Personajes literarios sin pizca de vergüenza

MI ÚLTIMO LIBRO (Nº 329)
 

 
Esos entes de ficción supuestamente atractivos, que nos han sido presentados como héroes –como Ulises, Sherlock Holmes, Robin Hood, Scherezade, don Juan Tenorio, el doctor Zhivago, James Bond, don Quijote, Harry Potter, Nora, Hamlet, don Mendo, Escarlata O’Hara, Godot, Sigfrido y otros más que asoman la cabeza en estas páginas– se comportan todos humanamente, lo que equivale a decir que muy mal. ¿Qué encontramos principalmente en las novelas y comedias que se han convertido en clásicos? Pues nada de heroicidades, sino todo lo contrario: un completo muestrario de asesinatos, chantajes, estupros, engaños, vilezas y canalladas variadas, que es lo que al público le gusta leer, porque, por su naturaleza, el hombre es un bicho muy malo al que no mata ni piedra ni palo y la sociedad le hace todavía peor. Muchas veces la literatura es como el estercolero de la moral. Muy bonita y tal, sí, pero completamente infame en sus enseñanzas. Los personajes a los que toma el pelo este simpatiquísimo y divertido libro son gentuza de la peor, no tienen ni la más mínima vergüenza, como el título de la obra claramente indica. Pero por eso mismo son apasionantes, porque, señores, hay que reconocer que la gente buena es tremendamente aburrida y ellos no. Sus vidas de ficción nos ayudan a pasárnoslo estupendamente bien contemplando sus sufrimientos o, como en el caso de este libro, riéndonos alegremente de sus viles peripecias. Una divertidísima visión paródica de los más famosos protagonistas de la literatura vistos como lo que son: canallas y desvergonzados y no los héroes que nos han intentado vender.

Buddha y el perro comilón

 


 

          En una de sus vidas anteriores, Siddharta Gautama, llamado «el Buddha», caminó durante varias semanas predicando su doctrina y tuvo que detenerse en un reino, porque se le rompieron las sandalias en un fin de semana y no podía seguir adelante hasta el lunes, que abrieran las tiendas.

Pronto supo algo curioso: los habitantes de aquel reino —su nombre sonaba algo así como Keshbhanya o algo parecido, una palabreja sánscrita de esas tan difíciles de pronunciar— estaban todos de acuerdo en una cosa: en que su monarca era un ser odioso y repugnante.

          El reyezuelo aquel era, en verdad, un individuo de mucho cuidado. Manejaba el poder con la soltura que los limpiaventanas manejan la escobilla y prodigaba castigos como quien reparte folletos publicitarios en una esquina. Se había ganado a pulso el odio de sus súbditos, súbditas y súbdites y, como era joven aún y disfrutaba de buena salud, la cosa no pintaba bien para el reino.

          Cuando el malvado soberano —su nombre no ha trascendido, pero le llamaremos Federico como hipótesis de trabajo— supo que Buddha estaba en su reino, le hizo llamar a su palacio, no a gritos —lo que hubiera sido una falta de etiqueta—, sino enviando un mensajero al árbol bajo el cual el santo dormía su kármica siesta.

          —Pasa y tómate algo —le dijo campechanamente el rey Federico al filósofo cuando le vio entrar en su antecámara.

          (Cuando los reyes quieren ocultar sus defectos y caerles simpáticos a la gente, emplean este recurso de la campechanía para mejor engañarnos. Esta práctica viene de antiguo, como puede aprenderse en esta leyenda.)

          —¿Para qué, ¡oh, soberano!, me has llamado? —fue la respuesta del recién llegado.

(Sin haberlo querido ni intentado, nos ha salido un verso pareado.)

Y sin esperar a que le contestase el otro, Buddha continuó, porque era una de esas personas a las que les gusta oír su propia voz.

—¿Has sabido de mi presencia en tu ciudad y has querido aprovechar mi sabiduría para gobernar mejor? ¿Quieres enmendarte y limpiar tu alma de esos pecados feísimos que me han dicho que cometes todos los lunes, miércoles y viernes? ¿Quieres que te diga cómo abandonar tu vida de maldad y hacer que tus vasallos te tengan cariño, aunque solo sea un poquito?

—En absoluto —fue la respuesta de Federico—. ¿Por qué habría de hacerlo?

(Ahora que meditamos sobre ello, Federico es un nombre que no suena nada indio. Habría sido mejor que el rey anónimo se llamara Vijay, Kumar, Abhijit o cosa parecida, pero nos tememos que ahora ya es tarde para cambiárselo sin que el lector se líe, por lo que lo dejamos como está.)

