Contra la ópera

 



Me gusta la zarzuela porque, cuando se acaban las romanzas del tenor y del barítono, sale el tenor cómico y, gracias a su escena, me entero de qué va la cosa.

En la ópera no me entero.

La versión original de la ópera es como el cine de arte y ensayo sin versiones subtituladas: un esnobismo del tamaño del castillo de La Mota.

Se puede añadir más al capítulo de objeciones. Por ejemplo, la observación de que es bonita la música de las romanzas y de las piezas que son un todo en sí. Lo malo del asunto es que estas piezas se hallan ensambladas unas con otras mediante frases musicales sin melodía, escritas únicamente para engarzar. Al mismo tiempo es de admirar cómo los cantantes consiguen aprenderse trozos de partitura que no suenan a nada; son fragmentos que uno tolera en espera de que aquella conversación se acabe, que uno de los dos dialogantes se vaya con viento fresco y que el que se quede solo aproveche el soliloquio musical para cantar algo como es debido.

Así que reconoceremos que, en ocasiones o al menos fragmentariamente, la música de ópera es bonita. Si me insisten mucho, les aceptaré incluso el epíteto de sublime.

Pero ahí acaban todas las virtudes operísticas. El resto es bazofia y mala planificación.

(Amantes de la ópera: ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Pum!)

El argumento de las óperas es de una simplicidad deleznable, además de ser siempre el mismo. Todo el mundo sabe de antemano cuál va a ser la historieta de la ópera que va a contemplar: el tenor quiere acostarse con la soprano, el barítono se opone y al bajo le es indiferente.

Sólo hay dos finales posibles: o se acuesta al final con ella o no lo hace y se queda con las ganas.

(Y, si lo hace, no nos explicamos cómo lo consigue, dado el habitual volumen pantagruélico de la soprano interfecta, sobre todo en aquellas óperas ambientadas en épocas en que aún no se habían inventado las grúas hidráulicas.)

La duración de las óperas no se queda a la zaga. No tienen menos de cinco actos. Recordemos el esquema famoso de la tragedia francesa, que es como sigue: acto primero: el protagonista morirá; acto segundo: puede que el protagonista no muera, a fin de cuentas; acto tercero: el protagonista morirá; acto cuarto: quizá el protagonista se salve; acto quinto: el protagonista morirá. De hecho, lo hace.

Por ello, en la película Una noche en la ópera (1935), de George S. Kaufman y Morrie Ryskind, Groucho Marx, con más razón que un santo, increpa al cochero que le ha llevado a la Ópera:

 

Driftwood.—(Al Portero.) ¿Ha terminado la función?

Portero.—Aún no, señor. Faltan unos minutos.

Driftwood.—(Enfadado, al Cochero) ¿No te dije que acortaras el paso? Si me descuido tengo que oír la ópera. Da una vuelta a la manzana lo más despacio que puedas.

 

El idioma de las óperas es un medio de discriminación cultural y de perduración de estructuras elitistas. Si la canción aquella de «Supercalifragilisticoexpialidoso» de Mary Poppins (o la de Chitty Chitty Bang Bang, otro clásico inolvidable) no hubieran estado dobladas al español, alguien hubiera ganado mucho menos dinero y mucha gente habría disfrutado mucho menos. Sin embargo, aquí se respeta sacrosantamente la versión original, no sé por qué. Sería el equivalente a ver las obras de Ibsen en sueco, porque se considerara sacrílego traducirle. La ópera, en definitiva, es teatro y debería estar pensada para que llegara al público. Pero eso, hoy por hoy, no sucede. Desconocemos qué pasa en esas obras. ¿De qué se ríe Rigoletto? No lo sabemos. ¿Adónde se marcha Aïda en la marcha de Aïda? No lo sabemos. ¿Qué trova El trovador? Tampoco lo sabemos. ¿Qué tenía Carmen de especial para volver locos a toreros y sargentos. Nos lo imaginamos, pero no lo sabemos con certeza.

El fetichismo que rodea a las óperas es inmenso. Se las considera joyas artísticas incuestionables, como las catedrales. (¿Alguien ha escuchado alguna vez decir que tal catedral es tan fea que nade debería visitarla nunca? Con las óperas pasa igual.) Así que, si no te gusta la ópera, ya no eres culto y todos te miraremos por encima del hombro y te despreciaremos.

Un corolario de este punto es que a las óperas «la exquisitez se les supone», como a los soldados el valor, por lo que su contemplación es una ceremonia de pajarita y tiros largos. Y, ¡claro!, no sólo hay que vestirse de gala para contemplarla (¿se imaginan que en El Prado obligaran a ponerse un esmoquin para poder contemplar La rendición de Breda?), sino que se procura que siga siendo un arte de elite por el hábil procedimiento de aplicar precios prohibitivos que el ciudadano medio no se puede permitir. Es un espectáculo sólo para ricos. Pero si el Teatro de la Ópera se quema, se reconstruye con dinero sacado de los impuestos de los no tan ricos.

Otro corolario es que, si la ópera es exquisita por definición, no puede ser española en modo alguno. De ahí que no se compongan óperas españolas y que, cuando se ha hecho, no se las haya valorado. El gran Ruperto Chapí tuvo que dedicarse al género chico para poder pagar las facturas. Y como él, otros muchos.

Por último, el protocolo es también abrumador y totalmente ridículo y acartonado. Tiples que salen a saludar ochenta veces contadas. Pavarottis a los que se les aplaudía durante ¡una hora y media! ¿Es esto creíble? ¿Alguien se ha parado a pensar cuántas cosas da tiempo a hacer en una hora y media? Un pirata malayo bien adiestrado y provisto de un cuchillo afilado que se infiltrara de noche sigilosamente en las tiendas de campaña de sus enemigos dormidos, ¿cuántas gargantas podría rebanar en hora y media? (Inserto esta comparación para dármelas de hombre culto y para que se sepa que he leído a Salgari.)

Y, poniéndonos más sensatos, podría decirse que Pavarotti cantaba bien, pero ¿tan bien?

Cuando algún investigador solitario y mal pagado anuncia que ha descubierto una vacuna contra tal o cual enfermedad, ¿cuántos minutos le aplaudimos?





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