La intertextualidad

 

Crónica de una enfermedad crónica


Estoy malito.
Me han diagnosticado intertextualidad crónica.
(Ya saben ustedes lo que es la intertextualidad: un procedimiento separado del plagio por el grosor de un papel de fumar y que consiste en emplear en el habla o en la escritura frases de otros autores.)
          Y lo malo es que no tiene cura.

*        *        *

          Todo empezó un día en que me estaban tomando datos para no sé qué en una oficina gubernamental.
          —¿Quién es usted? —me preguntaron.
          —Pues yo soy yo y mis circunstancias —repuse. [Frase popularizada por el filósofo raciovitalista José Ortega y Gasset, aparecida en su libro Meditaciones del Quijote, publicado en 1914.]
Y, a partir de ahí, ya no pude parar.
          —Quiero decir que cómo se llama —insistió el burócrata.
          —Soy don Luis Mejía, a quien a tiempo os envía, por vuestra venganza, Dios. [Diálogo del famoso drama Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, estrenado en 1844.]
          —¿A qué se dedica usted?
          —Soy minero. [Estribillo de la copla del mismo nombre, original de los letristas y compositores Daniel Montorio y Ramón Perelló, interpretada por Antonio Molina en la película Esa voz es una mina, de 1956.]
          —¿Profesión del padre?
          —Pues, señor, mi padre fue de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. [Inicio de la novela picaresca Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos y de sus fortunas y adversidades (1626), del gran satírico Francisco de Quevedo.]
          —¿Natural de...?
          —Soy madrileño de los de rompe y rasga, nacido en Chamberí. [Letra del chotis De rompe y rasga, compuesto por Ramón Zarzoso y Salvador Valverde en 1950 y popularizado por Marujita Díaz.]
          —¿Domicilio?
          —Vivo en un lugar donde no llega la luz. Niños se ven que van descalzos sin salud. [Letra de la canción Mi calle, del grupo de rock «Lone Star», inserta en un emblemático single grabado en 1968.]
          —Sí, pero ¿qué calle?
          —Mi calle tiene un oscuro bar, húmedas paredes; pero sé que alguna vez cambiará mi suerte. [Continuación de la letra de la misma canción arriba indicada.]
          —¡Que cómo se llama su calle!
          —Castellana, toledana, por besar tus labios grana perdiera vida y honor, ¡ah!, perdiera vida y honor, ¡ah! [Romanza de barítono de la zarzuela La rosa del azafrán, del Maestro Jacinto Guerrero, estrenada en el teatro Calderón de Madrid, en 1930.]
          —¿Vive en el paseo de la Castellana? ¿Y el portal?
          —Doscientos veintidós: la galleta que se pide por su número. [Famoso slogan publicitario de las galletas Solsona, que acaba asegurando: «¡Está para comérsela!»]
          Así es que me enviaron al alienista.

*        *        *

          El tipo parecía simpático, pero cuando le pregunté qué opinaba sobre mis posibilidades de cura, lo que me contestó fue:
          —Es un mal incurable la tontería, porque el que tonto nace, tonto se cría (Expresión popular, recogida en el libro Vocabulario de refranes y frases proverbiales, de Gonzalo Correas, de 1627.]


El alcalde de Zalamea

 

Siguiendo nuestra labor

de dar cultura a la peña

contaré un suceso histórico

del que trata la comedia

—drama— que se llama El

alcalde de Zalamea

y que va de un capitán

muy casanova y hortera

y de un alcalde que tiene

una hija que está buena

y del consiguiente lío

y embrollosa zapatiesta

que se organizó, después

de que el capitán le hiciera

lo que ustedes se imaginan

a la buenorra doncella.

 

La acción pasa de un tirón

en Zalamea la Serena,

pueblo que está en Badajoz,

muy cerca de la frontera

portuguesa (donde Cristo

perdió el gorro y la cartera).

¿Quieren que les diga el año?

Fue mil quinientos ochenta

(por lo menos eso pone

en cualquier enciclopedia).

 

El argumento lo coge

Calderón (con mucha jeta)

de una comedia anterior

que escribió Lope de Vega

y se la toma prestada

sin que Lope se dé cuenta.

 

¿Qué pasa? ¿De qué va esto?