—¿Que por qué habrías de hacerlo? —repitió Buddha, indignado y sin salir de su asombro—. ¡Pues porque es sabido que cuando un rey malo se encuentra con un santo, tiene que volverse bueno de un día para otro! Es lo que pasa en todos los casos documentados. ¿Es que no lees libros?

—Realmente, leer no es lo mío —confesó el rey—. Para entretenerme prefiero los espectáculos de bailarinas semidesnudas y los partidos de críquet, esos que duran varios días.

Buddha contestó con una interjección lo bastante malsonante como para que los discípulos que recogieron esta historia y transcribieron las sagradas palabras de su maestro decidieran omitirla, en pro de su buena imagen.

—Verás: lo que yo quiero de ti y de tu influjo sobre las masas ignorantes es que des unos cuantos sermones al pueblo, animándole, haciendo que se fije en todo lo bueno y bonito que tiene a su alcance: las puestas de sol y esas cosas cursis y gratuitas, y se olvide de cómo gobierno yo. Lo podrías llamar el «Sermón de la Alegría». Su leitmotiv podría ser «Keshbhanya va bien». Y luego lo podrías publicar aparte e incluirlo en tus Obras completas. Seguro que tus santos y sabios preceptos harán el milagro de tener contenta y callada, sobre todo callada, a mi levantisca población.

Buddha calló durante un rato, no sabemos si porque meditaba o porque estaba intentando decir una frase sentenciosa que tenía en la punta de la lengua pero no la acababa de recordar. Al cabo de un tiempo anunció:

—Voy a contarte una historia.

—¡Hombre, no! —protestó Federico— No te he llamado para perder el tiempo.

Pero, viendo al otro decidido, tuvo que resignarse, por lo que se sentó en su trono y mandó que le trajeran un refresco, porque aquel día era verdaderamente un día indio (un día muy caluroso, como son todos los días por aquellos parajes).

El «Buddha» comenzó su perorata:

—Hubo una vez un rey tan opresor para su pueblo, tan sinvergüenza, que el propio Indra, padre de los dioses, decidió dejarse caer por la tierra para darle una lección.

El narrador hizo una pausa en su relato.

—¡Continúa, continúa! —le animó el rey, que se había tumbado boca abajo y a quien uno de sus sirvientes le había empezado a dar un masaje en el cuello, algo que gustaba mucho al monarca—. ¡Tu sigue, que yo te escucho igualmente!

—Indra se presentó en su palacio con apariencia de cazador y acompañado de un gran perro, que empezó a hacer «¡guau guau!» lastimosamente en mi bemol menor y con gran potencia, hiriendo los oídos de todos los allí presentes. El rey preguntó la razón de aquel ladrerío e Indra le dijo que el can se quejaba de pura hambre.

»Mandó entonces el monarca que le trajeran de comer al can. Sus sirvientes lo hicieron, el perro comió y, cuando se hubo acabado todo, ladró de nuevo.

»—Tiene hambre aún —dictaminó Indra.

»—¡Traedle más comida, córcholis! —ordenó el rey.

»Se la trajeron a espuertas, pero el can la devoró igualmente y continuó con su ensordecedor concierto.

»¡Traed más! —gritó el soberano.

»—Majestad: ya se ha tragado todo lo que había en las despensas reales. Solo quedan las viandas preparadas para el festín real de mañana en las bodas de vuestra hija, la princesa!

»—¡Pues que no se case! —bramó el ya desgañitado monarca—, pero haced algo para que ese maldito perro se calle!

»Los ladridos seguían siendo horripilantes.

»Cuando el pantagruélico can hubo acabado con los manjares del festín, se tuvieron que confiscar los alimentos de toda la población de la ciudad y de las granjas adyacentes, pero el perro seguía y seguía, masticando y ladrando, masticando y ladrando, como si tal cosa.

»Gimoteante y desconsolado, el rey le preguntó a Indra:

»—Ya no tengo nada más en mi reino. ¿Qué quiere comerse ahora?

»—Esos cojines de vuestro trono parecen suculentos —fue la respuesta de Indra.

»El terrible can se comió los cojines, y el trono, y los muebles del salón real, y los cuadros, y hasta un jarrón de la dinastía Ming que el rey se había regalado a sí mismo como un capricho en su último cumpleaños.

»Cuando del palacio ya solo quedaban las paredes peladas, pues el can había devorado deleitosamente el papel pintado (de florecitas), el rey, tapándose los oídos con las manos, se arrastró a los pies del dios como una piltrafa humana y le dijo:

»Ya no me queda nada más. ¿Qué quiere comerse ahora?

