Balzac y la túnica sagrada

 


(París, 1845. El cuarto de trabajo en la casa de Honorato de Balzac. La escena vacía. Al poco salen Balzac, con un papel en el mano, y René Jouvet.)

 

Balzac.—Adelante, Monsieur Jouvet. Está usted en su casa.

Jouvet.—(Con un enorme respeto.) Muchas gracias.

Balzac.—(Acabando de leer la carta.) Veo por esta carta de presentación que es usted amigo de mi querido Victor Hugo.

Jouvet.—En efecto, tengo ese honor.

Balzac.—(Sin ninguna gana.) Pues estoy a su disposición para lo que quiera de mí.

Jouvet.—Tan sólo conocerle, maestro. Soy su más ferviente admirador. He devorado sus obras con fruición y mi mayor sueño ha sido observarle en la intimidad, ver con mis propios ojos el lugar donde crea sus mundos de fantasía.

Balzac.—Pues ya está en él. Éste es mi lugar de trabajo.

Jouvet.—¡Tal como lo imaginaba!

Balzac.—Las obras que tan generosamente admira las he escrito aquí, en esta mesa.

Jouvet.—Le doy de nuevo las gracias, maestro, por recibirme en su casa. (Con entusiasmo.) ¡He soñado tan a menudo con este momento! Muchas veces le he imaginado escribiendo esas novelas tan maravillosas que nos hacen conocer tan profundamente la sociedad de nuestro tiempo y ahora me complazco de ver el lugar donde fueron gestadas. Y el privilegio de hablar con usted en persona… ¡Oh! Nunca olvidaré este día.

Balzac.—(Aparte.) ¡Este pelma…!

Jouvet.—Tengo mil preguntas que hacerle.

Balzac.—(Deseando quitárselo de encima.) Tendré mucho gusto en responder a todas ellas, Jouvet, pero ya está anocheciendo y no quisiera que desatendiera sus asuntos por mí. ¿No le parecería mejor que nos viéramos otro día con más calma?

Jouvet.—¡Oh, no! Prefiero con mucho la compañía de usted a la de ningún otro. ¡Mi autor favorito…!

Balzac.—¿No le echará de menos su familia?

Jouvet.—Soy soltero.

Balzac.—¿Y no tiene otra ocupación urgente?

Jouvet.—Ninguna.

 Balzac.—(Aparte.) ¿Cómo me puedo quitar de encima a este pesado? (Alto.) Jouvet, dígame: ¿Le agrada el teatro?

Jouvet.—¡Oh, sí, mucho! Es uno de mis principales vicios. Mi existencia es algo anodina y yo necesito experimentar sentimientos, pasiones, emociones, y las obras teatrales me los proporcionan en gran medida.

Balzac.—Pues, ¡qué casualidad!, precisamente tengo en mi poder dos entradas para la Ópera Cómica que no voy a usar. Se representa Las armas del diablo, un magnifico ballet escrito por Teófilo Gautier, con música de… con música de… alguien. De algún músico, con toda probabilidad. Está lleno de esas pasiones que le gustan tanto a usted y estoy seguro de que le encantará. Tenga. (Le entrega las entradas.)

Jouvet.—¡Se lo agradezco de veras!

Balzac.—Sí, sí, ya lo supongo; pero tendrá que darse prisa o no llegará a tiempo a las emociones.

Jouvet.—Es muy amable, pero prefiero quedarme aquí gozar esta tarde de su compañía.

Balzac.—(Aparte.) No ha dado resultado.

Jouvet.—Sin embargo, me guardaré las entradas como prueba de su generosidad. (Tímidamente.) ¿Puedo llevarme de recuerdo una cuartilla de las que tiene sobre esa mesa?

 Balzac.—(Sorprendido.) Ciertamente que sí.

Jouvet.—(Coge una hoja de la mesa y se la tiende a Balzac.) Dedíquemela, haga el favor.

Balzac.—¿Quiere usted que le dedique una hoja en blanco?

Jouvet.—Sí, se lo ruego. Ponga en ella su ilustre nombre.

Balzac.—Si tiene tanto empeño… (Firma en la cuartilla, que el otro se guarda con gran reverencia.)

Jouvet.—Conservaré este papel como uno de mis tesoros más preciados. Será un recuerdo imperecedero de esta visita a la mansión de un genio. Esta hoja tendrá para mí un valor incalculable.

