HUMORADAS
de
Enrique Gallud Jardiel
de
Enrique Gallud Jardiel
LA LITERATURA PARA EL PLACER. EL ATAQUE A LOS MAJADEROS. LA SÁTIRA DEL MUNDO.
Marco Antonio y Cleopatra
Valle-Inclán
Don Ramón María del Valle-Inclán y otras hierbas siempre pensó —con razón— que sin una personalidad atrayente no tenía nada que hacer en el mundo de las letras.
Como físicamente no valía un pimiento y no era alto ni guapo ni nada, sino muy poquita cosa, decidió destacar por algún rasgo de su carácter. Lo de ser simpático lo tenía difícil, así es que optó por el extremo opuesto, en el que consiguió un pleno éxito como individuo odioso y repelente. No hay nada como encontrar la propia vocación.
Un rasgo destacable de Valle es que fue un mentiroso irredento. De los detalles que sabemos de él, pocos son ciertos. Para empezar no se llamaba Ramón María, sino Ramon José, lo que era más usual y también más vulgar. Contaba que había que había nacido mientras su madre cruzaba la ría de Arousa, pero este testimonio era más falso que un sello de correos del siglo iv. Nació en un pueblo, Vilanova de Arousa, en una cama normal y corriente con un colchón de esos que había en los pueblos a los que se les iba el relleno por los lados y te quedabas durmiendo en duro, con solo una tela separándote de las tablas de la cama. Y en la parte delantera de su casa no había un escudo con un lema, como él se inventó más tarde, sino unos clavos de los que colgaban ristras de ajos, lo que parece mucho más verosímil.
El episodio en el que perdió su brazo también está plagado de inexactitudes. Según la versión «oficial», discutió con su amigo Manuel Bueno por algo inane y en el transcurso de dicha controversia y sin que mediara provocación por su parte, recibió un bastonazo en el brazo. La herida se gangrenó y hubo que recurrir a la amputación. Valle afrontó la operación con valor, llegando a fumarse un puro en medio de la misma, y no se mostró rencoroso sino que siguió tratando a su amigo.
La cosa fue algo diferente. Valle insultó a Bueno e intento rajarle con el cuello de una botella rota. Aulló de dolor durante la operación, como es lógico y humano, y puso a Bueno a caer de un burro, como es lógico y humano también. Sólo que él quería vivir por encima de la lógica y ser considerado sobrehumano.
Presumió también de ser de haber sido «un avezado soldado en tierras de Nueva España», pero solamente nos consta que hubiera dado dos tiros en toda su vida. Uno de ellos se lo pegó a sí mismo en un pie, por no saber cómo llevar la pistola de forma segura, durante una expedición a caballo a las minas de Almadén, tras un movimiento brusco debido a su poca pericia en la equitación. El otro tiro fue pura fanfarronada egocéntrica. En una tertulia, como no hallaba momento de meter baza, sacó un revólver y disparó bajo la mesa. Cuando todos se callaron, sorprendidos, aprovechó para contar sus batallitas.
Deseoso de lograr forma como fuere, recurrió a la política. Cuando el dictador Primo de Rivera prohibió los símbolos carlistas, Valle-Inclán, para conseguir titulares, alquiló un uniforme carlista en una sastrería de teatro y se paseó por la Puerta del Sol con una inmensa bandera, provocando a los guardias para que le detuviesen. Consiguió su objetivo de ir a la cárcel por dos o tres días, lo suficiente para salir en los periódicos. En la celda gritó desaforadamente que él era el mismísimo Alfonso XIII. (Pese a la errónea aura de progresista de que hoy goza, Valle-Inclán fue un carlista de corazón toda su vida, algo que muchos ignoran.)