»—Quiere comerse a tus enemigos —respondió el fingido cazador—: solo así se saciará y callará.

»—Yo no tengo enemigos —presumió el rey—.

»—¿Cómo es posible eso?

»—Es que ya los he matado a todos —se lamentó el monarca—. Si no lo hubiera hecho, ahora podría dárselos a mascar a vuestro perro.

»Te equivocas: tú mismo eres también tu propio enemigo.

»—¿Yoooo? —dijo el rey, abriendo los ojos como platos.

»—En efecto, pues te has comportado de forma que has atraído las iras de tu propio pueblo. Ejerces la injusticia, oprimes a los débiles y maltratas a los pobres. ¿Ya me dirás si eso no es ser un canalla?

»El rey aquel meditó sobre lo que estaba sucediendo y sintió remordimientos por primera vez en su vida.

»—Tienes toda de la razón, ¡oh, cazador!

»—No soy un cazador: soy el dios Indra —saltó el otro, revelando su verdadera personalidad y quitándose aquellos ropajes que, dicho sea de paso, le resultaban muy incómodos, pues estaban hechos de una tela basta, que raspaba—. Y el can que me acompaña es igualmente divino.

»—Ya me parecía a mí que en lo del perro había gato...

»¿Cómo? —interrumpió el santo.

«— ... encerrado —continuó el rey, murmurando entre dientes. Y luego, en voz alta, añadió—: He obrado mal y te pido perdón. En adelante seré un buen gobernante, lo prometo.

»Al escuchar estas palabras, los ladridos cesaron.

»—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

»El suspiro de alivio que exhaló el monarca fue tan fuerte que resquebrajó una columna.

»—Y así acabaron felizmente las injusticias de aquel reino, gracias al perro de Indra —sentenció Buddha en un tono de voz que se veía que estaba muy orgulloso de cómo había contado la historia, que le había salido muy bien.»

Hubo a continuación un silencio largo, durante el cual el rey Federico no dijo absolutamente nada (si lo hubiera hecho, no habría sido silencio entonces).

—Has escuchado mi historia —sentenció Buddha— o, al menos un cacho de ella. Has sabido lo que les sucede a los reyes que cometen injusticias. ¿Piensas hacer algo al respecto?

—Pues aparte de sentirme un poquito culpable, no: no pienso hacer nada —fue la respuesta del otro.

—¡¿No?! —bramó el santo.

—¿Te he escuchado con paciencia y sin meter baza? ¿Te parece poco?

—Eres un ser inicuo, te pareces mucho al rey de mi cuento.

—Sí: al parecer somos almas gemelas. Pero verás —prosiguió Federico, explicando su pragmatismo—: no tengo la más mínima intención de cambiar mi modo de vida. Como creo firmemente en el karma, en la ley de causa y efecto que determina nuestras vidas futuras, acepto sin reparos el puesto de rey que me ha tocado en esta y lo disfruto, como ves, haciendo mi santísima y real gana. Si el karma de mi pueblo es sufrir por mi culpa, pues, mira: ¡ellos se lo han buscado, cometiendo malas acciones en sus vidas anteriores! Y en las próximas reencarnaciones, lo que sea sonará.

—Tienes una mente retorcida y malvada —diagnosticó el santo, mirándole con desprecio en un ojo y con compasión en el otro.

Federico estuvo de acuerdo.

—Sí, me lo han dicho muchas veces, así es que debe de ser verdad. Pero, en fin, insisto en convencerte para que pronuncies tu sermón animador y progubernamental. Te pagaré por ello.

—¿Cuánto? —quiso saber Buddha.

—Mil rupias de oro.

—Es muy poco.

—Puede. Pero es todo lo que tengo presupuestado para estos casos. No subo ni un céntimo.

Indignado y triste a la vez, Buddha abandonó aquel reino maldito y nunca regresó. (Las sandalias que se compró allí le duraron dos días antes de desintegrarse, pues le vendieron género de ínfima calidad.)

Ni los hombres santos, como Buddha pueden vencer a esta clase de gobernantes.

 

Europa en broma

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Evasión o victoria

 


John Houston (1981)

 

Dicen que fue el delantero centro Gary Lineker el autor de esta famosa frase: «El fútbol es un juego en el que veintidós hombres persiguen una pelota y, al final, siempre gana Alemania».