Balzac.—(Sonriendo.) Bueno, querido amigo, no es para tanto. Se trata sólo de una simple cuartilla.

Jouvet.—¡No es una simple cuartilla!

Balzac.—¿Cómo dice?

Jouvet.—Que no es un mero papel. Es un papel que ha estado sobre la mesa del gran Balzac, el lugar donde se han escrito obras inmortales. Es un papel ilustre, sólo por contacto. ¿Le importa que coja un trozo, un trozo pequeñito de ese papel secante que usa?

Balzac.—Por supuesto que no. (Jouvet rompe un trozo de papel secante y se lo guarda.) 

Jouvet.—¡Otro recuerdo del genio!

 Balzac.—(Sonriendo con actitud paternalista.) ¡Qué admirador tan amable!

Jouvet.—¿Y esta astilla que se ha desprendido de la mesa?

Balzac.—¿Quiere la astilla? Es toda suya. (Jouvet saca un pañuelo, envuelve en él la astilla y se la guarda.)

Jouvet.—Mil gracias.

Balzac.—(Aparte.) Nada, que no acaba de irse. (Alto.) Querido amigo: se está haciendo tarde y no quisiera entretenerle más de lo necesario.

Jouvet.—(Sin hacerle el menor caso y fijándose en una papelera que hay junto a la mesa.) ¿Qué veo aquí?

Balzac.—¿Qué ve?

Jouvet.—(Entusiasmado.) Son plumas desechadas.

Balzac.—Claro. Gasto varias al cabo de la semana.

Jouvet.—¿Y van a la basura?

Balzac.—Claro, querido amigo. ¿Dónde, si no, habrían de ir?

Jouvet.—¡Es un crimen!

Balzac.—¿Un crimen?

Jouvet.—Las plumas que ha empleado un hombre de su talento en escribir obras magníficas ¡en la basura! (Con súbita decisión.) Quiero llevármelas.

Balzac.—¿Lo dice en serio?

Jouvet.—Completamente. Cogeré una, por lo menos. (Rebusca en la basura y coge una pluma vieja, que mira con arrobo.)

Balzac.—Veo que es usted un amante de los recuerdos.

Jouvet.—Sí, lo reconozco: es una de mis debilidades, quizá la mayor.

Balzac.—¡Vaya, vaya!

Jouvet.—Guardo en mi hogar una gran colección de objetos que me rememoran momentos importantes de mi vida y de la de los grandes hombres a los que he tenido el privilegio de conocer. Estoy muy orgulloso de mi pequeño acopio de tesoros.

Balzac.—¡Un coleccionista!

Jouvet.—Y hasta un fetichista, me atrevería a decir sin ningún reparo.

Balzac.—Pues mi consejo, mi muy apreciado Jouvet, es que no lo sea tanto. Son los hombres los que tienen valor, si es que algo lo tiene en este mundo. Lo demás es superfluo y pasajero. Los muebles, los objetos, se compran nuevos y se tiran cuando están viejos. Son sólo materia. Los hombres debemos concentrarnos en lo perenne y desapegarnos de las posesiones materiales, debemos reducir nuestros deseos.

 Jouvet.—¡Qué palabras de sabiduría! Pero permítame que, pese a ellas, guarde estos recuerdos suyos con la veneración que merecen.

Balzac.—Bien. Si insiste…

Jouvet.—Y le ruego que me cuente la forma en que escribe sus libros. ¡Me gustaría tanto saber cómo es su gloriosa rutina de creación!

Balzac.—(Aparte.) Este admirador se está poniendo insoportable. Si no fuera porque me lo manda Hugo, que me ha hecho favores y a quien no puedo negar nada, le mandaba ahora mismo a… ¡En fin! (Alto.) Pues yo os contaré. Hoy ha sido una excepción, pero por lo general duermo hasta la medianoche. Entonces me levanto, ingiero abundante café, me envuelvo en mi túnica, que es para mí como un hábito religioso que me recuerda mi profesión de fe en el mundo del arte, y trabajo de un tirón hasta el amanecer.

Jouvet.—¿Una túnica, dice usted?

Balzac.—Siempre la llevo puesta mientras escribo. (Con orgullo.) Es una túnica preciosa, blanca, de cachemir. Es amplia y holgada, de forma que me permite todo movimiento. Me encuentro sumamente cómodo con ella. Y, además, es en extremo elegante.

