Quiz Show: El dilema

 

Robert Redford (1994)

 

 

Tienen las televisiones

muy poca o ninguna ética.

Esto está patente en una

cinta: Quiz Show: El dilema,

que me dispongo a contarles

por si alguien no la recuerda.

La dirigió Robert Redford

(ya saben, ese guaperas:

el de Memorias de África

y La última fortaleza)

para la Baltimore Pictures.

Mil novecientos noventa

y cuatro. (No doy más datos,

que esto no es la ficha técnica).

 

Trata de un concurso histórico

de la «tele» en Norteamérica

y que produjo un escándalo

de madre y señora nuestra

(o padre y muy señor mío,

como ustedes lo prefieran).

El programa Twenty One

(muy popular en la década

de los cincuenta) solía

hacer preguntas complejas

a los pocos hombres e-

ruditos de aquellas tierras

(ya que el nivel cultural

del mundo yanki da pena)

y daba a quien acertaba

trozos de papel moneda,

que por allí solían ser

dólares y no pesetas.

Era un concurso vulgar,

como los hay por docenas,

patrocinado por una

corporación farmacéutica

que era quien daba los premios

(por desgravarse en Hacienda).

 

El caso es que a un concursante

lo mantienen en antena

muchas semanas seguidas,

chivándole las respuestas.

Él ganaba sin parar

y eso aumentaba la audiencia,

pues ver que alguien sabe algo

sorprende mucho a esos bestias

para los que hacer la ‘o’

con un canuto les cuesta.

Era un apaño tramposo

que tenía la cadena

con un judío: Herb Stemple,

quien en su barrio hacía apuestas

a que acertaba y así

se pagaba la hipoteca.

 

Pero los blancos se hartan

de ver a Herb y protestan.

No les gusta que un judío

sea el más listo del planeta.

Ellos querrían a un cristiano

anglosajón y sin pecas,

de pelo azul y ojos rubios

y que no fuera de izquierdas,

con las narices normales

y que, a ser posible, hubiera

estudiado en Harvard u otra

universidad de esas

donde van los niños ricos

a cogerse borracheras

y a entrar en fraternidades

(Omega, Phi, Kappa o Beta),

que te cuestan una pasta

y que, cuando te licencias,

te buscan un buen empleo

y ganas dinero a espuertas.

 

Con la intención de tener

a la gente muy contenta,

los directivos deciden

darle al programa la vuelta

y buscarse un niño pijo

para concursar. Lo encuentran.

Es profesor en Columbia,

su padre es un gran poeta

y su madre es novelista,

su familia tiene pelas,

él va a misa los domingos,

es educado (y un trepa),

por lo que para triunfar

tiene muchas papeletas.

 

Para que concurse este,

tiene que irse a hacer puñetas

el otro participante

y aquí comienza el dilema

que le da título al film.

Hay tan solo una manera

de hacer el cambio: que Stemple

dé una respuesta incorrecta.

Le prometen un dinero,

todo a cambio de que meta

la pata y, al preguntarle,

se atasque y nada se sepa.

 

Pero él no quiere fallar

por miedo a las cuchufletas,

porque el mundo es muy burlón,

y él quiere que se le vea

como alguien la mar de listo,

no un chisgarabís cualquiera.

No quiere hacer el ridículo

ante su gente y se niega.

Comienza un tira y afloja

y pronto se ve a la legua

que la «tele» vencerá

y que al judío no le queda

otra que aceptar el trato,

porque le hacen una oferta:

meterle en otro concurso

con una paga tremenda.

 

Se enfrentan los concursantes:

Charles Van Doren —la promesa

blanca— y el pobre de Stemple,

que va y falla a la primera,

resultando eliminado,

por lo que coge la puerta

y se sale del programa,

mientras Van Doren «acierta»

y se hace así más famoso

que el héroe de una epopeya,

un futbolista de élite

o M. Cervantes Saavedra.

 

Durante algunas semanas

todo va como la seda,

porque como Doren es

alto y guapo, el share aumenta,

que los hombres, viendo a un hombre,

solo aprecian lo de fuera.

Pero el frustrado judío

—que es bastante majareta

y, como ya sospechábamos,

no está bien de la azotea—

se ha quedado sin dinero

y coge una pataleta.

Tira de la manta y dice

a los chicos de la prensa

que el concurso está amañado,

que les ponen en bandeja

las respuestas y que todo

es una estafa muy fea

cuyo objetivo es tan solo

la publicidad directa

para que así los sponsors

puedan vender más tabletas,

jarabes, gotas, termómetros,

supositorios y enemas.

 

A partir de aquí suceden

un montón de peripecias

que me salto para que

la historia no se haga eterna.

Un comité del Congreso

investiga y se concentra

en ver si es verdad la cosa

o si es probable que mienta

Stemple o bien Van Doren,

uno u otro o viceversa.

 

Resumo, porque se hace

muy pesada esta historieta

(¡cuidado!, aquí hay un spoiler,

que me he ido de la lengua):

acaba haciéndose pública

esa corrupción sistémica

que es prueba de que en la «tele»

no saben lo que es decencia.

Stemple queda arruinado

(que ha perdido sus reservas

económicas en una

especulación funesta

que le ha salido muy mal)

y al Doren van y lo echan

de su trabajo; le sale

muy cara la jugarreta,

pierde el honor y el prestigio,

se le chafa su carrera

y acaba de vendedor am-

bulante de enciclopedias

o quizá de aspiradoras:

no me consta a ciencia cierta).

 

Los únicos que se salvan

de esta tremenda tragedia

son, (¡claro!), los directivos

y jefazos de la empresa,

y los patrocinadores

del programa. Moraleja

que se puede colegir:

es mejor no estar muy cerca

del ente televisivo

para evitarse problemas,

pues es un mundo en que todos

tienen muy poca vergüenza.

 

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