Marco Antonio y Cleopatra

 

Alejandría. Año 31. a. C. Palacio de Cleopatra (Cleopatra VII, la famosa: no la vayan a confundir ustedes con alguna tía suya que se llamase igual). En una tumbona con pinta de ser muy cómoda, Cleopatra y Marco Antonio folgan. Entra corriendo Akiki, que es un esclavo que viene con un susto que no se lame.

AKIKI.—¡Mi reina!
MARCO ANTONIO.—(Sorprendiéndose, pegando un bote y retirando una parte de su cuerpo de donde la tenía: no vamos a ser más explícitos.) ¡Rejúpiter! ¿Qué pasa?
AKIKI.—¡Mi reina! ¿Dónde estás?
CLEOPATRA.—(Saliendo desnuda de entre las sábanas y poniéndose las zapatillas.) Estoy aquí, Akiki.
MARCO ANTONIO.—¿Akiki?
CLEOPATRA.—Es mi eunuco de confianza.
MARCO ANTONIO.—(Vistiéndose apresuradamente.) Eso es una redundancia, Patra: todos los eunucos son de confianza; precisamente para eso se les eunuca: para poder confiar en que no podrán hacer nada que no deban. Y ya veo que se toma muchas confianzas, cuando así entra sin llamar en tus aposentos.
CLEOPATRA.—¡Ay, qué poco me gusta cuando te pones pedante, Tonio. (A Akiki.) Acércate. Ven, Akiki. ¿Qué quieres contarme? ¡Habla!
AKIKI.—(Lloroso.) ¡Oh, mi ama! ¡Una gran desgracia!
CLEOPATRA.—¿Qué sucede?
AKIKI.—¡La desdicha ha caído sobre nuestro reino!
MARCO ANTONIO.—Pero, ¿qué pasa?
AKIKI.—¡Estamos perdidos!
CLEOPATRA.—Sí, ya me imagino que algo malo se está cociendo, pero ¿qué?
AKIKI.—¡Los dioses nos han abandonado a nuestra suerte!
MARCO ANTONIO.—Es lo que suelen hacer casi siempre. ¿Qué noticias traes?
AKIKI.—¡Las peores!
MARCO ANTONIO.—Nada: que no hay manera de que se explique.
CLEOPATRA.—¡Akiki! Si no me dices tu mensaje en tu próxima frase, serás mañana el desayuno de mis cocodrilos.
AKIKI.—¡Ay, tengo muy mal cuerpo: les sentaré mal!
MARCO ANTONIO.—(A Cleopatra.) Tendrás que darle algunas frases más de margen.
CLEOPATRA.—¡¡Akiki!! ¡¡Por Osiris y su santa madre!!
AKIKI.—Geb
MARCO ANTONIO.—¿Qué?
AKIKI.—Geb, la diosa Tierra, es la madre de Osiris, mi reina. Lo he dicho para beneficio de tu amante romano, que seguramente lo ignora.
CLEOPATRA.—¡¡¡Habla de una vez!!!
AKIKI.—(Cogiendo aliento.) Octavio.
MARCO ANTONIO.—(Asustado.) ¡Sopla!
CLEOPATRA.—¿Estás seguro?
AKIKI.—¡Toma, claro! Ha desembarcado con sus tropas.
MARCO ANTONIO.—¿Cuántas tropas?
AKIKI.—Tropecientas.
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mecachis en la mar Tirrena!
CLEOPATRA.—(Sorprendida.) ¿Pero Octavio no había muerto?
MARCO ANTONIO.—¿Muerto?
CLEOPATRA.—Claro. Me aseguraste que en la batalla de Accio no solo habías hecho migas a su ejército sino que le habías matado.
MARCO ANTONIO.—¿Eso te dije? ¿Que le había matado?
CLEOPATRA.—Sí: que le habías matado personalmente.
MARCO ANTONIO.—¿Dije ‘personalmente’?
CLEOPATRA.—En efecto. Y hasta me describiste la cara de excruciante agonía que puso al morir a tus manos.
MARCO ANTONIO.—Bueno, puede ser que exagerase un poquito al contártelo. Ya sabes: para hacer la narración más amena.
CLEOPATRA.—(Enfadada.) Acabemos: ¿ha muerto o no?
AKIKI.—Yo diría que no. A no ser que Roma haya mandado a un triunviro de su mismo nombre y con unas narices muy parecidas a las suyas, yo diría que es él.
CLEOPATRA.—¡Me dijiste que venciste en Accio!
MARCO ANTONIO.—¡Vencer, vencer...! Eso es siempre algo muy subjetivo.
CLEOPATRA.—¿Cómo subjetivo?
MARCO ANTONIO.—Sí, querida Patra. Las mujeres no entendéis de estas cosas. En las batallas muere gente en los dos bandos, las cosas quedan igualadas, no siempre está claro de quién es la victoria.
AKIKI.—Yo te lo diré, mi reina: de quien no sale corriendo al acabar.
CLEOPATRA.—La verdad es que te apresuraste a venir.
MARCO ANTONIO.—Quería estar el mayor tiempo posible a tu lado antes de que...
CLEOPATRA.—¿De qué?
AKIKI.—De que viniese el muerto.
CLEOPATRA.—(Dándose cuenta de la situación.) ¿Qué vamos a hacer? Octavio es vengativo. Buscará por todo Egipto hasta dar con nosotros y no tendrá piedad. Y si nos encuentra, estamos perdidos.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo vamos a estar perdidos si nos encuentra?
AKIKI.—(Aparte.)Yo juraría que este chiste lo he oído en una película de los hermanos Marx.
CLEOPATRA.—(Desesperada.) ¡Oh, Tonio! ¡Has hecho mal! ¡Has hecho mal!
MARCO ANTONIO.—(Avergonzado.) Lo sé, lo sé: debí matarle y vencer; pero eso es algo más difícil de lo que parece a simple vista.
CLEOPATRA.—¿Difícil? Cuando regresaste y me dijiste que habías vencido, lo creí. Siempre has sido un gran guerrero y en tu ejército había el doble de hombres que en el suyo.