          Como fuere, parece ser que Alemania siempre mantiene su voluntad de ganar. O, al menos, eso es lo que le sucede al oficial alemán Karl von Steiner, un mayor (de rango solamente, porque aún es jovencito) que se aburre soberanamente en medio de la Segunda Guerra Mundial, por parecerle que la contienda bélica provee a la gente de muy escasas emociones y que 1943 está siendo un año más bien plano en Europa. Para solucionar esta carencia de intensidad, decide inventarse un partido de fútbol. Contempla a unos prisioneros en el campo de concentración jugando al deporte rey y les tiene un poco de envidia (morrokotuden Neid), por lo que se dispone a organizar un match no benéfico entre sus soldados y los encerrados.

Diremos, como nota erudita, que este guion está inspirado en lo que se denominó «El Partido de la Muerte», hecho historiquísimo que tuvo lugar en 1942 entre los restos maltrechos del Dinamo de Kiev y una selección alemana, cuando Ucrania estaba bajo el III Reich. A los ucranianos se les amenazó con la ejecución si vencían y, aun así, hicieron lo imposible por ganar y lo lograron (y fueron llevados a campos de concentración y exterminados, por cierto: los alemanes eran gente de palabra).

 

          Este oficial es un completo iluso (Stuppiden) y está seguro de la victoria de su equipo, solo que ignora que entre los prisioneros se encuentran nada menos que Pelé, Bobby Moore, Paul Van Himst, Osvaldo Ardiles, Kazimierz Deyna y otros señores por el estilo. ¿Qué tremenda casualidad ha hecho que hayan llegado esas balompédicas estrellas al mismo tiempo al mismo campo de concentración? El guionista lo sabrá, porque nosotros no.

          El más bruto de todos los prisioneros (Sylvester Stallone, ¿quién, si no?) ha planeado fugarse un día de esos, no porque no le guste estar encerrado, sino porque es muy machote y no puede pasarse sin chicas. Tiene sus papeles falsos, sus calzoncillos limpios y algo de calderilla para coger el autobús. El entrenador del equipo de los presos le encarga que cuando llegue a París y tome café con la Resistencia, organice una fuga colectiva de cualquier manera que se le ocurra, ya que los prisioneros son muy acomodaticios y no van a hacerle ascos a ningún plan.

          Stallone cumple lo acordado, arriesgando su vida al huir, porque es el héroe de la película y hacer heroicidades está en su contrato. A los de la Resistencia no se les ocurre nada mejor que cavar un pasadizo subterráneo desde París hasta el Stade Olympique Yves-du-Manoir, en la localidad de Colombes, que está nada más que a unos quince kilómetros de la capital, por lo que tienen que empezar a cavar enseguida para que les dé tiempo. Para que los nazis no sospechen al ver que del número 16 de la Rue du Vaugirard salen demasiados escombros, los sufridos miembros de la Resistencia optan por irse comiendo a cucharadas toda la tierra que van extrayendo del pasadizo.

          El objetivo es que durante el descanso del partido el equipo de prisioneros escape por el túnel y que los teutones se queden compuestos y sin victoria. El plan es factible, pero los prisioneros deben conocerlo, por lo que se le pide a Stallone que regrese al campo a contar los detalles. Este protesta, pero tiene que aguantarse y hacerlo, porque de otra manera la película se habría acabado allí.

          El protagonista vuelve sobre sus pasos y explica el plan, pero como tiene que dirigirles, necesita formar parte del equipo. El problema estriba en que es tan malo jugando que los futuros fugados se echan a llorar y casi desisten de irse a ningún sitio.

          La casualidad muestra que Stallone no sabe regatear, pero que haría un portero medianamente convincente. Como la selección ya tiene un guardameta, no queda más remedio que lesionarle para que Stallone le sustituya sin que el mayor —que sigue muy de cerca los cambios en la alineación de sus rivales— pueda entrar en sospechas. El entrenador aliado le parte un brazo a su portero y ¡listo!: ya hay sitio para un nuevo cancerbero.

          A medida que se acerca del día E (lo llamamos así por ser el día del Encuentro y porque el día D era un nombre que ya estaba reservado para el desembarco en Normandía del año siguiente), el von Steiner se va poniendo nervioso y comienza a hacer trampas para asegurarse la victoria. Compra al árbitro (no hacía falta: el árbitro ya era alemán para empezar), enseña a los chicos a jugar con dureza (no hacía falta: ellos ya sabían hacerlo) y les instruye en la eficaz técnica denominada Patadden auf Schienbein [patadas en la espinilla: un clásico]. En el guion original del film también mezclaba algo en la comida de los prisioneros para facilitarles el tránsito intestinal, pero esta secuencia no aparece en la versión que conocemos. (Si Huston vuelve algún día de la tumba y hace «el montaje del director», tendremos ocasión de conocerla, aunque habiendo muerto Huston en 1987, no nos parece probable).

