2001, una odisea del espacio

 

Hoy les cuento 2001,
una odisea del espacio,
basada en El centinela,
un prodigioso relato
de Arthur C. Clarke, ese experto
de lo cienciaficcionado.

La cosa empieza al principio
con un tinte darwiniano
y unos monos muy astutos
aprendiendo a dar un palo
al vecino con un hueso,
que se convierte muy rápido
en estación espacial
sita, ¡claro!, en el espacio
y que está llena de armas
como bien imaginamos.

¿A qué reflexión incita
este milenario salto?
Está claro: que en milenios
de evolución y gazpacho
el hombre sólo ha aprendido
a zurrar a todo pasto
y a armarse para chafar
al que esté en el otro bando.
El resto es algo superfluo
y no hace falta contarlo.

Segunda genialidad
que en esta historia encontramos:
hay en la luna una cosa
desde hace un porrón de años
y no la han hecho los hombres:
es algo interplanetario.

¿Conque resulta que el hombre
no está solo en el espacio?
¿Conque hay otra gente ahí fuera?
¿Conque son mucho más sabios?
Así, el antropocentrismo
queda al momento hecho cachos.
Nuestra ciencia está en pañales.
Y aún hay otro corolario:
que todas las religiones,
las fes y los credos varios
que dicen que el hombre es
el centro de lo creado
hacen, de una vez por todas,
un ridículo sonado.

En el siguiente capítulo
una nave va a algún lado
y sus vagos tripulantes
pasan los años roncando.
Hete aquí que se despiertan
por un método automático
y al computador de a bordo
(que siempre les ha hecho caso)
se le ocurre amotinarse
por ver a qué sabe el mando.
Y como es mucho más listo
que todos los astronautos,
hace un rato lo que quiere
hasta que es desenchufado.

¿Qué nos enseña a nosotros
en esencia este pedazo
de cuento? Que todos quieren
ser los amos del cotarro
y que, por más que pensemos
que estamos civilizados,
hombre, máquina o tomate,
—seamos lo que seamos—
todos queremos mandar;
y el medio en que lo logramos
es usar contra el vecino
todos nuestros megavatios.
Por la fuerza nos ungimos,
por la fuerza destronamos;
si el que manda no nos gusta
le hacemos trizas el cráneo.
Así era en la prehistoria
y mucho no hemos cambiado.

Ya llegamos al final,
que es un trozo complicado
de argumento psicodélico
al estilo de Andy Warhol.
La nave se acerca a Júpiter
y allí pasa algo muy raro.
El astronauta ve cosas
que le dejan mareado:
ve a un niño estelar; también
se ve a sí mismo, de anciano;
ve un salón casi sin muebles,
todo pintado de blanco.
En fin, ¿para qué cansar?,
parece que se ha tomado
algo de ácido lisérgico
y que el hombre está flipando.

¿Y cómo se explica esto?
(Ahí es donde me han pillado,
porque es que ni yo lo entiendo.
Mas como hay que decir algo
me inventaré un simbolismo
para así salir del paso.)

Pues el sentido, señores,
yo diría que está muy claro:
y es que hay cosas en el mundo
que, por más que las pensamos,
no podemos entenderlas;
es el misterio primario,
el enigma primigenio,
lo oculto, el ignoto arcano
de la esencia de este cosmos,
lo inefable, el negro manto
que cubre los mil niveles
de realidad de los actos
del universo, es el tiempo
que trasciende nuestros años,
el efluvio de lo etéreo,
el sentido de lo vago,
el numen de lo invisible,
el Ka y la sota de bastos.

La naranja mecánica

 

Esta es la historia de Alex

y su pandilla de drugos,

que son una tribu urbana

de chicos bastante brutos

con un look un tanto «retro»

y olor bastante perruno

que campan por sus respetos

en un mundo del futuro,

que luego resulta Londres

(un Londres la mar de sucio

que, aunque es de ciencia-ficción,

no es como en el 2001

—la película anterior

del cineasta stanleykúbrico—

en que todo era tan blanco

y limpio que daba gusto.)

 

La cosa empieza en que están

sentados en un tugurio

bebiendo leche con mercro-

mina, para darse impulso.

(Yo he probado ese mejunje,

pero a mí me supo a engrudo

y ni me puso contento

ni sentí estar hecho un mulo.)

Salen a buscar mendigos;

pronto se encuentran con uno

y le dan una somanta

que se escucha desde Suffolk.

Luego entablan un combate

con otra banda de furcios;

se meten en una casa

vestidos de narigudos

para estar un rato haciendo

el cafre y el energúmeno,

porque es un hecho palmario

que no han leído a Confucio.