MARCO ANTONIO.—Sí, pero mis hombres eran mucho más vagos que los suyos: este clima caluroso favorece la molicie y te deja el cuerpo fofo y blanduzco. Y en cuanto a lo de matar a Octavio, te diré: no es sencillo matar a un hombre.
CLEOPATRA.—¡Qué va! Es facilísimo. Mira: te lo demostraré.
(Coge un cuchillo de pelar fruta de un frutero y le rebana el cuello a Akiki, que muere al instante, poniendo todo el suelo perdido de sangre.)
AKIKI.—¡Agggggggggggg!
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mi abuela Agripina!
CLEOPATRA.—¿Lo ves? Y si con todo lo que quería yo a Akiki, que se había criado conmigo y era como un hermano, lo he podido matar tranquilamente y sin sofoco, mucho más fácil es acabar con un enemigo odiado como Octavio.
MARCO ANTONIO.—Lo que importa ahora es cómo escapar.
CLEOPATRA.—Sus soldados estarán ya al llegar. Si acaba de desembarcar cuando Akiki nos avisó, calculo que dentro de un cuarto de hora le tendremos aquí.
MARCO ANTONIO.—¡Un cuarto de hora!
CLEOPATRA.—Veinte minutos como mucho.
MARCO ANTONIO.—¡Tenemos que escapar! Seguro que este palacio tiene salida de incendios
CLEOPATRA.—Imposible. Nos encontrarían.
MARCO ANTONIO.—El reino es muy grande.
CLEOPATRA.—Pero soy la reina y todo Egipto me conoce.
MARCO ANTONIO.—¿Estás segura?
CLEOPATRA.—¡Anda este! Pues claro: ¿no ves que salgo en las monedas? Allí donde fuera a esconderme se sabría, se correría la voz.
MARCO ANTONIO.—A mí no me conocen. Podría huir disfrazado de vieja.
CLEOPATRA.—Tu acento te delataría.
MARCO ANTONIO.—¿Mi acento?
CLEOPATRA.—Sí; hablas un egipcio desastroso. Así es como los romanos habéis impuesto el latín en todo el mundo conocido: negándoos a aprender ninguna otra lengua.
MARCO ANTONIO.—Tendría que ser una vieja muda.
CLEOPATRA.—Con tus ricitos rubios no llegarías muy lejos. Y no tienes tiempo de teñirte.
MARCO ANTONIO.—¿Qué podemos hacer entonces?
CLEOPATRA.—(Con dignidad.) Morir.
MARCO ANTONIO.—Venga, piensa un poco, Patra. Tiene que haber alguna otra salida.
CLEOPATRA.—No la hay. Y así, de este modo, abrazando la muerte, nuestra historia de amor se haría inmortal.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo?
CLEOPATRA.—Todos los célebres amantes han tenido un fin trágico que ha exaltado sus amores y los ha convertido en leyenda: Hero y Leandro, Dido y Eneas, Píramo y Tisbe, Proctis y Epimene...
MARCO ANTONIO.—Esos últimos no sé quiénes son ni qué les pasó.
CLEOPATRA.—Ni yo tampoco. Es algo que he leído en algún sitio. Como fuere, si morimos juntos se nos recordará por toda la eternidad.
MARCO ANTONIO.—Pues yo preferiría no morir, aunque se nos recordara solo algunos meses; o me conformaría con semanas.
CLEOPATRA.—Decídete, Tonio. Octavio está al caer y tenemos poco tiempo. ¿Te darás muerte antes que yo o después? ¿O prefieres que sincronicemos nuestros óbitos?
MARCO ANTONIO.—¡Caray! Es que una decisión así...
(Sale Amunet, otro eunuco.)
AMUNET.—¡Octavio se acerca, oh, gran señora!
CLEOPATRA.—(A Marco Antonio.) Este es otro eunuco de mi confianza. Se llama Amunet.
MARCO ANTONIO.—¿Es catalán?
CLEOPATRA.—¿Catalán?
MARCO ANTONIO.—Lo decía por el nombre.
CLEOPATRA.—Amunet es el nombre de una deidad muy respetada.
AMUNET.—¡Aguardo tus instrucciones, mi reina!
CLEOPATRA.—Bien. Los romanos nos invaden y no podemos resistir. En consecuencia, vamos a quitarnos la vida.
AMUNET.—Sí, mi ama.
MARCO ANTONIO.—Bueno, yo aún no no tengo claro del todo, porque...
CLEOPATRA.—Procurarás que nuestros cadáveres no caigan en poder de los invasores.
AMUNET.—En cuanto muráis, os arrojaremos a una pira que prenderé ahora mismo para que esté dispuesta.
CLEOPATRA.—Y cuando lo hayáis hecho, tú y toda mi servidumbre os suicidaréis asimismo.
AMUNET.—¡Faltaría más! Eso no hay ni que decirlo, majestad. Se da por descontado. ¿Cómo ibas a hacer el viaje al Reino de los Muertos sin tus fieles sirvientes. Sería impensable.
CLEOPATRA.—Contaba con ello.
AMUNET.—¿Mandas algo más?
CLEOPATRA.—Sí. Tráeme a quien ya sabes.
AMUNET.—Está durmiendo, mi señora.
CLEOPATRA.—Mejor: la despiertas y así vendrá de peor humor, que es lo que ahora me hace falta.
AMUNET.—Al momento. (Hace mutis.)
MARCO ANTONIO.—¿Quién va a venir, si puede saberse?
CLEOPATRA.—Coralillo.
MARCO ANTONIO.—¿Coralillo? ¿Es alguna bailaora flamenca, de esas que hay en la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¿Bailaora? ¡No, qué va! Es una serpiente mortífera que me trajeron de Nubia y cuya picadura no es solo mortal como la de la cobra, sino muy mortal. Me costó muy cara, pero viene garantizada.