¿Qué sucede? Pues que hay guerra

para tomar Portugal

y los soldados se quedan

alojados donde pueden

en los pueblos que se encuentran

en el camino. El alcalde

del pueblo de Zalamea

—que se llama Pedro Crespo

y es más bruto que una artesa—

da cobijo a un capitán

y, para que no le meta

mano ni nada a su hija,

pues el hombre va y la encierra

en el desván. Sin embargo,

no le resulta esta treta,

que el capitán (que es un tipo

donjuanesco y calavera)

la seduce en un plis-plás,

la goza y, luego, la deja.

 

Pedro Crespo, como es lógico,

al saberlo se cabrea,

quiere restaurar su honor

apiolando al sinvergüenza

y haciendo que su retoña

sin más dilación se meta

monja de esas capuchinas

que hacen dulces y galletas.

Aprisiona al militar

y solamente se queda

con la duda de si ahorcarle,

si cortarle la cabeza,

darle garrote o echarle

en trozos en la paella.

 

Hasta aquí todo va bien.

Pero el conflicto se enreda

cuando llega un general

que está cojo de una pierna

—don Lope de Figueroa

Núñez del Val y otras hierbas—

que va y le dice al alcalde

que, en cuanto a jurisprudencia,

un civil no puede nunca

proceder de esa manera

y juzgar a un militar.

Pedro Crespo le contesta

que se meta en sus asuntos

y don Lope se mosquea.

Manda a su tropa atacar

de la alcaldía la celda

para librar a su hombre.

 

Y cuando el ataque empieza...

¡Miren qué casualidad!

Allí mismo se presenta

el rey Felipe Segundo,

negro de pies a cabeza

(el traje), con media corte

para mostrar su grandeza.

¿Qué hacía el rey por allí?

Iba por la carretera

con la intención de ceñirse

la corona portuguesa

cuando alguien fue y le dio el soplo

de que andaban a la gresca

la autoridad militar

y la civil, en dantesca

lucha, por un capitán

que no paró hasta meterla

(la pata) y organizar

una situación horrenda.

 

El rey, ya que está, decide

hacer justicia. «¡Que venga

el capitán sin perder

ni un minuto a mi presencia!»,

grita. Pero ya es inútil.

Pedro Crespo abre una puerta

y detrás se ve al malvado

más muerto que Juan de Mena,

los ojos desorbitados

y toda la lengua fuera

como si hubiera corrido

los tres mil metros o media

maratón, porque le han dado

garrote, tras una seña

que hizo el alcalde a sus guardias

al ver la marimorena

que se liaba. «¡Esto es hecho!»,

dice el rey. «Solo me queda

una pregunta que hacerte,

¡oh, don Pedro Crespo!» «¡Venga!»

 

«¿Por qué no lo has degollado,

que es la costumbre concreta

de ajusticiar caballeros?»

Y el otro va y le contesta:

«Señor, porque en este pueblo

los aristócratas llevan

desde hace un montón de años

una vida placentera.

No hay quien se meta con ellos.

Nadie en el lugar recuerda

que se castigara a un noble

jamás. Y el verdugo de esta

villa, por esa razón,

carece de esa destreza;

del arte de degollar

no tiene ni zorra idea.»

 

El rey dice: «¡Vale, vale!

No está la cosa mal hecha.

Te nombro alcalde perpetuo

de esta villa tan infecta

y prosigo mi camino

porque en Portugal me esperan

y ya estoy haciendo tarde.»

 

Así acaba la tragedia

que encierra, como es sabido,

una sabia moraleja:

si estás metido en un lío

horroroso hasta las cejas

y no encuentras solución

al problema que te aqueja

o viene un rey a salvarte

o te vas a hacer puñetas.

Literatura condensada

  Dicen que la literatura es algo para el disfrute de los humanos. No es cierto. Los hombres leen libros para presumir diciendo que los han leído. En cuanto al tema del disfrute, depositan más su confianza en las mancebías.

          Y luego, la gente ha escrito largo y tendido y no hay tiempo material de leerlo todo.
          Yo, generoso como de costumbre, condenso aquí no una, sino la mayoría de las obras de algunos escritores de renombre, para evitar ese síndrome que los psicólogos han inventado para estas actividades lúdico-sociales y que ellos denominan PMT (Pérdida Miserable de Tiempo).
          Ya se han hecho antes intentos tímidos de coger una novela y cortar un poquito de aquí y un poquito de allá. Pero yo voy más lejos. Hay que sintetizar todos los libros de un autor en un único párrafo, y éste, que resulte corto. De tal modo, al leerlo ya tendremos a ese autor cubierto y eliminado.
          He aquí unos ejemplos condensados que propongo:

          William Shakespeare. Un moro se toma un veneno y, ofuscado, pincha a uno que se escondía tras un cortinón. Su novia entonces se enfada y se ahoga en una charca. Él se dedica a visitar a unas brujas que están muy tristes porque sus hijas las tratan mal y luego, durante una noche de verano en que hay una tempestad, se van todas a cortarle un cacho de pierna a un judío.
         
