Siguiendo nuestra labor
de dar cultura a la peña
contaré un suceso histórico
del que trata la comedia
—drama— que se llama El
alcalde de Zalamea
y que va de un capitán
muy casanova y hortera
y de un alcalde que tiene
una hija que está buena
y del consiguiente lío
y embrollosa zapatiesta
que se organizó, después
de que el capitán le hiciera
lo que ustedes se imaginan
a la buenorra doncella.
La acción pasa de un tirón
en Zalamea la Serena,
pueblo que está en Badajoz,
muy cerca de la frontera
portuguesa (donde Cristo
perdió el gorro y la cartera).
¿Quieren que les diga el año?
Fue mil quinientos ochenta
(por lo menos eso pone
en cualquier enciclopedia).
El argumento lo coge
Calderón (con mucha jeta)
de una comedia anterior
que escribió Lope de Vega
y se la toma prestada
sin que Lope se dé cuenta.
¿Qué pasa? ¿De qué va esto?
¿Qué sucede? Pues que hay guerra
para tomar Portugal
y los soldados se quedan
alojados donde pueden
en los pueblos que se encuentran
en el camino. El alcalde
del pueblo de Zalamea
—que se llama Pedro Crespo
y es más bruto que una artesa—
da cobijo a un capitán
y, para que no le meta
mano ni nada a su hija,
pues el hombre va y la encierra
en el desván. Sin embargo,
no le resulta esta treta,
que el capitán (que es un tipo
donjuanesco y calavera)
la seduce en un plis-plás,
la goza y, luego, la deja.
Pedro Crespo, como es lógico,
al saberlo se cabrea,
quiere restaurar su honor
apiolando al sinvergüenza
y haciendo que su retoña
sin más dilación se meta
monja de esas capuchinas
que hacen dulces y galletas.
Aprisiona al militar
y solamente se queda
con la duda de si ahorcarle,
si cortarle la cabeza,
darle garrote o echarle
en trozos en la paella.
Hasta aquí todo va bien.
Pero el conflicto se enreda
cuando llega un general
que está cojo de una pierna
—don Lope de Figueroa
Núñez del Val y otras hierbas—
que va y le dice al alcalde
que, en cuanto a jurisprudencia,
un civil no puede nunca
proceder de esa manera
y juzgar a un militar.
Pedro Crespo le contesta
que se meta en sus asuntos
y don Lope se mosquea.
Manda a su tropa atacar
de la alcaldía la celda
para librar a su hombre.
Y cuando el ataque empieza...
¡Miren qué casualidad!
Allí mismo se presenta
el rey Felipe Segundo,
negro de pies a cabeza
(el traje), con media corte
para mostrar su grandeza.
¿Qué hacía el rey por allí?
Iba por la carretera
con la intención de ceñirse
la corona portuguesa
cuando alguien fue y le dio el soplo
de que andaban a la gresca
la autoridad militar
y la civil, en dantesca
lucha, por un capitán
que no paró hasta meterla
(la pata) y organizar
una situación horrenda.
El rey, ya que está, decide
hacer justicia. «¡Que venga
el capitán sin perder
ni un minuto a mi presencia!»,
grita. Pero ya es inútil.
Pedro Crespo abre una puerta
y detrás se ve al malvado
más muerto que Juan de Mena,
los ojos desorbitados
y toda la lengua fuera
como si hubiera corrido
los tres mil metros o media
maratón, porque le han dado
garrote, tras una seña
que hizo el alcalde a sus guardias
al ver la marimorena
que se liaba. «¡Esto es hecho!»,
dice el rey. «Solo me queda
una pregunta que hacerte,
¡oh, don Pedro Crespo!» «¡Venga!»
«¿Por qué no lo has degollado,
que es la costumbre concreta
de ajusticiar caballeros?»
Y el otro va y le contesta:
«Señor, porque en este pueblo
los aristócratas llevan
desde hace un montón de años
una vida placentera.
No hay quien se meta con ellos.
Nadie en el lugar recuerda
que se castigara a un noble
jamás. Y el verdugo de esta
villa, por esa razón,
carece de esa destreza;
del arte de degollar
no tiene ni zorra idea.»
El rey dice: «¡Vale, vale!
No está la cosa mal hecha.
Te nombro alcalde perpetuo
de esta villa tan infecta
y prosigo mi camino
porque en Portugal me esperan
y ya estoy haciendo tarde.»
Así acaba la tragedia
que encierra, como es sabido,
una sabia moraleja:
si estás metido en un lío
horroroso hasta las cejas
y no encuentras solución
al problema que te aqueja
o viene un rey a salvarte
o te vas a hacer puñetas.
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