MARCO ANTONIO.—¿Puedes explicarme esa diferencia sutil que haces entre mortal y muy mortal?
CLEOPATRA.—Con una picadura muy mortal te mueres en cuestión de segundos. Con una que sea solo mortal puedes tener una tremenda agonía de hasta diez o doce minutos. Así es que si antes de que te mueras te alcanzan tus enemigos, igual no te libras de que, además, te pinchen con una espada o con algo. Por eso Coralillo es un dinero bien invertido, pues todo será más rápido.
MARCO ANTONIO.—(Resignado.) Entonces me consuela tener a Coralillo.
(Sale Amunet, asaeteado por todas partes, tambaleándose y llevando en las manos una cesta. Con gran dificultad, atranca la puerta y luego cae al suelo.)
AMUNET.—¡Mi reina, tus enemigos ya están entrando en el pala... ya suben por las escale... date pri... aquí está Corali... me mue... me mue.... (Muere, dejando caer la cesta.)
CORALILLO.-¡Por fin libre! ¡Ya era hora! ¡Esa cesta era de lo más incómodo! (La serpiente se mete debajo de un mueble.)
CLEOPATRA.—¡Coralillo, no te vayas, que te necesitamos! Anda, Tonio: mete la mano debajo de ese triclinio y saca a Coralillo!
MARCO ANTONIO.—¿Que la saque?
CLEOPATRA.—¡Pues claro!
MARCO ANTONIO.—¡Me morderá!
CLEOPATRA.—Esa es la idea. Que te muerda y la sacas. Así podré morir yo también.
(Se escucha el ruido de soldados que llegan y los ayes de los guardias a los que van matando al acercarse.)
OCTAVIO.- (Dentro.) ¿Dónde está ese sinvergüenza de Marco Antonio, ese mentiroso redomado que ha ido diciendo por ahí que me ganó una batalla, cuando todo el mundo sabe que fue al revés?
CLEOPATRA.—¡Date prisa, que llegan!
(Marco Antonio mete la mano debajo del mueble y pega un alarido.)
MARCO ANTONIO.—¡¡¡Ay!!!
CLEOPATRA.—¿La tienes ?
MARCO ANTONIO.—(Agonizando en el suelo.) ¡Se me ha escurrido! Me mordió y la agarré, pero, luego se me ha escapado, la muy malvada!
OCTAVIO.-(Dentro.) ¡Tiene que estar aquí! ¡Soldados, derribad la puerta!
CLEOPATRA.—¡Hay que buscarla!
MARCO ANTONIO.—(Con un hilo de voz.) Búscala tú; yo ya estoy más para allá que para acá. Al final hemos dejado chiquitos a Proctis y a Epimene. ¡Hola, Caronte! ¿Cómo estás? Te imaginaba más delgado. (Muere.)
CLEOPATRA.—¡Tonio!
(Derriban la puerta y aparece Octavio, seguido de un montón de soldados romanos con las espadas ensangrentadas.)
OCTAVIO.—(Por Cleopatra.) ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Y Marco Antonio?
CLEOPATRA.—(Muy digna.) Has llegado tarde, romano. Mírale.
(Octavio ve el cadáver de Marco Antonio y se lleva un disgusto de aúpa.)
OCTAVIO.—¿Cómo? ¿He hecho todo el viaje desde Roma, que me he puesto malísimo en el barco y casi echo las tripas, para matar a Marco Antonio y cuando llego ya no lo puedo matar? ¡Hay que tener mala suerte!
CLEOPATRA.—Tu enemigo está muerto. ¿No era eso lo que querías?
OCTAVIO.—¡Qué va! Quería matarlo yo.
CLEOPATRA.—Coralillo se te ha adelantado.
OCTAVIO.—¿Coralillo? ¿Quién es Coralillo? ¿Alguna bailaora de la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¡Y dale! Coralillo es... bueno, no tengo ganas de contarlo otra vez.
(Coralillo sale de debajo el mueble.)
CORALILLO.-(Aparte.) Creo que están hablando de mí.
CLEOPATRA.—(Cogiendo a la serpiente y mostrándola a Octavio.) ¡Ya te tengo! ¡Pica! ¡Pica!
SOLDADOS.-¡Ag! ¡Lagarto, lagarto!
OCTAVIO.—(Huyendo despavorido.) ¡Por la loba que amamantó a Rómulo! ¡Huyamos!
(Octavio y sus soldados salen corriendo y no paran hasta llegar al puerto de Ostia, sin nave ni nada.)
CLEOPATRA.—¡Pica ahora! ¡Devuélveme el valor de mi dinero!
(Coralillo pica a Cleopatra en la punta de la nariz.)
CLEOPATRA.—¡Ah! Ya siento el dulce veneno en mis venas. (Cae junto a Marco Antonio, sin soltar a la serpiente.)  No tardaré mucho en reunirme contigo, mi amado. (A Coralillo.) Solo siento que me hayas mordido en sitio tan prosaico.
CORALILLO.-Puedo morderte en un pecho, ya sin veneno, solo por la apariencia. Queda más romántico y más sensual también.
CLEOPATRA.—Buena idea.
(Con sus últimas fuerzas, se destapa un seno y lo ofrece a Coralillo, que le pega un buen bocado.)
CORALILLO.-¡Ajajá! ¡Hecho!
CLEOPATRA.—¡Marco...! Te sigo allí donde estés.
(Cleopatra muere definitivamente, sin soltar a la serpiente, a la que sigue teniendo agarrada.)
 CORALILLO.-(Tras una pausa. Muy preocupada.)  ¿Y qué hago yo ahora? Porque cuando le empiece el rigor mortis me voy a ver en un apuro.