(Este trozo me lo salto,

porque es un trozo muy crudo

con violencia, violaciones,

sangre, guarradas, insultos

y esas cosas censuradas

que a los niños gustan mucho

pero que no está bonito

poner en un sitio público.)

 

Como son malos, malísimos

el Alex y sus mendrugos

al final los trincan, pues

en ficción algo es seguro:

el criminal nunca gana.

Aunque de todos el único

acusado es Alex, quien

pasa un tiempo de recluso.

 

Pero luego los científicos

tienen un proyecto estúpido

que impide, mediante química,

cualquier clase de exabrupto.

El sistema es ingenioso:

le hacen ver mil filmes pútridos

para hacer que le den náuseas

los golpes y los desnudos,

con lo que el Alex se queda

con el ánimo pachucho.

 

Le sueltan, vuelve a su casa

y queda patidifuso

al notar que su familia

le trata como a un felpudo.

Sale a la calle, se encuentra

en un puente con un grupo

de mendigos que le endiñan

cien trompazos por minuto.

Luego le cogen dos «polis»,

que eran dos amigos suyos

de su banda que, enfadados,

casi le parten el húmero.

 

Pide ayuda en una casa

que, por azar, es de uno

al que sacudió en su día.

Y el dueño, bastante cuco,

finge que no le conoce,

disimulando su júbilo.

Le da un plato de spaguettis

con un copazo de orujo

(lo justo para inducirle

a un sueño o sopor profundo)

y Alex queda al mismo tiempo

adormecido y recluso.

El tipo quiere venganza,

dejarle muerto y difunto.

Decide acabar con él

por procedimiento músico

haciendo que oiga a Beethoven

hasta que Alex queda mustio

y salta por un balcón

que está más alto que Cuzco,

dándose un trastazo inmenso

e ingresando en un quirúrgico.

 

Al cabo de algo de tiempo

(fue en septiembre y ahora es julio)

Alex consigue dejar

de comer por un embudo

y comienza a mejorar

y a quitarse algunos puntos.

Un ministro oportunista,

parecido a Victor Hugo,

se hace una foto abrazado

a Alex, cual si fuera un pulpo,

y le promete un empleo

como vendedor de churros,

pues Alex no sabe hacer

ni la ‘o’ con un canuto.

 

El final de la novela

—ya lo maliciaba alguno—

describe a Alex contemplando

de una enfermera los glúteos

porque el efecto del fármaco

dura, sí, pero no mucho.


 

Dudas teológicas


Como resulta que el tiempo

es algo muy relativo

—cosa que dirá un tal Einstein

dentro de un montón de siglos—

voy a contarles un cuento

que tiene un copyright indio,

ilustra muy bien la cosa

y resulta entretenido.

 

Protagoniza la historia

un asceta muy antiguo,

chupado, depauperado,

costilloso y no muy limpio

que habita en medio de un bosque

en trance meditativo,

vive sólo de raíces

y sin nada en los bolsillos.

 

Ha aprendido en algún lado

—en algún libro o un vídeo—

que el mundo es todo ilusión

y que los que se han creído

que lo que hay en derredor

es verdad están equivo-

cados de un modo rotundo

y son un tanto cretinos,

pues la teoría de maya

nos recuerda con ahínco

que los objetos son sombras,

que lo duro está blandito,

que los hombres son ficciones

y el cosmos, un cuento chino.

 

Como fuere. Aquel asceta

se pasa unos cuantos siglos

en la postura del loto

(ya imaginan cuál les digo:

ésa que pronto te deja

los riñones hechos cisco),

meditando en lo inefable

y rezando a lo divino.

 

Aburrido de escuchar

aquellos rezos continuos

que incesantemente hace

aquel santón tan cansino,

allí va y se le aparece

el mismísimo dios Vishnu.

«Me muestro ante ti. ¿Qué quieres»,

le dice con su tonillo.

«Pide lo que te apetezca,

que lo tienes concedido.»

El asceta, anonadado,

dice: «Si estás complacido,

Señor, con mis penitencias,

explícame bien clarito

qué es el asunto de maya,

porque yo es que non capisco

«Bien», dice Vishnu; y prosigue:

«Te lo dejaré clarito;

pero antes de que lo explique

hazme un favor: vete al río

que hay aquí cerca y me llenas

ese cántaro de hidro,

porque tengo mucha sed

y quiero echar un traguito.»

 

El asceta se encamina

allí, resbala en el limo

de las piedras de la orilla

y se queda sumergido

en aguas que se dirigen

raudas al Océano Índico.