Pedro Calderón de La Barca. El rey Baltasar cena y se va a dormir. Sueña que una dama duende y un galán fantasma están de burlas por su palacio. Cuando despierta, se le ocurre encerrar en una torre a su hijo. Pero el alcalde se entera, le da garrote sin consultar a nadie y se escapa sin problemas, porque su casa tiene dos puertas.
         
«Molière». Hay un señor que cree que está enfermo y se hace médico a la fuerza para curarse. Su mujer —que le engaña con un don Juan— se burla de él, porque es sabia; entonces él, de manera muy hipócrita, se maquilla y se pone preciosa, aunque un poco ridícula.
         
Fiodor M. Dostoyevski. Un idiota que ha estado en un sanatorio vuelve a su casa curado y decidido a matar a cualquier vieja usurera que encuentre. En vez de eso, una noche blanca mata a su padre, se siente humillado se arrepiente, se pasa unos años en Siberia rodeado de demonios y acaba epiléptico.

          Julio Verne. Un inglés excéntrico apuesta una cantidad a que en cinco semanas viajará de la tierra a la luna con los hijos del capitán Grant. En vez de eso, lo que hace es que cruza Rusia vestido de mujik, imaginándose que tiene quince años, que es capitán de navío y que va a pasar dos años de vacaciones en una isla misteriosa.

          Franz Kafka. Hay un viajante de comercio que se despierta convertido en escarabajo y, por si esto fuera poco, le empiezan a hacer un proceso, acusándole de no se sabe bien qué. Entonces el escarabajo se disfraza de perito agrimensor e intenta entrar en un castillo, pero no le dejan; su familia se harta y le mata alevosamente.

          Umberto Eco. Un señor naufraga y, como se aburre, se dedica a especular sobre dónde podría estar el Preste Juan de las Indias. Los templarios se enteran y le estropean el negocio editorial, por lo que el otro se pone apocalíptico y acaba metiéndose a fraile en un monasterio que acaba quemándose.

          Stephen King. Hay un payaso asesino que tiene una tienda, pero como sólo aparece cada diecisiete años, el negocio le va mal. Así es que la cierra y se va en búsqueda de una torre. Un perro rabioso que ha salido de un cementerio le persigue para morderle. Entonces se pierde en el bosque y se lo encuentra una enfermera que le corta una pierna durante un eclipse.

Efluvio transido de hermosura

 



Cuando parecía que ya no había más que rascar, literariamente hablando, en nuestros Siglos de Oro, va y aparecen cuatro liras (y un pandero) atribuidas a San Juan de la Cruz, quien no ha dicho absolutamente nada para negar su paternidad artística. Y ya saben ustedes que el que calla, otorga. Al parecer, este poema magnífico, bien que corto, se lo mandó San Juan a Santa Teresa, para que ésta le pusiese bien los acentos, como solía hacer a cambio de favores que no se han especificado.

La Santa se encontraba a la sazón en Pastrana fundando algo (se sospecha que un convento) y, lamentablemente, traspapeló la carta, que ha aparecido recientemente en unos legajos junto con un pedido de argamasa y ladrillos. La autoría no ofrece lugar a dudas. Hállase en los versos esa cadencia tan característica de San Juan, ese hondo misticismo, la unión del Amado con sus criaturas, el palpitar de la naturaleza y las gotas de café con leche que —como los especialistas saben— inundan el manuscrito del Cántico espiritual.

 

Viendo como estoy viendo

del aire puro el aspirar sabroso,

los ojos confundiendo

de mi sentir hermoso

como un ritmo suave y cadencioso

 

del alma que, transida,

rompe el peso sutil de tu hermosura

y al verte decidida,

con tu mirada oscura

y la flor que se esconde en la espesura,

 

quisiera, compungido,

sentir el leve toque del ferviente

calor que brota herido

de cristalina fuente

saltando por los prados de repente

 

y, loco de alegría,

mi alma de gozo y júbilo inundada,

acabo esta poesía

y, después de acabada,

observo, triste, que no entiendo nada.

 

          Como se ve, los versos no dan pistas que permitan saber de qué va el asunto, pero, señores, eso es lo que tiene la mística.