Valle-Inclán

 

Don Ramón María del Valle-Inclán y otras hierbas siempre pensó —con razón— que sin una personalidad atrayente no tenía nada que hacer en el mundo de las letras.

          Como físicamente no valía un pimiento y no era alto ni guapo ni nada, sino muy poquita cosa, decidió destacar por algún rasgo de su carácter. Lo de ser simpático lo tenía difícil, así es que optó por el extremo opuesto, en el que consiguió un pleno éxito como individuo odioso y repelente. No hay nada como encontrar la propia vocación.

          Un rasgo destacable de Valle es que fue un mentiroso irredento. De los detalles que sabemos de él, pocos son ciertos. Para empezar no se llamaba Ramón María, sino Ramon José, lo que era más usual y también más vulgar. Contaba que había que había nacido mientras su madre cruzaba la ría de Arousa, pero este testimonio era más falso que un sello de correos del siglo iv. Nació en un pueblo, Vilanova de Arousa, en una cama normal y corriente con un colchón de esos que había en los pueblos a los que se les iba el relleno por los lados y te quedabas durmiendo en duro, con solo una tela separándote de las tablas de la cama. Y en la parte delantera de su casa no había un escudo con un lema, como él se inventó más tarde, sino unos clavos de los que colgaban ristras de ajos, lo que parece mucho más verosímil.

          El episodio en el que perdió su brazo también está plagado de inexactitudes. Según la versión «oficial», discutió con su amigo Manuel Bueno por algo inane y en el transcurso de dicha controversia y sin que mediara provocación por su parte, recibió un bastonazo en el brazo. La herida se gangrenó y hubo que recurrir a la amputación. Valle afrontó la operación con valor, llegando a fumarse un puro en medio de la misma, y no se mostró rencoroso sino que siguió tratando a su amigo.

          La cosa fue algo diferente. Valle insultó a Bueno e intento rajarle con el cuello de una botella rota. Aulló de dolor durante la operación, como es lógico y humano, y puso a Bueno a caer de un burro, como es lógico y humano también. Sólo que él quería vivir por encima de la lógica y ser considerado sobrehumano.

          Presumió también de ser de haber sido «un avezado soldado en tierras de Nueva España», pero solamente nos consta que hubiera dado dos tiros en toda su vida. Uno de ellos se lo pegó a sí mismo en un pie, por no saber cómo llevar la pistola de forma segura, durante una expedición a caballo a las minas de Almadén, tras un movimiento brusco debido a su poca pericia en la equitación. El otro tiro fue pura fanfarronada egocéntrica. En una tertulia, como no hallaba momento de meter baza, sacó un revólver y disparó bajo la mesa. Cuando todos se callaron, sorprendidos, aprovechó para contar sus batallitas.

          Deseoso de lograr forma como fuere, recurrió a la política. Cuando el dictador Primo de Rivera prohibió los símbolos carlistas, Valle-Inclán, para conseguir titulares, alquiló un uniforme carlista en una sastrería de teatro y se paseó por la Puerta del Sol con una inmensa bandera, provocando a los guardias para que le detuviesen. Consiguió su objetivo de ir a la cárcel por dos o tres días, lo suficiente para salir en los periódicos. En la celda gritó desaforadamente que él era el mismísimo Alfonso XIII. (Pese a la errónea aura de progresista de que hoy goza, Valle-Inclán fue un carlista de corazón toda su vida, algo que muchos ignoran.)

En cierta ocasión, ya manco, entró en un famoso restaurante de Madrid —cuyo nombre omitimos por respeto— y pidió un filete. Obviamente, no podía cortarlo y culpó por ello al camarero del establecimiento. «¡Los filetes deberían servirse ya cortado en pedacitos!, exclamó. «¡Es una vergüenza que los clientes tengan que hacer todo el trabajo!». Y exigió que le cortaran su filete. Parece ser que el dueño del establecimiento se encaró con él y dijo algo así: «Le facilitaré que se coma su filete cuando usted me facilite que comprenda sus versos. Su poesía modernista es tan enrevesada que no se entiende y yo preciso también de un desglosador que me la descifre». Dicho lo cual, echó a Valle del restaurante. Éste luego contó que comiendo allí se había encontrado una perla dentro de una ostra y que nunca regresó para que no le pidiesen que la devolviera.

