Andanzas por tierra de meigas

 


          Para conseguir un filtro de amor que doblegara a una mujer esquiva pero buenorra que le traía loco, Anselmo se fue a Galicia con un amigo a buscar a una bruja.

          Anselmo y su amigo (que, ¡oh, casualidad!, también se llamaba Anselmo, lo que era bastante lioso), salieron de Madrid y llegaron enseguida a La Coruña (téngase en cuenta de que La Coruña dista sólo 970 kilómetros de la capital y que, como eran dos, tocaban tan sólo a 485 kilómetros cada uno, lo cual no es tanto).

          Lo primero que hicieron al llegar a la capital gallega fue dirigirse a la Oficina de Turismo y pedir un folleto informativo sobre las meigas. Pero tales folletos se les habían acabado el día antes, por lo que tuvieron que contentarse con un folleto de Iria Flavia (El Padrón), patria chiquísima del escritor Cela Trulock, una localidad llena de casas semidestruidas y cuasirotas que daba lástima verla. Así que no es de extrañar lo que ya se ha dicho de que a Unamuno le dolía España y a Cela, El Padrón.

          Pero la triste realidad era que con el folleto (aparte de a El Padrón) no se iba a ninguna parte, así que tuvieron que contratar los servicios de un cicerone profesional y al cicerone mismo —porque sin su persona física sus servicios no hubiesen servido para mucho—, confiando en que éste les informaría de lo que precisaran.

          Cuando el susodicho se hubo enterado de lo que Anselmo y su amigo querían buscar en la tierra de Rosalía de Castro y de Fraga Iribarne, le faltó tiempo para meterse en una librería, comprar un tratado de brujería divulgativa y colocárselo a medida que le iban preguntando. Había estado un rato dudando entre llevarse el Panegranum o la Clavícula de Salomón. Al final había terminado por decidirse por una edición de bolsillo de la Tabula Smaragdina, con ilustraciones en color.

          —Ante todo les diré, amigos míos —comenzó el cicerone— que no tengan el más mínimo reparo en sus pesquisas. En el mundo de hoy la brujería no es sólo legal, sino altamente popular.

          —¿Es posible? —quiso saber Raúl (ya he dicho que el amigo de Anselmo se llamaba también Anselmo, así es que he tenido que darle un nombre ficticio por mor de la claridad).

          —Ya desde antiguo. Las Siete partidas de Alfonso X «el Sabio» trataban ya de muchos asuntos de este tipo. En aquella época medieval y remota había muchos problemas que angustiaban al hombre, pero, al final de las Partidas, estaba la solución.

          —¿Eh?

          —Sí. Las Siete partidas aprobaban brujerías tales como desendemoniar endemoniados, transformar las nubes en granizo, desarbolar pulgones, etc. Y, efectivamente, es en Galicia donde se dice que la tradición brujeril ha sobrevivido más sana.

          —Y en Asturias también hay mucho, según he oído —medió Anselmo—. Los trasgus son famosos.

          —Sí lo son, caballero —le concedió el guía, consultando subrepticiamente su librito—. Allí, aparte de los trasgus, dícese que hay asimismo fantasmus, duendus y esqueletus que le propinan un susto al más pintado. Aquí, sin embargo, nos atenemos a la clasificación de San Isidoro, que era siempre muy preciso para sus cosas. Según él, existen nigromantes, hidromantes, aríolos, encantadores, genetlíacos, magos antiguos, sortilegios, burócratas y arúspices. Todos ellos graduados en magia goética.

          —Todo esto es muy bonito —interrumpió Raúl—, pero no nos lleva a ninguna parte. Lo que nosotros queremos es ver a una bruja de verdad, ¿entiende? Real. ¿Me comprende lo que le digo o va a seguir contándonos inanidades?

          Se rumorea que los gallegos contestan a una pregunta con otra pregunta, pero eso es una especie sin fundamento. Cuando se les pregunta como Raúl lo hizo, os contestan con una frase entre admiraciones.