El pobre pide socorro

pero nadie oye sus gritos

y aquellos que sí le escuchan

no le hacen caso maldito.

Tras caer por diez cascadas,

al fin, sale despedido

y en una aldea mugrienta

le hacen volver en sí mismo.

 

Como ha cogido malaria,

el dengue y el paludismo

tarda en sanar treinta meses,

que se pasa recluido

en la casa del alcalde,

atendido por la ninfo-

maníaca de su hija

(hija del alcalde, digo).

Y tan pronto se repone,

se pone con mucho ahínco

a satisfacer con ella

sus deseos reprimidos.

Resumiendo: que hay bodorrio

y van y tienen seis hijos.

El alcalde les regala

terrenos, un bancalito

de arroz, para que no falte

la paella los domingos.

 

Han pasado veinte años.

El asceta ha envejecido.

Le han hecho alcalde del pueblo

(que el anterior ya ha morido).

Prospera, nada le falta,

vive muy bien, ¡el jodío!

Pero hete aquí que un buen día

se pone a llover a ríos,

a mares, hasta a piscinas:

todo se llena de líquido.

La inundación es tremenda.

Llega el agua y, de un metido,

va y se lleva por delante

a todo el pueblo enterito.

Se ahogan todos menos él

(aunque ha tragado cien litros).

El ex-asceta se encuentra

en sitio desconocido.

 

Entonces oye la voz

del dios Vishnu en sus oídos

(pues oírla en sus sobacos

sería bastante rarito)

que le dice unas palabras

que lo dejan aturdido:

«Me estoy muriendo de sed.

¿Dónde te habías metido?

¡Has tardado un cuarto de hora

en ir a por agua al río!

Si la tienes, dámela;

si no la tienes, olvídalo,

que yo me voy, que hace rato

me esperan en otro sitio.»

 

 

El estilo de Nerón

 

         No hay forma de saber lo que componía Nerón. Dicen que sus poesías eran muy malas, pero a lo mejor no lo eran. Recuérdese que su historia la escribieron sus enemigos. Habría que concederle el beneficio de la duda o la presunción de inocencia, ese concepto tan útil que mantiene fuera de la cárcel a tantos y tantos que tanto y tanto merecen estar dentro.

          En un dificultoso ejercicio de «posibilismo poético» recreamos lo que Nerón pudo muy bien escribir. Usamos la estrofa sáfico-adónica, que es lo bastante rara como para que no dé pistas de cuándo fue escrita. El tema es, ¡cómo no!, el incendio de Roma visto desde un tejado.

 

Arde la Roma. ¡Oh, Júpiter, qué bello!

Resplandor rojo alumbra mi tejado.

Fuegos calientes cercan a las turbas.

¡Mira qué cosa!

 

Cauterizantes llueven los cascotes

Que han de inspirar al rey de los poetas.

A mi mandato tuéstase el Imperio.

Lento combuste.

 

Sólo yo supe averiguar el sitio

de donde el arte brota, aunque quemado.

Seré nombrado en todas las edades

artium magister.

 

Si, destemplada, mi divina lira

soltaba acordes no del todo buenos,

hoy el calor la afina y pone a punto

porque yo trove.

 

Siempre quejoso, el necio populacho

protesta de que nunca le doy nada.

Hoy les he dado un rasgo de mi ingenio

caniculoso.

 

Usando el pirriquio

pretendo ahora hacer

el canto de Roma,

que está hecha puré

tras de que un mandato

que dio mi poder

la ciudad bañara

toda en querosén.

 

Incendio romano

¡dichoso quien ve

tus bellos fulgores

de color jerez!

 

Media Roma arde

este atardecer

como si estuviera

hecha en cartoné.

 

Las turbas escapan

en torpe tropel;

huyen los soldados,

huye el mercader.

 

Arden los tejados,

arde hasta el parquet

y todo se abrasa

en magna sartén.

 

El anfiteatro

comienza a caer

y hace de las gentes

humano paté.

 

¡Qué bello! ¡Qué lindo!

¡Qué inmenso quinqué!

Todo se chamusca

en un santiamén.

 

Lo que más me agrada

de todo esto es que

de los senadores

arde el comité.

 

No ha quedado nadie

y así no tendré

que hacer ante ellos

ningún paripé.

 

 

(Y eso que Petronio, el arbiter elegantiorum al que Nerón hacía mucho caso en temas de prendas interiores, le había recomendado en una carta: «Salud, Augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara.» Pero la carta la leería algún secretario oficioso e iría a parar al cesto de los papeles, como pasa con la mayoría de las cartas oficiales.)