HUMORADAS
de
Enrique Gallud Jardiel
de
Enrique Gallud Jardiel
LA LITERATURA PARA EL PLACER. EL ATAQUE A LOS MAJADEROS. LA SÁTIRA DEL MUNDO.
2001, una odisea del espacio
La naranja mecánica
Esta es la historia de Alex
y su pandilla de drugos,
que son una tribu urbana
de chicos bastante brutos
con un look un tanto «retro»
y olor bastante perruno
que campan por sus respetos
en un mundo del futuro,
que luego resulta Londres
(un Londres la mar de sucio
que, aunque es de ciencia-ficción,
no es como en el 2001
—la película anterior
del cineasta stanleykúbrico—
en que todo era tan blanco
y limpio que daba gusto.)
La cosa empieza en que están
sentados en un tugurio
bebiendo leche con mercro-
mina, para darse impulso.
(Yo he probado ese mejunje,
pero a mí me supo a engrudo
y ni me puso contento
ni sentí estar hecho un mulo.)
Salen a buscar mendigos;
pronto se encuentran con uno
y le dan una somanta
que se escucha desde Suffolk.
Luego entablan un combate
con otra banda de furcios;
se meten en una casa
vestidos de narigudos
para estar un rato haciendo
el cafre y el energúmeno,
porque es un hecho palmario
que no han leído a Confucio.
(Este trozo me lo salto,
porque es un trozo muy crudo
con violencia, violaciones,
sangre, guarradas, insultos
y esas cosas censuradas
que a los niños gustan mucho
pero que no está bonito
poner en un sitio público.)
Como son malos, malísimos
el Alex y sus mendrugos
al final los trincan, pues
en ficción algo es seguro:
el criminal nunca gana.
Aunque de todos el único
acusado es Alex, quien
pasa un tiempo de recluso.
Pero luego los científicos
tienen un proyecto estúpido
que impide, mediante química,
cualquier clase de exabrupto.
El sistema es ingenioso:
le hacen ver mil filmes pútridos
para hacer que le den náuseas
los golpes y los desnudos,
con lo que el Alex se queda
con el ánimo pachucho.
Le sueltan, vuelve a su casa
y queda patidifuso
al notar que su familia
le trata como a un felpudo.
Sale a la calle, se encuentra
en un puente con un grupo
de mendigos que le endiñan
cien trompazos por minuto.
Luego le cogen dos «polis»,
que eran dos amigos suyos
de su banda que, enfadados,
casi le parten el húmero.
Pide ayuda en una casa
que, por azar, es de uno
al que sacudió en su día.
Y el dueño, bastante cuco,
finge que no le conoce,
disimulando su júbilo.
Le da un plato de spaguettis
con un copazo de orujo
(lo justo para inducirle
a un sueño o sopor profundo)
y Alex queda al mismo tiempo
adormecido y recluso.
El tipo quiere venganza,
dejarle muerto y difunto.
Decide acabar con él
por procedimiento músico
haciendo que oiga a Beethoven
hasta que Alex queda mustio
y salta por un balcón
que está más alto que Cuzco,
dándose un trastazo inmenso
e ingresando en un quirúrgico.
Al cabo de algo de tiempo
(fue en septiembre y ahora es julio)
Alex consigue dejar
de comer por un embudo
y comienza a mejorar
y a quitarse algunos puntos.
Un ministro oportunista,
parecido a Victor Hugo,
se hace una foto abrazado
a Alex, cual si fuera un pulpo,
y le promete un empleo
como vendedor de churros,
pues Alex no sabe hacer
ni la ‘o’ con un canuto.
El final de la novela
—ya lo maliciaba alguno—
describe a Alex contemplando
de una enfermera los glúteos
porque el efecto del fármaco
dura, sí, pero no mucho.
Dudas teológicas
Como resulta que el tiempo
es algo muy relativo
—cosa que dirá un tal Einstein
dentro de un montón de siglos—
voy a contarles un cuento
que tiene un copyright indio,
ilustra muy bien la cosa
y resulta entretenido.
Protagoniza la historia
un asceta muy antiguo,
chupado, depauperado,
costilloso y no muy limpio
que habita en medio de un bosque
en trance meditativo,
vive sólo de raíces
y sin nada en los bolsillos.
Ha aprendido en algún lado
—en algún libro o un vídeo—
que el mundo es todo ilusión
y que los que se han creído
que lo que hay en derredor
es verdad están equivo-
cados de un modo rotundo
y son un tanto cretinos,
pues la teoría de maya
nos recuerda con ahínco
que los objetos son sombras,
que lo duro está blandito,
que los hombres son ficciones
y el cosmos, un cuento chino.
Como fuere. Aquel asceta
se pasa unos cuantos siglos
en la postura del loto
(ya imaginan cuál les digo:
ésa que pronto te deja
los riñones hechos cisco),
meditando en lo inefable
y rezando a lo divino.
Aburrido de escuchar
aquellos rezos continuos
que incesantemente hace
aquel santón tan cansino,
allí va y se le aparece
el mismísimo dios Vishnu.
«Me muestro ante ti. ¿Qué quieres»,
le dice con su tonillo.
