Aquí tomaremos en consideración algunos aspectos relacionados con la sociología televisiva en el más perfecto desorden. ¿Por qué? Porque la sociología va de la gente e intentar ordenar las cosas que afectan a los humanos es tarea ímproba. Así es que iremos saltando cangurescamente de un aspecto a otro sin preocuparnos ni mucho ni poco por lo que salga[1].
A la televisión se la ha llamado «monstruo devorador de la atención humana» e incluso «opio del pueblo», pero sobre todo «lavadora de cerebros». Todo ello es verdad. Y a estas metáforas se podrían añadir otras también electrodomésticas, como «aspiradora del buen gusto», «tostadora de la personalidad», «plancha de laboriosidad», «microondas del tópico», «batidora de la voluntad», «horno de la personalidad» y otras por el estilo.
Porque, ¡señores!, es innegable que su contemplación nos aplatana y garbanciza, haciéndonos con cada emisión más vulgares y más apáticos. No tendría que ser así; podría este invento ser el mayor ilustrador y benefactor de la sociedad, pero lamentablemente no ha sido ese el caso. Con la excusa de que «el público lo pide», se nos ofrecen muchos contenidos lamentables que no ayudan a que la sociedad vaya mejor. Hay algunos elementos buenos, es cierto, pero en general es un instrumento desaprovechado o malaprovechado.
Ya Groucho Marx había incidido en el poder cultural y culturizador de la televisión: «La televisión es muy educativa. Siempre que alguien la enciende en mi casa, me voy a la habitación de al lado a leer un libro», dijo.
Como todo en esta vida, la televisión tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Una parte positiva es que te permite ver los penaltis en los partidos de fútbol, mientras que en los estadios todos se ponen de pie y nadie ve nada. Igualmente, nos muestra de cerca la cornada que recibe el torero en el ruedo, saciando así nuestro morbo (porque todos los asistentes a las corridas esperan inconscientemente pero con ilusión el momento de la cogida: esto es un hecho comprobado). Podemos ver la cabalgata de los Reyes Magos en zapatillas, en vez de hacerlo de pie y con frío en la calle por donde pasa. La televisión ha popularizado deportes como el baloncesto o el tenis, a los que antaño nadie prestaba atención. En este campo es palmariamente útil y no seremos nosotros los que nos opongamos.
En cambio, un aspecto muy negativo de la caja tonta es la publicidad[2], pues casi todo lo que esta nos dice es mentira y nunca nos da tiempo de leer la letra pequeña de los anuncios. Con estímulos pavlovianos y muchas veces subliminales se nos encadena a nuestros propios sofás y se nos insta a regalar perfumes por Navidad y a comprarnos muchos objetos que no solo no necesitábamos, sino que ni siquiera sabíamos que existían y sin los cuales habíamos vivido perfectamente bien hasta el momento.
La omnipresente publicidad marca las modas y las modas no son —seamos sinceros— sino un mecanismo de manipulación económica destinado a que alguien le saque mucho dinero a algunos millones de incautos. Ejemplo al canto: cuando el fabricante de botas militares ya les ha colocado su producto a todos los ejércitos, pone de moda que las jovencitas también lleven unas botazas enormes y feísimas (las que lleva Rambo) y así amplía enormemente su mercado.
Y los genios de la publicidad consiguen esto haciendo algo muy difícil: vender productos mediante un mensaje contradictorio en cuya contradicción nadie parece reparar. Por un lado te convencen de que tú eres especial y te mereces algo exclusivo y luego logran que todo el mundo consuma los mismos productos, vista igual y haga lo que hacen todos. Chapeau!
El influjo televisivo es enorme. Para empezar, en lo lingüístico. Una panda de indocumentados culturales que trabajan en los platós en diversas categorías laborales torturan a la pobre lengua española y popularizan de un día para otro todo tipo de barbaridades léxicas. Últimamente les ha dado por los reflexivos redundantes (por ejemplo, «se autoconfinó», que es equivalente a decir «se autosuicidó» o «se autolavó la cara tras autocepillarse los dientes») y por el uso de la pasiva («en este incendio más de quinientas hectáreas han sido calcinadas», lo que parece indicar que el hecho no fue fortuito, sino que las quemaron a posta). Por no hablar del océano de anglicismos en el que nos ahogamos cada día un poco más, especialmente en los anuncios, por lo que al final no sabemos muy bien lo que estamos comprando.
El tratamiento de las imágenes es igualmente chapucero. Si de una noticia importante no existe una imagen, simplemente la noticia no se da y ¡aquí paz y después gloria! Si se tienen imágenes proporcionadas por aficionados, se emiten aunque estén borrosas o filmadas en vertical[3].
En cuanto la información de las cosas que pasan, o sea: las noticias, realmente nos toman el pelo. Noticia es lo que se sale de lo corriente (el transeúnte que muerde al perro, según el ejemplo típico) o el suceso que va a cambiar algo en el mundo por haber sucedido. En lugar de eso se nos cuentan crímenes. Y un crimen es una tragedia, pero en absoluto es una noticia, porque suceden todos los días en todas partes del mundo y nada cambia por ello. Se nos entretiene también con jerarcas que llegan en avión o con la noticia de que, como estamos en agosto, hace calor.
Resumiendo —que se hace tarde y tengo que ir a comprarme un yate y me van a cerrar la tienda—: la televisión podría haber sido el mayor instrumento de avance social y ha decidido no serlo.
[1] Aquí encaja a la perfección esa famosa anécdota del pintor que al preguntarle quién era la persona de la que hacía el retrato, contestó aquello de «Si sale con barba, san Antón y, si no, la Purísima Concepción».
[2] Para los que hacen televisión, esta consiste únicamente en ella (la publicidad). Los programas son un mal necesario, un mero gancho para que el espectador no desconecte y siga viendo anuncios.
[3] La gente pasa doce horas al día viendo la televisión en una pantalla horizontal y cuando graba con su teléfono la paliza que le están dando a alguien en su calle o la erupción de un volcán en medio de la plaza del pueblo —con la intención de venderle la grabación a la televisión—, lo hace poniendo la cámara en posición vertical. Luego nos queremos llamar Homo sapiens.
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