          Odiaba cordialmente a José de Echegaray, a quien envidiaba por haber ganado el premio Nobel de Literatura en 1904. Dieron a una calle de Madrid el nombre del dramaturgo y en ella vivía un amigo de Valle-Inclán. Cuando éste le mandaba una carta, en lugar de poner en el sobre el nombre de la calle, escribía «calle del viejo imbécil». A los empleados de correos les gustaba mucho que se insultase al pobre Echegaray y le hacían llegar las cartas sin más problemas. Valle contaba con lo mucho que nos gusta a los españoles denigrar a los otros españoles.

          Su animadversión hacia Echegaray (que nunca le ofendió ni contestó a sus ataques) fue siempre en aumento. El dramaturgo estrenaba siempre que quería y a Valle esto le sentaba como si le propinasen una patada en la boca del estómago. Asistía a todos los estrenos para luego ponerle verde y muchas veces se puso en pie en medio de la representación para discutir y decir a voz en grito que la comedia era un asco. Firmó también de mil amores una petición para que le retiraran el Premio Nobel, porque «no lo merecía en absoluto». Estas cosas solo pasan en España, promovidas por gentes como Valle.

          Hizo correr el bulo de que Echegaray era un marido engañado. Durante una conferencia dijo que don José estaba obsesionado con el tema de la infidelidad matrimonial y por eso lo tocaba en casi todos sus dramas, que eran «autobiográficos». Un joven le interrumpió y le afeó que hablara así. Cuando Valle le pregunto quién era, el otro le dijo que era el hijo de Echegaray, a lo que el gallego le respondió con una pregunta: «¿Está usted seguro?». Todos los espectadores le rieron la gracia a Valle, que consideró que había logrado un éxito popular llamando cornudo en público a alguien que nunca le había hecho nada y que no estaba allí para defenderse.

          No fue Echegaray la única persona a la que ofendió. Su amigo de siempre y acérrimo defensor Jacinto Benavente —otro dramaturgo de gran éxito, mientras que Valle no conseguí obtenerlo— dejó de hablarle por motivos que no se han sabido sabido nunca y que, por ello, no los podemos contar. (Podríamos inventarnos algo, como hemos dicho que ya hemos hecho antes, pero no sería lo mismo.)

          El dramaturgo Joaquín Montaner había estado en el comité organizador de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, a la que no se había invitado a Valle (aunque Montaner había votado a su favor.). Pero Valle no perdonó que le hubieran dejado fuera de aquel cotarro mientras que otros escritores sí tenían su lugar y fue al estreno de la obra El hijo del diablo, de Montaner, con el firme propósito de reventarla. Se puso en pie varias veces durante la representación de la obra hasta que le hicieron callar. La protagonista, la gran Margarita Xirgu, a causa de este continuo hostigamiento, acabó llorando y con un ataque de nervios, casi incapacitada para finalizar la función. Éste era el respeto de Valle por el arte teatral.

          Mariano Azaña propuso su nombre para la presidencia del Ateneo de Madrid, pero resultó que a Valle le habían expulsado años antes porque se había negado a pagar ninguna cuota, alegando que su sola pertenencia a esa docta institución era bastante regalo para ella y que él no debería pagar por ser ateneísta, sino que le tenían que pagarle a él.

          Se opuso radicalmente a la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Insistió en que los jóvenes españoles debían ir a la guerra lado de los aliados y que cuando vencieran, España debería recibir como premio algunas colonias en el Mediterráneo oriental.

          Viéndose cercano a la muerte, escribió un poema titulado Testamento en el que se metía por anticipado con los periodistas que fueran a cubrir la noticia, envidiando sus emolumentos:

 

Te dejo mi cadáver, reportero.

El día que me lleven a enterrar

fumarás a mi costa un buen verguero,

te darás en «La Rumba» un buen yantar. […]

Para ti mi cadáver, reportero;

mis anécdotas todas para ti.

Le sacas a mi entierro más dinero

que en mi vida mortal yo nunca vi.

 

Estos versos nos parecen el colmo de la envidia y de la mezquindad. Si tras su muerte nadie hubiese escrito nada sobre él, su cadáver habría dado un vuelco en la tumba. Y si los periodistas hacían su necrológica, ¿qué pretendía Valle? ¿Qué no cobraran por su trabajo? ¿Que por ser vos quien sois se la hicieran gratis?



Voy a dar voces

 

No es no es que les vaya a chillar, sino que propongo palabras para que amplíen ustedes su vocabulario.

          Son voces relacionadas con los libros, porque algunas son en extremo curiosas y desconocidas, y ya es hora de que se utilicen de manera más generalizada. (También daré algunas apócrifas, de mi propia cosecha.)