En cierta ocasión, ya manco, entró en un famoso restaurante de Madrid —cuyo nombre omitimos por respeto— y pidió un filete. Obviamente, no podía cortarlo y culpó por ello al camarero del establecimiento. «¡Los filetes deberían servirse ya cortado en pedacitos!, exclamó. «¡Es una vergüenza que los clientes tengan que hacer todo el trabajo!». Y exigió que le cortaran su filete. Parece ser que el dueño del establecimiento se encaró con él y dijo algo así: «Le facilitaré que se coma su filete cuando usted me facilite que comprenda sus versos. Su poesía modernista es tan enrevesada que no se entiende y yo preciso también de un desglosador que me la descifre». Dicho lo cual, echó a Valle del restaurante. Éste luego contó que comiendo allí se había encontrado una perla dentro de una ostra y que nunca regresó para que no le pidiesen que la devolviera.
Odiaba cordialmente a José de Echegaray, a quien envidiaba por haber ganado el premio Nobel de Literatura en 1904. Dieron a una calle de Madrid el nombre del dramaturgo y en ella vivía un amigo de Valle-Inclán. Cuando éste le mandaba una carta, en lugar de poner en el sobre el nombre de la calle, escribía «calle del viejo imbécil». A los empleados de correos les gustaba mucho que se insultase al pobre Echegaray y le hacían llegar las cartas sin más problemas. Valle contaba con lo mucho que nos gusta a los españoles denigrar a los otros españoles.
Su animadversión hacia Echegaray (que nunca le ofendió ni contestó a sus ataques) fue siempre en aumento. El dramaturgo estrenaba siempre que quería y a Valle esto le sentaba como si le propinasen una patada en la boca del estómago. Asistía a todos los estrenos para luego ponerle verde y muchas veces se puso en pie en medio de la representación para discutir y decir a voz en grito que la comedia era un asco. Firmó también de mil amores una petición para que le retiraran el Premio Nobel, porque «no lo merecía en absoluto». Estas cosas solo pasan en España, promovidas por gentes como Valle.
Hizo correr el bulo de que Echegaray era un marido engañado. Durante una conferencia dijo que don José estaba obsesionado con el tema de la infidelidad matrimonial y por eso lo tocaba en casi todos sus dramas, que eran «autobiográficos». Un joven le interrumpió y le afeó que hablara así. Cuando Valle le pregunto quién era, el otro le dijo que era el hijo de Echegaray, a lo que el gallego le respondió con una pregunta: «¿Está usted seguro?». Todos los espectadores le rieron la gracia a Valle, que consideró que había logrado un éxito popular llamando cornudo en público a alguien que nunca le había hecho nada y que no estaba allí para defenderse.
No fue Echegaray la única persona a la que ofendió. Su amigo de siempre y acérrimo defensor Jacinto Benavente —otro dramaturgo de gran éxito, mientras que Valle no conseguí obtenerlo— dejó de hablarle por motivos que no se han sabido sabido nunca y que, por ello, no los podemos contar. (Podríamos inventarnos algo, como hemos dicho que ya hemos hecho antes, pero no sería lo mismo.)
El dramaturgo Joaquín Montaner había estado en el comité organizador de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, a la que no se había invitado a Valle (aunque Montaner había votado a su favor.). Pero Valle no perdonó que le hubieran dejado fuera de aquel cotarro mientras que otros escritores sí tenían su lugar y fue al estreno de la obra El hijo del diablo, de Montaner, con el firme propósito de reventarla. Se puso en pie varias veces durante la representación de la obra hasta que le hicieron callar. La protagonista, la gran Margarita Xirgu, a causa de este continuo hostigamiento, acabó llorando y con un ataque de nervios, casi incapacitada para finalizar la función. Éste era el respeto de Valle por el arte teatral.
Mariano Azaña propuso su nombre para la presidencia del Ateneo de Madrid, pero resultó que a Valle le habían expulsado años antes porque se había negado a pagar ninguna cuota, alegando que su sola pertenencia a esa docta institución era bastante regalo para ella y que él no debería pagar por ser ateneísta, sino que le tenían que pagarle a él.
Se opuso radicalmente a la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Insistió en que los jóvenes españoles debían ir a la guerra lado de los aliados y que cuando vencieran, España debería recibir como premio algunas colonias en el Mediterráneo oriental.
