Fortunata y Jacinta


 

Para armar un argumento

basta con un sinvergüenza

que se dedique a crear

todo tipo de problemas

a los otros personajes

que salen en la historieta.

Contaremos Fortunata

y Jacinta, una obra impresa

que tiene más de mil páginas

en una letra pequeña

y parece no acabarse

nunca, por mucho que leas.

 

Es el fruto de la pluma,

de la silla, de la mesa,

de la tinta, del papel

secante y, ¡ah!, de la idea

de Galdós (Benito Pérez),

ese escritor de novelas

tan prolífico y creativo

que las hizo por docenas.

 

Cuenta la historia de un tipo

mujeriego y calavera

que seduce a todo el mundo

con quién se encuentra (a las hembras;

conviene especificar

para que ninguno entienda

otra cosa y se imagine

algo que no viene a cuenta).

Juan Santa Cruz es el nombre

de nuestro protagonesta

(si he cambiado aquí la rima

es porque ‘ista’ no pega

y ya sé que me he tomado

una tremenda licencia;

espero que los lectores

no me lo tengan en cuenta).

 

Juanito —como decía—

es un cara, un fresco, un jeta

cuyos fines en la vida

son solo cuatro: las juergas,

las mujeres pelirrojas,

las rubias y las morenas.

Como es rico por su casa

tiene reales y pesetas,

no ha dado golpe jamás,

no trabaja ni lo intenta,

porque se halla convencido

de que el trabajo molesta,

perjudica a la salud

y te produce agujetas.

 

Un buen día va y conoce

a Fortunata (la bella

protagonista del drama),

le parece suculenta

(cual si fuera un plato de

huevos fritos con panceta)

y quiere darle un bocado

en la región periférica.

 

Ella quiere que se case

y él, por tenerla contenta,

le jura que así lo hará,

que será una boda excelsa

que hará historia en los Madriles

y dejará boquiabierta

a la buena sociedad

y a toda su parentela,

que tendrá al cura más caro,

luna de miel en Venecia,

banda de música, arroz

y un banquete para ochenta

con una tarta nupcial

de diez pisos y azotea.

 

La muy infeliz accede

a su demanda, en espera

de aquel bodorrio soñado.

Él, claro está, se aprovecha,

dejándola muy preñada

cual si fuera una coneja

y, tras hacerlo, con una

desfachatez manifiesta

desaparece y por mucho

que le buscan, no lo encuentran.

 

¿Qué pasa a continuación?

Pues un dramón que te deja

lacrimoso un mes entero.

Juan se busca una heredera

rica —Jacinta— y se casa

con su dinero y con ella.

Pero, como es previsible,

la felicidad doméstica

conyugal de J. y J.

resplandece por su ausencia,

y es porque el señoritín

—aparte de ser un déspota—,

siguiendo su antiguo vicio,

se trajina a toda aquella

que se cruza en su camino,

ya sea hermosa o bien muy fea,

puesto que a él le da lo mismo

siempre que la chica tenga

esas cosas femeninas

en proporción y bien puestas.

 

Fortunata tiene el niño

y se le muere. ¡Qué pena!

Y como no sabe hacer

de nada ni tiene rentas,

se arroja a la mala vida

como quien salta a una alberca.

 

Al cabo de un tiempo, un tipo

que se llama... (¡Ay, qué cabeza

la mía! Pues no me acuerdo

del nombre. Tengo flaqueza

memorística.) decide

que Fortunata está buena

y es buena para mujer.

Olvida sus «ligerezas»,

la desposa y le sacude

palizas cuando le peta.

La conducta de la chica

no es que sea muy perfecta,

porque se escapa dos veces

seguidas y se amanceba

con el Juanito de marras,

que se aprovecha y la deja

abandonada de nuevo.

(Dicen que el hombre tropieza,

por ser muy cretino, dos

veces en la misma piedra.

Fortunata lo hace tres.

Sin comentarios.) Comienza

aquí un nuevo culebrón

cuando la naturaleza

le avisa de varios modos

muy concretos de que espera

otro hijo del Juanito,

que lo hace todo a conciencia.

 

Para ir finalizando

esta historia truculenta

sustituiremos algunos

sucesos con un «etcétera»

y creemos que al lector

no pillará por sorpresa

saber que, en la conclusión,

Fortunata acaba muerta.

(Y si alguien le imaginaba

un final feliz a esta

salga perezgaldosina,

es que ignora la litera-

tura, sus trucos y tópicos,

sus clichés y sus esquemas.)

 

Como fuere, ella se muere

por un soponcio y le lega

su retoño a la Jacinta,

con la petición expresa

de que lo adopte y lo críe

con actitud benemérita

hasta que salga de quintas.

Jacinta, la pobre, acepta.

Y ¿por qué? Porque a su casa

no ha venido la cigüeña,

no tiene prole, se aburre

y se encuentra descontenta,

que el fresco de su marido

no se acerca ni a la puerta

de su casa y no aparece

por el hogar ni siquiera

cuando el hombre necesita

cambiarse de camiseta.


 

 

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