          Entre las clásicas están:

          Bibliátrica, que es el arte de arte de restaurar los libros que se han roto por falta de cuidado o por haberlos usado para calzar la mesa de la cocina;

          Bibliopege, que define al encuadernador de libros, aunque es poco probable que los encuadernadores sepan cómo se llaman;

          Bibliognosta, el conocedor de libros; éste sí que lo sabrá, seguramente;

          Bibliósofo, «aquél que ama los libros». Esta palabra define al secretario o tenedor de libros vulgar y corriente;

          Bibliótata, bonita palabra que nos habla de una persona indiferente a los libros que posee: la mayoría. En realidad se trata de bibliofobia encubierta;

          Bibliótafo es aquel que no presta sus libros. Y hace muy bien, porque para devolver libros prestados hay que tener un gen especial, del que parece carecer la especie;

          Bibliópola, el librero de toda la vida, pero en culto;

          Bibliopea es el arte de hacer un libro, aunque no queda claro si el término se refiere a redactarlo o a imprimirlo, pero lo dejamos así;

          Bibliopepsia define a la propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento.

          Y ahora vienen los términos que yo propongo. Se dividen en dos clases; 1) nuevas acepciones para palabras ya existentes, y 2) neologismos puros y duros salidos del caletre de un servidor.

          Nuevas acepciones:

          Bibliografía: Un libro sobre el que se ha pintado garabatos. Suele pasar mucho con los libros de texto de los niños.

          Biblioteconomía: Arte de no gastarse ni un duro en libros, leyéndolos en las bibliotecas públicas, que son gratuitas.

          Bibliomancia: Arte de adivinar qué libro ganará el próximo premio Planeta, para poder hacer apuestas y sacarse un pico.

          Bibliolito: Un libro pétreo, como un ladrillo, que no hay dios que lo lea.

          Y los nuevos términos:

          Bibliocefalia: Dolor de cabeza producido por la lectura de libros.

          Bibliódromo: Lugar donde se efectúan carreras en las que los corredores van cargados con libros.

          Biblioginia: Novelas para feministas.

          Biblioplegia: Golpe asestado con un libro.

          Bibliorragia: Característica del mundo actual, donde brotan libros por todas partes.

          Biblitis: Acción de hincharse un libro, por ejemplo, a causa de la humedad.

          Biblioma: Libro pernicioso, considerado como un cáncer cultural.

          Bibliopiteco: Un mono salido de un libro; por ejemplo, la mona Chita, que aparece en las novelas de Tarzán.

          Biblionauta: El que viaja encima de un libro. (¿Por qué no? Cosas más difíciles se han visto.)

Cómo usar las mayúsculas

 

Otro escrito para enseñar a escribir a mis contemporáneos (¡ay, qué cruz!).
          Vivimos en la sociedad de la información y, por eso, precisamente, de tanto leer periódicos, la gente se ha olvidado de escribir bien.
          Menos mal que estoy yo aquí para intentar solucionarlo, menos mal que estoy dispuesto a hacerlo y menos mal también que soy generoso y lo haré gratis.
          Empezaremos con unas reglas de ortografía básica. Por ejemplo: las mayúsculas, llamadas también ‘versales’ o letras de imprenta. ¿Por qué se llaman ‘versales’? La respuesta es sencilla: porque son más grandes que las versalitas. ¿Por qué se llaman letras de imprenta? Para diferenciarlas de las letras de cambio. En el mundo anglosajón se las denomina ‘Capital letters, lo que no quiere decir que se puedan escribir sólo en las capitales, porque en los pueblos también se puede. Tampoco es que sean letras millonarias y dispongan de un capitalito, porque las letras no están autorizadas a abrir cuentas bancarias (a excepción de la K, a la que las entidades bancarias le dan un trato de favor).
          Algunos idiomas no tienen letras mayúsculas. Por ejemplo: en el alfabeto vasco no hay mayúsculas (ni minúsculas, si a eso vamos, porque el alfabeto vasco no existe. Y yo creo que si presumen tanto de lengua e idiosincrasia propias, no tendrían que tomar prestado nuestro alfabeto, que no deja de ser un producto del imperialismo cultural de la península romanizada. Así es que ya lo sabéis, nacionalistas: inventad vuestros propios garabatos si queréis presumir.)
          Nadie usa bien las mayúsculas. Los hay quienes escriben:
          «¡Eres un grandísimo Cabrón!»
          Esto puede perfectamente ser verdad, pero no justifica en absoluto el empleo de las mayúsculas en un nombre común. Este fallo lo cometen especialmente los místicos de la New Age cuando escriben cosas como:
          «El Amor es la Fuente de la Vida y pone en Conexión Mística el Alma del Ser con la Fuerza del Yo Interior y del Tú Exterior en el Plano de lo Inmarcesible.»
          No se deben emplear para cosas de las que hay mucho. Por ejemplo, meses o días de la semana. Éstos van en minúscula siempre, porque hay muchos mayos y muchos agostos, así como muchos juéveses y viérneses.
          Los movimientos culturales y políticos lo embrollan mucho, porque no se usa la mayúscula en movimientos artísticos (el renacentismo), pero sí en las épocas históricas (el Renacimiento). Las mentes sutiles capaces de retener esto escasean. Véase: «La II República Española se llamó así porque fue la segunda república española.» La corrección marea.
          Igual follón causan las marcas usadas como nombres propios: «Me tomaré una cocacola de Coca-Cola porque las cocacolas de Pepsi Cola no me gustan.» O las asignaturas: «Aprendí medicina estudiando Medicina.» (¡Qué ejemplo más tonto, por Dios!)
          Poner en mayúscula una letra en medio de una palabra no es sólo incorrecto, sino hasta de mal gusto: «macaRrones».
          Hay palabras curiosas que se escriben de diferente forma dependiendo de la ciudad donde te encuentres, por raro que esto pueda parecer. Si estás en Burgos y dices «Hoy lloverá en la península Ibérica», es correcto. Pero si estás en Tenerife y afirmas «Mañana me voy a la Península», también es correcto, lo que es un lío aquí, en Tenerife e incluso más lejos.
          Las obras artísticas conocidas por el nombre de su creador no llevan mayúsculas, como en las siguientes frases:
          «Han robado un picasso y era tan feo que los ladrones lo han devuelto al museo por correo postal.»
          «Al día siguiente de comprármelo, mi agatharuizdelaprada se me rompió por el forro.»
          «En este festival de cine se proyectarán dos almodóvares, tres lumets y dos cecilbedemilles en las sesiones retrospectivas.»
          Graves errores se cometen en los títulos de las películas, en cuya cartelería se abusa de las mayúsculas: Woody Allen: Todo lo Que Usted Quiso Saber Sobre el Sexo y No Se Atrevió a Preguntar. Eso es culpa del inglés, donde mayuscular los sustantivos, verbos, adverbios y adjetivos sí es correcto. Nuestro papanatismo nos lleva a imitarles.
          Hasta aquí las reglas más habituales.
          Pero ¿y cuándo no estén seguros de cómo escribir? ¿Qué hacer ante la duda? Podría decirles que miraran el diccionario, pero allí todo viene con minúscula, así es que no sirve. Pueden escribirme y preguntármelo, aunque creo que ésta es una oferta de la que muy pronto me arrepentiré.