Viéndose cercano a la muerte, escribió un poema titulado Testamento en el que se metía por anticipado con los periodistas que fueran a cubrir la noticia, envidiando sus emolumentos:
Te dejo mi cadáver, reportero.
El día que me lleven a enterrar
fumarás a mi costa un buen verguero,
te darás en «La Rumba» un buen yantar. […]
Para ti mi cadáver, reportero;
mis anécdotas todas para ti.
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.
Estos versos nos parecen el colmo de la envidia y de la mezquindad. Si tras su muerte nadie hubiese escrito nada sobre él, su cadáver habría dado un vuelco en la tumba. Y si los periodistas hacían su necrológica, ¿qué pretendía Valle? ¿Qué no cobraran por su trabajo? ¿Que por ser vos quien sois se la hicieran gratis?
Voy a dar voces
No es no es que les vaya a chillar, sino que propongo palabras para que amplíen ustedes su vocabulario.
Son voces relacionadas con los libros, porque algunas son en extremo curiosas y desconocidas, y ya es hora de que se utilicen de manera más generalizada. (También daré algunas apócrifas, de mi propia cosecha.)
Entre las clásicas están:
Bibliátrica, que es el arte de arte de restaurar los libros que se han roto por falta de cuidado o por haberlos usado para calzar la mesa de la cocina;
Bibliopege, que define al encuadernador de libros, aunque es poco probable que los encuadernadores sepan cómo se llaman;
Bibliognosta, el conocedor de libros; éste sí que lo sabrá, seguramente;
Bibliósofo, «aquél que ama los libros». Esta palabra define al secretario o tenedor de libros vulgar y corriente;
Bibliótata, bonita palabra que nos habla de una persona indiferente a los libros que posee: la mayoría. En realidad se trata de bibliofobia encubierta;
Bibliótafo es aquel que no presta sus libros. Y hace muy bien, porque para devolver libros prestados hay que tener un gen especial, del que parece carecer la especie;
Bibliópola, el librero de toda la vida, pero en culto;
Bibliopea es el arte de hacer un libro, aunque no queda claro si el término se refiere a redactarlo o a imprimirlo, pero lo dejamos así;
Bibliopepsia define a la propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento.
Y ahora vienen los términos que yo propongo. Se dividen en dos clases; 1) nuevas acepciones para palabras ya existentes, y 2) neologismos puros y duros salidos del caletre de un servidor.
Nuevas acepciones:
Bibliografía: Un libro sobre el que se ha pintado garabatos. Suele pasar mucho con los libros de texto de los niños.
Biblioteconomía: Arte de no gastarse ni un duro en libros, leyéndolos en las bibliotecas públicas, que son gratuitas.
Bibliomancia: Arte de adivinar qué libro ganará el próximo premio Planeta, para poder hacer apuestas y sacarse un pico.
Bibliolito: Un libro pétreo, como un ladrillo, que no hay dios que lo lea.
Y los nuevos términos:
Bibliocefalia: Dolor de cabeza producido por la lectura de libros.
Bibliódromo: Lugar donde se efectúan carreras en las que los corredores van cargados con libros.
Biblioginia: Novelas para feministas.
Biblioplegia: Golpe asestado con un libro.
Bibliorragia: Característica del mundo actual, donde brotan libros por todas partes.
Biblitis: Acción de hincharse un libro, por ejemplo, a causa de la humedad.
Biblioma: Libro pernicioso, considerado como un cáncer cultural.
Bibliopiteco: Un mono salido de un libro; por ejemplo, la mona Chita, que aparece en las novelas de Tarzán.
Biblionauta: El que viaja encima de un libro. (¿Por qué no? Cosas más difíciles se han visto.)
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Dedicatorias
Odio la costumbre de dedicar libros, porque elegir las palabras adecuadas es quizá mucho más difícil que escribir el libro en sí.
