevos talentos.
Al día siguiente, le llegó un aviso de la empresa del teatro, para que se presentara allí rápidamente. Cuando llegó le explicaron que todo había sido una oficiosidad del secretario de don Jacinto y que éste nunca se había opuesto a nada. Además, estaba casi ofendido de que nadie hubiera podido pensar que él fuera capaz de hacer una cosa así.
Todo se había resuelto y Don Jacinto nunca llegó a saber lo cerca que había estado de ser vapuleado por un compañero de letras.
A finales de mayo se estrenó Una noche de primavera sin sueño, con éxito creciente a lo largo de sus actos. Crítica y espectadores se mostraron unánimes en reconocer la calidad de la obra.
Claro que dijeron que había en ella «inexperiencias de toda primera obra». ¡Menos mal que no supieron que aquélla no era la primera, sino que su autor ya había escrito más de sesenta, pues de otra manera le hubieran aconsejado rápidamente que abandonara aquella profesión e hiciese oposiciones a Hacienda!
1 comentario:
Vaya relato. Magistralmente descrito, maestro
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