Definición de lo cómico

 

Según apuntó Cicerón (ya saben, aquel famoso guía turístico de la antigüedad), definir las cosas es conocer su valor. Pero el pensador se mostró escéptico en lo referente a la posibilidad de definir lo cómico y acercarse ni siquiera un poquito a su verdadero sentido. Igual le sucedería mas tarde a Quintiliano (este señor no sabemos a qué se dedicaba), quien, refiriéndose a este fenómeno escribió algo así como: «No creo que nadie tenga ni la menor idea». (Sólo que, claro, él lo puso en latín, con lo que parecía que había dicho algo muy profundo.)
          Muchos, empero, no se han avenido a reconocer esta imposibilidad y se han partido los cuernos —y perdónesenos tan gráfica expresión— proponiendo diversas definiciones. Pero, ¡oh, desfortuna!, sus intentos han fracasado miserablemente y nada hay definitivo. En ocasiones la definición que se ofrece es tan imprecisa que parece más bien una receta para quitar las manchas de la tapicería del sofá. Todas nos llevan a concluir que es un error pensar que pueda haber una única definición del humor, válida para todos los modos, tiempos y lugares, con lo cual nos preguntamos si merece la pena perder el tiempo. No obstante, intentaremos hacer algo al respecto.
          Se entiende que empleamos el término ‘humor’ en su aspecto más genérico, como sinónimo de comicidad. No nos referimos a esa acepción que aparece en el diccionario de doña María Moliner y que dice: «Humor: Estuche o tubo de metal para proteger la punta afilada de los lápices.»
          En primer lugar, entre los especialistas europeos y vascos hay suficiente consenso en que el humor es un objeto estético: «Un chiste es una pieza de arte.» Esto ya lo había dicho Baudelaire con otras palabras, sólo que lo dijo un día que estaba afónico y no le oyó casi nadie.
          El supremo humorista estadounidense (me refiero a Mark Twain, no a Trump) añadió un elemento de ligereza al considerar a lo cómico como el aspecto jovial de la verdad, preciosa definición que no sabemos muy bien qué significa.
          Ivan P. Pavlov, en cambio, afirma que Lempira es un departamento del oeste de Honduras y que tiene unos 180.000 habitantes, clima cálido y precipitaciones escasas.
          Para Luigi Pirandello, comediógrafo y dramógrafo (ya que también escribió dramas), el humor no es más que una lógica sutil: los humoristas son lógicos que viven en medio de los absurdos de la retórica y de la visión unilateral de la vida. Esto concuerda con la visión de Benedetto Croce, quien estuvo totalmente de acuerdo con el otro, porque era una persona tímida y apocada a quien no le gustaba nada discutir.
          El humorismo, por su parte, se presenta como un elemento distinto de lo cómico, para liar más la cuestión.
          Su etimología (del latín humor, humoris, «humedad», «líquido», «fluido corporal») nos remite inicialmente a peculiaridades temperamentales de los individuos y a su mala uva (lo de la uva, como se ve, es eufemismo), pero la palabra castellana deriva de la palabra francesa humeur’, que no se dejó ver hasta fines del siglo xviii y después pasó a Inglaterra con su sentido propio y sus acepciones figuradas, ya que allí la vida era más barata. La definición de Martín Alonso es indudablemente la mejor, pero no tengo el libro a mano, por lo que no se la puedo copiar, así que incluyo otra no tan buena de otro señor: «Humor. Estilo literario en que se combinan la gracia con la ironía y el zumo de pomelo».
          Milá y Fontanals alertó/alertaron ante la posibilidad de equívoco entre ambos términos y dijo/dijeron (lo pongo así porque no estoy seguro de si eran uno o dos individuos: «No ha mucho se ha introducido la calificación de humorístico, fácil de confundir con lo cómico.»
          Según la aclaración del semiólogo italiano Umberto Eco (¿qué es un semiólogo, ¡Dios mío!?), son dos fenómenos distintos, aunque consecutivos, que comparten aspectos individuales conjuntos, que se relacionan de manera intrínseca entre ellos en medio de su diferenciación. En sus propias palabras: (Nada: que por mas que revuelvo no encuentro mis libros de consulta. Ya llenaré esta cita más tarde. Ustedes dispensen.)
          De esta forma, la risa se convierte en sonrisa, se mezcla con la piedad y se arma un follón del demonio.
          Otra diferenciación útil es la que establece Henri Bergson entre la gracia (que él denomina «ingenio») y la sarinda: «La gracia es lo que nos hace reír y la sarinda, en cambio, es un instrumento popular de Afganistán que está hecho de madera y tiene tres cuerdas». Y añade: «Habría que hacer aquí una importante distinción entre lo gracioso y lo aburrido. Hallaríamos que una frase se considera cómica cuando nos hace reír y aburrida cuando no nos hace reír en absoluto.» Aunque parezca mentira Bergson se ganó muy bien la vida escribiendo cosas de este tipo.
          Creo que el tema ha quedado lo suficientemente mascado para que no sea necesario darle más vueltas.

