Imagino que habrá algunos aficionados a la caza que me sigan en las redes, que me lean y que compren mis libros, y que después de leer este escrito dejarán de hacerlo, pero, como dicen nuestros dichos, «El que algo cuesta, algo le quiere» y «No se puede hacer un huevo sin romper unas tortillas».
Es domingo por la mañana. Yo vivo en un pueblo pequeño y al amanecer me despiertan los disparos de los cazadores, gente con un nivel de imaginación tal a la que no se le ocurre otra cosa mejor con la que entretenerse en este mundo que matar animalitos indefensos por placer.
Entonces me acuerdo de lo que me sucedió hará unos años y como no lo conté en su momento, lo cuento ahora.
Hay en mi localidad un campo rústico de golf al que casi nunca viene nadie. Es un lugar precioso, con senderos que serpentean, que suben y bajan y que hacen esas pocas cosas que pueden hacer los senderos. Salí de paseo con mi hija pequeña (tendría siete años entonces) y yo le estaba contando alguna historia, cuando vinieron hacia nosotros corriendo dos hombres. Con escopetas en la mano.
Uno de ellos nos apuntó con la suya.
Comenzaron a gritarnos, con malísimos modos. ¿Qué hacíamos allí? Paseábamos, contesté. ¿No sabíamos que estaba prohibido? No: no sabíamos que estuviera prohibido caminar por el campo de golf; prácticamente todo el pueblo lo hacía.
Aquello ya no era el campo de golf, siguieron gritándonos de muy mala manera. Era un coto de caza. Así pasa luego lo que pasa, dijeron, muy enfadados.
Nos habíamos salido, evidentemente, pero en el sendero no había ninguna indicación de dónde acababa el campo y dónde empezaba el coto. ¿Cómo podíamos saberlo?, argüí. Pero mi lógica no les hizo efecto. Su única respuesta a mi explicación fue un maleducadísimo «¡Fuera de aquí!», sin dejar de apuntarnos.
Mi hija miraba todo aquello aterrorizada, con los ojos muy abiertos.
Les dije que lo sentía mucho y nos comenzamos a alejar. Pero mi disculpa tampoco pareció gustarles porque no me contestaron cuando me despedí, aunque cuando habíamos caminado unos metros en dirección al camino principal llegó hasta mis oídos una frase suya que comenzaba diciendo «¡Estos hijos de puta...!»
En esta historia (basada en hechos reales, como suele decirse) podría yo haber añadido sin faltar un ápice a la verdad, que mientras se desarrollaba esta conversación, los perros de estos dos buenos señores no dejaban de ladrarnos, amenazadores. Pero no he insistido en ello porque los animalitos no tenían ninguna culpa, tan solo cumplían su deber de perros consistente en ser fieles a sus amos y hacer lo que ellos les enseñan que hagan, que en este caso era ladrar amenazantes a los desconocidos (a una niña pequeña y a un individuo inofensivo como yo, que no tengo ni media bofetada).
Yo tengo el miedo lento. Quiero decir que no me asusto de nada en el momento, pero sí después, cuando me paro a pensar lo sucedido. Eso me pasó entonces. En el camino de vuelta a casa, cada uno de los disparos que se escuchaban hacía que me diera un vuelco el corazón.
Y en cuanto a la vejación de su grosera forma de hablar y sus amenazas tácitas (pues amenaza tácita de muerte y no otra cosa es apuntarte con una escopeta) no pude hacer nada. Si hubiera estado solo, soy tan imbécil que quizá les hubiera dicho que no me iba de allí y que ellos no eran nadie para tratarme como lo hicieron; pero como estaba con mi hija, no me planteé ni por un segundo hacerme el valiente. Y en cuanto a hacer algo a tiro pasado (a toro pasado, quería decir: me he equivocado por inercia), tampoco era factible. Yo no conocía a aquellos tipos, luego no les podía denunciar. Y aunque los hubiera conocido, habría sido mi palabra contra la suya. Y ellos eran dos, mientras que el testimonio de mi hija pequeña no habría tenido valor legal.
Ahora tendría que venir aquí un párrafo en el que yo recapitulara lo sucedido e intentara ganarme su simpatía, queridos lectores. Pero no lo voy a escribir. Lleguen ustedes a sus propias conclusiones.
Tampoco he hablado de lo que sentí en el momento en que me apuntaban con la escopeta: me he limitado a contar lo que pasó y lo que dijimos, así es que el título de este escrito está muy mal puesto, he de reconocerlo.
Lo siento por sus perros. Tras estos años, seguro que, tras hacerse viejos, aquellos señores que nos amenazaron, provistos de una licencia que indicaba que eran unas personas tan sensatas que se les podía permitir llevar un arma peligrosa porque no iban a hacer nada malo con ella, ya los habrán ahorcado.
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