          El estadio rebosa de espectadores y de puros habanos. No se tocan los himnos, porque no se habría acabado nunca, ya que en el equipo aliado hay jugadores ingleses, escoceses, irlandeses, daneses, ndeses, belgiqueses, noruegueses, polaqueses, estadounideses, brasileses y argentineses (¡lo que hace la inercia!).

Comienza el partido y los alemanes les meten cuatro goles, así, como quien no quiere la cosa. Solamente un minuto antes del descanso consiguen los aliados un tanto de carambola. Se van a los vestuarios a fugarse y, en un prodigio de sincronización, los zapadores dan el último golpe de pico, abren un agujero en el jacuzzi (y les cae en la cara toda el agua que contenía y todos los cascotes).

Ya están los presos metiendo un pie por el boquete cuando a uno de ellos se le ocurre hacer en voz alta la pregunta fatídica de la que van a depender sus destinos y quizá sus vidas: «Si nos quedáramos a jugar la segunda parte, ¿podríamos ganarles?». El silencio que sigue a estas palabras no se puede describir con palabras, básicamente porque las palabras no sirven para describir el silencio.

Por un lado, la libertad (y las chicas) y, por otro, los problemáticos laureles de la victoria.

¿Qué hacer? En la vida real habrían salido pitando por el túnel, como hacen los trenes; pero esto es el final de una película, así es que el equipo decide no escaparse y jugar la segunda parte. El exportero del brazo roto, al enterarse de que lo suyo no ha servido para nada, coge un cabreo de mucho cuidado.

Juegan. Los aliados meten dos goles, con lo que entusiasmo de los 50 000 espectadores franceses no tiene límites. Consiguen meter un tercero, pero el árbitro se lo anula, para evitar que los altos mandos nazis le castiguen (kastratten). Por fin, Pelé (que aquí se llama Luis, como un rey francés cualquiera) «hace una chilena» y encesta (marca, queremos decir: es que no dominamos mucho la terminología futbolística).

(Para los que no lo sepan —si alguno no lo sabe—, «hacer una chilena» no significa ligarse a una neoaraucana, de esas tan guapas que hay por allí, sino pegar una voltereta en el aire y aprovechar el momento en el que se está arriba para chutar a puerta y meter un gol si es posible, antes de caer definitivamente y pasar por el trance de arriesgarse a partirse el cuello por tres sitios.)

 

Están empatados, hay un 4-4 en el marcador, queda un minuto y todo parece apuntar a que la cosa se va a quedar así y los alemanes no van a poder demostrar su superioridad racial. Entonces, el colegiado Herr Schurke pita un inexplicable penalti contra el equipo aliado (inexplicable, porque en ese momento el juego estaba parado, porque estaban hinchando el balón, que había perdido aire).

La tensión es indescriptible. El jugador alemán que va a ejecutar la falta suprema es un «hacha» en ello y tiene un récord que lo demuestra: de cada diez penaltis que tira, mete doce. Stallone pone una cara muy seria (bueno: pone la misma cara inexpresiva que pone siempre en todas las películas). El árbitro pita, el delantero chuta, el cancerbero cierra los ojos, salta hacia un lado... ¡y consigue detener el esférico por pura chiripa!

El rugido de entusiasmo de los espectadores hace que tiemblen las banderas y provoca una grieta en el palco de honor. El júbilo es indescriptible. Todos los espectadores besan a quienes tienen al lado (solo había un 4% de mujeres en aquel público, todo hay que decirlo). Los alemanes se quedan boquiabiertos y muy desilusionados (Ficken) y von Steiner, dejándose llevar por el entusiasmo deportivo, aplaude al portero (es la última vez que alguien le ve con vida).

Lo mejor de todo es que el público salta al terreno de juego y lo inunda, en un afán multitudinario de dar palmaditas a sus ídolos. Pero los jugadores no quieren palmaditas, sino abrigos, gabardinas, guardapolvos, cualquier prenda tapadora que les permita mezclarse entre la multitud. Las gentes les dan sus gorros y bufandas, y todos escapan de allí mezclador con la masa sin que los soldados nazis puedan hacer nada por impedirlo.

Aquí acaba gloriosamente la película.

Los zapadores de la Resistencia, que siguen esperando en el vestuario a ver si vuelven los jugadores, son detenidos y fusilados in situ, pero esto no se muestra en la cinta, porque sería un anticlímax descorazonador.