He reflexionado a menudo sobre las dedicatorias más comunes y he llegado (cansado, pero he llegado) a la conclusión de que no sólo son un ejercicio de vanidad, sino que te traicionan y dejan que el lector sagaz conozca tus más básicos defectos.
Muchos dedican su libro a su pareja: «A Fulanita (o Fulanito), con amor eterno.» La experiencia amatorio-parejil enseña que tardas más en vender la edición que en quedarte sin pareja, así es que al cabo de unos meses o años te encuentras haciendo el más estrepitoso de los ridículos.
Algunas indican, además: «... sin cuyo apoyo esta obra no hubiera podido llevarse a cabo.» Ahí estás demostrando tu total incompetencia. Como mínimo, pareces un vago. O un mentiroso, porque escribir libros es tarea solitaria y lo máximo que le puedes pedir a tu pareja es que te deje en paz mientras lo escribes.
Otra variedad de lo mismo («Dedicado a Fulanito y Menganito, que me instaron a escribirlo») es todavía peor. Da una impresión de suficiencia inaguantable. Es como decir que tú nunca te hubieras rebajado a una tarea tan despreciable como escribir un best-seller, conseguir fama imperecedera y forrarte; pero tus amigos prácticamente te obligaron a hacerlo. Tú accediste de mala gana y ahí está el resultado. Indicas que la culpa no fue tuya y que, por tu gusto, a tus posibles futuros lectores les podían muy bien haber dado morcilla.
Están asimismo los exhaustivos, los que dedican la obra a un montón de gente. Obviamente son tremendos hipócritas y quieren quedar bien con propios y ajenos. También transmiten la impresión de que escribir el libro ha sido una tarea ímproba que no se repetirá, por lo que no habrá en el futuro otras ocasiones de dedicar nada a nadie. Aquí encaja perfectamente la anécdota de Antonio Pérez, secretario del rey Felipe II, quien dedicó su obra Relaciones de su vida «A Nuestro Santísimo Padre, al Sacro Colegio, al Rey... y a todos». (Hay que especificar que antiguamente se dedicaban los libros a los mecenas que se esperaba que pagaran las ediciones.)
Algunos lo dedican a alguien que les mecanografió el manuscrito. Esto es de una sandez y un mal gusto extremos. Si alguien te copió el texto, págale o hazle un buen regalo. Una dedicatoria no es recompensa suficiente. Además, colocas a tal persona en un plano de inferioridad. Tú eres el talento creador y la otra persona, tu criado. Y surge la pregunta: ¿por qué no lo mecanografiaste tú mismo? Porque no te ibas a rebajar a una tarea tan subalterna. En fin: que quedas muy mal.
El otro extremo es casi peor: «A Perenganito, que revisó y corrigió el manuscrito.» Eso es tanto como confesar que no sabías poner ni las comas. Descubres al mundo que eres un escritor que no sabe escribir y que precisa que le corrijan (cosa muy frecuente, por otra parte). Es como cuando un cantante moderno graba un disco y el técnico del estudio de grabación le corrige las notas desafinadas mediante un programa informático.
Las dedicatorias no sirven para hacer la pelota. Si dedicas un libro a tu jefe o a cualquier persona importante de cuyo capricho dependas, sólo conseguirás que te tenga envidia y se ofenda. Copérnico dedicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, la obra de su vida, al papa Pablo III. Pero este gesto no le valió absolutamente de nada, puesto que la obra fue considerada perniciosa y pasó a formar parte del famoso Índice de libros prohibidos por la Iglesia.
La obviedad no hace sino mostrar la vulgaridad de uno. «Dedico este libro a mis padres, a quienes quiero mucho.» ¡Faltaría más! La persona que cree que es necesario informar al mundo de que quiere a sus padres difícilmente nos sorprenderá con algo interesante en medio del libro.
Está, además, probado, que las personas a las que les dedicas tus libros jamás los leen. Así es que lo mejor es que dejes la primera página en blanco, pues siempre servirá para apuntar algún teléfono.