Jouvet.—Me encantaría ver ese hábito de sumo sacerdote de la literatura.

 Balzac.—Pues se lo enseñaré… y luego ya se podrá usted marchar. Yo me vestiré con él y comenzaré a escribir.

Jouvet.—¡Qué emocionante! (Balzac hace sonar una campanilla y, a los pocos instantes aparece Pierre, un criado.)

Pierre.—Señor…

Balzac.—Pierre, tráeme mi túnica, por favor.

Pierre.—(Tras una pausa.) ¿La túnica?

Balzac.—Sí, la túnica.

Pierre.—(Avergonzado.) Verá, señor… eso va a ser imposible.

Balzac.—¿Cómo dices?

Pierre.—La túnica no está.

Balzac.—(Intrigado.) ¿Que no está? ¿Cómo puede ser eso?

Pierre.—Ha salido volando.

Balzac.—¿Volando?

Jouvet.—Se lavó. Estaba tendida con el resto de la colada. Se desató un fuerte viento y toda la ropa salió por los aires. Hemos recuperado algunas prendas que cayeron en los tejados vecinos, pero la túnica no aparece.

Balzac.—(Súbitamente iracundo.) ¡Mi túnica no aparece!

 Pierre.—No aparece.

Balzac.—¡¿No aparece?!

Pierre.—Por ningún lado, señor. La cocinera, la doncella y yo mismo la hemos buscado durante horas. Hemos preguntado a todos los vecinos y subido a todas las azoteas y ¡nada!

Balzac.—(En un paroxismo de enfado, comienza a dar vueltas por la habitación ante el estupor de Jouvet.) ¡¡¡Ah!!! ¡Mi túnica de cachemir, mi apreciada túnica de cachemir! ¡Eres un inútil, Pierre!

Pierre.—Lo soy, señor.

Balzac.—¡Te descontaré el valor de la túnica de tu sueldo!

Pierre.—Sí, señor.

Balzac.—(Gritando, cada vez más enfadado.) ¡No! ¡Mejor! ¡Te bajaré el sueldo! ¿Pero qué tonterías estoy diciendo? Es mucho más sencillo. ¡Quedas despedido!

Pierre.—¿Despedido?

Balzac.—¡¡Te pagare lo que se te deba y a la calle!!

Pierre.—Pero, señor…

Balzac.—¡¡¡A la calle!!!

Jouvet.—(Aparte.) ¡Qué bruto!

 Pierre.—(Gimoteando.) Señor, no ha sido culpa mía, se lo aseguro.

Jouvet.—(Interviniendo tímidamente.) Monsieur Balzac, perdónele. Sea generoso.

Balzac.—(Tranquilizándose gradualmente y pasando del enfado a la tristeza.) ¡Tienes razón, Pierre! No es culpa tuya: tú eres un criado fiel que siempre me ha servido bien. Puedes quedarte.

Pierre.—Gracias, señor.

Balzac.—Es más: te subo el sueldo.

Jouvet.—Gracias, señor.

Balzac.—Pero mi túnica… ¡mi querida túnica…! (Se echa a llorar desconsoladamente. Jouvet y Pierre le dan palmaditas en la espalda e intentan consolarle.)

Jouvet.—Tranquilícese, háganos el favor.

Pierre.—Señor… Conseguiremos una túnica igual; no: otra mejor, de mejor calidad.

Balzac.—(Sentándose en el suelo, sin dejar de llorar.) ¡Pero no será la misma! ¡Mi túnica! Así como el guerrero adopta su armadura para el combate y el minero sus vestiduras de cuero, así adopté yo mi túnica blanca, semejante a la cogulla de un monje, que me hacía recordar inconscientemente que estaba de servicio, obligado por un juramento ante los dioses del arte y dedicado a la excelsa labor de la creación.

Pierre.—(Aparte.) ¡Vaya una cursilada!

 Balzac.—¡Y ahora…! ¡Esa túnica lo era todo para mí! ¡Sin ella no podré escribir ni una sola línea! (Solloza ruidosamente con la cara entre las manos.)

Jouvet.—(Aparte.) Al final, para ver emociones no me ha hecho falta ir al teatro.

 

TELÓN


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