          —¡Oiga, hágame el favor de dejar de decir tonterías! ¡Una cosa es que yo les entretenga con cuentos populares y otra que se queden conmigo! ¡Pues estaríamos buenos!

          —Mi amigo no quería molestar —le aseguró Anselmo—. Yo le juro que no le tomaba el pelo.

          Raúl intervino de nuevo:

          —Claro, en las capitales... ya se sabe. Oiga usted: ¿y si fuéramos a algún lugar por el interior de la provincia, eh?

          El guía no quiso desaprovechar la ocasión —que ya se sabe que la suelen pintar calva desde los tenebristas— y les llevó a Santiago de Compostela. Por el camino les hizo forjarse ilusiones de que allí hallarían viejas lo suficientemente sospechosas y el jubileo empezó entre júbilo.

          Durante el trayecto, en un taxi alquilado que parecía haber estado allí antes que el camino, el cicerone les fue largando a los dos amigos el resto del libro para rentabilizar su inversión. Explicó que, en Vasconia, para ahuyentar a las brujas, se suele colgar un puerco espín en las puertas de las casas. Las brujas se ponen a ver cuántos pinchos hay y no tienen tiempo para entrar a perjudicar a nadie.

          —¿Y si la bruja en cuestión no sabe contar? —inquirió Anselmo.

          El cicerone prefirió callarse y no se habló más durante el trayecto.

          Y en Santiago, ¡oh, desilusión!, tampoco tuvieron éxito. Parecía que iba a ser inútil el viaje al sur del Sar.

          Como es imposible ir a Santiago y no ver el Pórtico de la Gloria, vieron el Pórtico de la Gloria, soberbiamente esculpido por el maestro Mateo y firmado también soberbiamente por el tal maestro, que quiso perpetuar su nombre mortal en una época en la que no se hacía en absoluto. El guía les habló sobre el famoso tímpano de Cristo, que se halla en el centro del Pórtico.

          —Sí; algo hemos oído sobre el tímpano — reconoció Raúl, que era dueño de una culturita.

          —Vengan aquí —les insistió el otro—. Desde aquí se ve bien la almendra.

          —Querrá usted decir la nuez —rectificó Raúl, creyendo que se refería a uno de los patriarcas en equilibrio.

          El otro les condujo al interior para no discutir. Allí les ilustró, mostrándoles el sepulcro del Apóstol, que fue guardado por sus discípulos Atanasio y Teodoro, y les volvió a ilustrar con el dato de que, al morir éstos, se cogieron sus cadáveres y se los echaron encima al santo. Pero a nuestros amigos, como a los españoles del 1700, les resbalaba tanta ilustración porque no veían cristalizarse sus deseos.

          —¿Qué es eso que cuelga? —inquirió Raúl.

          —El butafumeiro —explicó el guía.

          — Tengo entendido que es un verdadero tesoiro —dijo Anselmo, por la velocidad adquirida. Pero Raúl estaba impaciente por salir.

          —Sólo es un inciensairio, vulgar y corriente. No seas majadeiro —increpóle su amigo.

          En general, Galicia acabó por defraudarles. Varios días de pesquisas les convencieron de que nada relacionado con la brujería podía hallarse allí. Con la cera no se hacían muñecos, no había ninguna magia en los círculos y ni siquiera los conejos parecían tener patas. Fue una experiencia desoladora.

          Y cuando ya estaban preparando el viaje de vuelta, cuando ya habían desistido de su búsqueda, cuando ya desesperaban de hallar a la mediadora que les pusiera en contacto con el mundo de lo sobrenatural, cuando ya Anselmo se iba a resignar a su destino, triste y ceniciento sin su anhelado filtro de amor, entonces, en el último momento...

          En el último momento no pasó nada.

*                  *                  *

 

          «¡Qué mala pata!», pensó para sí la dueña de la casa de huéspedes donde Anselmo y Raúl se habían hospedado durante su estancia en Santiago. «Cada vez, por timidez o por lo que sea, solicitan menos mis servicios.»

          Y se puso a la labor de sacarle los ojos a un murciélago, pues los precisaba para un encargo que se traía entre manos.

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