«Pide lo que te apetezca,
que lo tienes concedido.»
El asceta, anonadado,
dice: «Si estás complacido,
Señor, con mis penitencias,
explícame bien clarito
qué es el asunto de maya,
porque yo es que non capisco.»
«Bien», dice Vishnu; y prosigue:
«Te lo dejaré clarito;
pero antes de que lo explique
hazme un favor: vete al río
que hay aquí cerca y me llenas
ese cántaro de hidro,
porque tengo mucha sed
y quiero echar un traguito.»
El asceta se encamina
allí, resbala en el limo
de las piedras de la orilla
y se queda sumergido
en aguas que se dirigen
raudas al Océano Índico.
El pobre pide socorro
pero nadie oye sus gritos
y aquellos que sí le escuchan
no le hacen caso maldito.
Tras caer por diez cascadas,
al fin, sale despedido
y en una aldea mugrienta
le hacen volver en sí mismo.
Como ha cogido malaria,
el dengue y el paludismo
tarda en sanar treinta meses,
que se pasa recluido
en la casa del alcalde,
atendido por la ninfo-
maníaca de su hija
(hija del alcalde, digo).
Y tan pronto se repone,
se pone con mucho ahínco
a satisfacer con ella
sus deseos reprimidos.
Resumiendo: que hay bodorrio
y van y tienen seis hijos.
El alcalde les regala
terrenos, un bancalito
de arroz, para que no falte
la paella los domingos.
Han pasado veinte años.
El asceta ha envejecido.
Le han hecho alcalde del pueblo
(que el anterior ya ha morido).
Prospera, nada le falta,
vive muy bien, ¡el jodío!
Pero hete aquí que un buen día
se pone a llover a ríos,
a mares, hasta a piscinas:
todo se llena de líquido.
La inundación es tremenda.
Llega el agua y, de un metido,
va y se lleva por delante
a todo el pueblo enterito.
Se ahogan todos menos él
(aunque ha tragado cien litros).
El ex-asceta se encuentra
en sitio desconocido.
Entonces oye la voz
del dios Vishnu en sus oídos
(pues oírla en sus sobacos
sería bastante rarito)
que le dice unas palabras
que lo dejan aturdido:
«Me estoy muriendo de sed.
¿Dónde te habías metido?
¡Has tardado un cuarto de hora
en ir a por agua al río!
Si la tienes, dámela;
si no la tienes, olvídalo,
que yo me voy, que hace rato
me esperan en otro sitio.»
El estilo de Nerón
No hay forma de saber lo que componía Nerón. Dicen que sus poesías eran muy malas, pero a lo mejor no lo eran. Recuérdese que su historia la escribieron sus enemigos. Habría que concederle el beneficio de la duda o la presunción de inocencia, ese concepto tan útil que mantiene fuera de la cárcel a tantos y tantos que tanto y tanto merecen estar dentro.
En un dificultoso ejercicio de «posibilismo poético» recreamos lo que Nerón pudo muy bien escribir. Usamos la estrofa sáfico-adónica, que es lo bastante rara como para que no dé pistas de cuándo fue escrita. El tema es, ¡cómo no!, el incendio de Roma visto desde un tejado.
Arde la Roma. ¡Oh, Júpiter, qué bello!
Resplandor rojo alumbra mi tejado.
Fuegos calientes cercan a las turbas.
¡Mira qué cosa!
Cauterizantes llueven los cascotes
Que han de inspirar al rey de los poetas.
A mi mandato tuéstase el Imperio.
Lento combuste.
Sólo yo supe averiguar el sitio
de donde el arte brota, aunque quemado.
Seré nombrado en todas las edades
artium magister.
Si, destemplada, mi divina lira
soltaba acordes no del todo buenos,
hoy el calor la afina y pone a punto
porque yo trove.
Siempre quejoso, el necio populacho
protesta de que nunca le doy nada.
Hoy les he dado un rasgo de mi ingenio
caniculoso.
Usando el pirriquio
pretendo ahora hacer
el canto de Roma,
que está hecha puré
tras de que un mandato
que dio mi poder
la ciudad bañara
toda en querosén.
Incendio romano
¡dichoso quien ve
tus bellos fulgores
de color jerez!
Media Roma arde
este atardecer
como si estuviera
hecha en cartoné.
Las turbas escapan
en torpe tropel;
huyen los soldados,
huye el mercader.
Arden los tejados,
arde hasta el parquet
y todo se abrasa
en magna sartén.
El anfiteatro
comienza a caer
y hace de las gentes
humano paté.
¡Qué bello! ¡Qué lindo!
¡Qué inmenso quinqué!
Todo se chamusca
en un santiamén.
Lo que más me agrada
de todo esto es que
de los senadores
arde el comité.
No ha quedado nadie
y así no tendré
que hacer ante ellos
ningún paripé.
(Y eso que Petronio, el arbiter elegantiorum al que Nerón hacía mucho caso en temas de prendas interiores, le había recomendado en una carta: «Salud, Augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara.» Pero la carta la leería algún secretario oficioso e iría a parar al cesto de los papeles, como pasa con la mayoría de las cartas oficiales.)