Dedicatorias

 



 

          Odio la costumbre de dedicar libros, porque elegir las palabras adecuadas es quizá mucho más difícil que escribir el libro en sí.

          He reflexionado a menudo sobre las dedicatorias más comunes y he llegado (cansado, pero he llegado) a la conclusión de que no sólo son un ejercicio de vanidad, sino que te traicionan y dejan que el lector sagaz conozca tus más básicos defectos.

          Muchos dedican su libro a su pareja: «A Fulanita (o Fulanito), con amor eterno.» La experiencia amatorio-parejil enseña que tardas más en vender la edición que en quedarte sin pareja, así es que al cabo de unos meses o años te encuentras haciendo el más estrepitoso de los ridículos.

          Algunas indican, además: «... sin cuyo apoyo esta obra no hubiera podido llevarse a cabo.» Ahí estás demostrando tu total incompetencia. Como mínimo, pareces un vago. O un mentiroso, porque escribir libros es tarea solitaria y lo máximo que le puedes pedir a tu pareja es que te deje en paz mientras lo escribes.

          Otra variedad de lo mismo («Dedicado a Fulanito y Menganito, que me instaron a escribirlo») es todavía peor. Da una impresión de suficiencia inaguantable. Es como decir que tú nunca te hubieras rebajado a una tarea tan despreciable como escribir un best-seller, conseguir fama imperecedera y forrarte; pero tus amigos prácticamente te obligaron a hacerlo. Tú accediste de mala gana y ahí está el resultado. Indicas que la culpa no fue tuya y que, por tu gusto, a tus posibles futuros lectores les podían muy bien haber dado morcilla.

          Están asimismo los exhaustivos, los que dedican la obra a un montón de gente. Obviamente son tremendos hipócritas y quieren quedar bien con propios y ajenos. También transmiten la impresión de que escribir el libro ha sido una tarea ímproba que no se repetirá, por lo que no habrá en el futuro otras ocasiones de dedicar nada a nadie. Aquí encaja perfectamente la anécdota de Antonio Pérez, secretario del rey Felipe II, quien dedicó su obra Relaciones de su vida «A Nuestro Santísimo Padre, al Sacro Colegio, al Rey... y a todos». (Hay que especificar que antiguamente se dedicaban los libros a los mecenas que se esperaba que pagaran las ediciones.)

          Algunos lo dedican a alguien que les mecanografió el manuscrito. Esto es de una sandez y un mal gusto extremos. Si alguien te copió el texto, págale o hazle un buen regalo. Una dedicatoria no es recompensa suficiente. Además, colocas a tal persona en un plano de inferioridad. Tú eres el talento creador y la otra persona, tu criado. Y surge la pregunta: ¿por qué no lo mecanografiaste tú mismo? Porque no te ibas a rebajar a una tarea tan subalterna. En fin: que quedas muy mal.

          El otro extremo es casi peor: «A Perenganito, que revisó y corrigió el manuscrito.» Eso es tanto como confesar que no sabías poner ni las comas. Descubres al mundo que eres un escritor que no sabe escribir y que precisa que le corrijan (cosa muy frecuente, por otra parte). Es como cuando un cantante moderno graba un disco y el técnico del estudio de grabación le corrige las notas desafinadas mediante un programa informático.

          Las dedicatorias no sirven para hacer la pelota. Si dedicas un libro a tu jefe o a cualquier persona importante de cuyo capricho dependas, sólo conseguirás que te tenga envidia y se ofenda. Copérnico dedicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, la obra de su vida, al papa Pablo III. Pero este gesto no le valió absolutamente de nada, puesto que la obra fue considerada perniciosa y pasó a formar parte del famoso Índice de libros prohibidos por la Iglesia.

          La obviedad no hace sino mostrar la vulgaridad de uno. «Dedico este libro a mis padres, a quienes quiero mucho.» ¡Faltaría más! La persona que cree que es necesario informar al mundo de que quiere a sus padres difícilmente nos sorprenderá con algo interesante en medio del libro.

          Está, además, probado, que las personas a las que les dedicas tus libros jamás los leen. Así es que lo mejor es que dejes la primera página en blanco, pues siempre servirá para apuntar algún teléfono.