Daniel Migueláñez: Cenizas de Fénix,
Sial Pigmalión, Madrid, 2020, 70 págs.
Hace falta valor —y mucho— para atreverse con los dioses, ya sea para elogiarlos o censurarlos, y Lope no es deidad menor en el Panteón de las Letras: a nuestro juicio fue padre de muchos otros dioses menores que, a su sombra y con su bendición dada o arrebatada, se hicieron grandes. Lope es el creador por excelencia. Yo, modestamente, tengo con él ganadas apuestas a amigos literatos. Ellos proponían un tema, por extraño que fuese, y yo me comprometía a encontrar una obra de Lope en el que dicho tema se tratara. El Fénix de los Ingenios nunca me hizo quedar mal.
Pues bien: con grandeza, con dignidad, con sensibilidad, con acierto, con arte, en suma, ha sabido Daniel Migueláñez presentarnos la intimidad, los pensamientos, el alma del que fuera el más grande de nuestros escritores —y sin el permiso de Cervantes, porque Lope no lo precisa en absoluto, ya que venció sobradamente al alcalaíno cuando en el terreno dramático compitieron—.
Esta logradísima pieza, a la que el autor define acertadamente como ‘poeturgía’ (dramaturgia poética, que no meramente teatro en verso), recrea los últimos momentos del genio, los recuerdos de sus amores humanos, las frustraciones de sus amores literarios —el personaje se queja de los plagios frecuentes y del proverbial maltrato hispano a los poetas— y las penurias económicas que le llevaron a humillarse tantas veces ante su interesado «protector», el duque de Sessa. Migueláñez nos cuenta la tragedia íntima de un hombre de vida sobredimensionada que se arrepiente en parte de su pasado; el dramaturgo escarba —en sus propias palabras— en «los escombros de la fama», esa fama que de tan poco sirve cuando la existencia se acaba.
La obra es excelente en su equilibrio entre la historia original de Migueláñez y el engarzamiento en ella de textos que, como perlas exóticas, embellecen sobremanera un montaje minimalista y elegante. Alternando verso y prosa, se le ofrecen al espectador algunas de las más bellas palabras lopescas, especialmente sonetos, y se hacen referencias cultas a esa labor de escritura que fue la vida de Lope, como la alusión a su obra La gala de Medina, que el público reconoce (antes de que se mencione) como el título inicial de esa joya del teatro universal que es El caballero de Olmedo.
Lope dialoga con los fantasmas de su ideal «Belisa» y de otras mujeres a las que amó y que le amaron. Recuerda sus aventuras y sus pasiones juveniles. Y con su hija, Marcela de San Félix, habla principalmente de teatro, pues eso era lo que primaba en sus relaciones filioparentales. Al final de la obra ella nos revela que Lope escribió hasta el último suspiro, porque para él «escribir y vivir todo era uno».
Pero el dramaturgo no se limita a presentarnos una obra preciosista, conmovedora, culta y didáctica, sino que inserta en ella ese elemento de rebeldía y crítica con lo establecido que no debe faltar en el teatro. Concretamente denuncia la discriminación de la mujer escritora en un siglo que fue magníficamente fructífero en lo cultural, pero que lo fue a pesar de las instituciones y de la mentalidad prevalente, en absoluto gracias a ellas. Los versos conventuales de Sor Marcela arden por el criterio de algún puritano incapaz de entenderlos y de aceptar que el genio creativo no tiene sexo y que las mujeres no poseen menos sensibilidad ni talento que los hombres, aunque la costumbre del tiempo las tuviera dedicadas a otros menesteres. La Inquisición, con todo su omnímodo poder, se asusta ante las palabras y le prohíbe la escritura y amenaza con la violencia a una mujer creyente y devota que no ha cometido otro pecado que haber heredado el genio poético de su padre. Una triste reflexión en la última escena que nos lleva a cuestionar muchos elementos de nuestro «glorioso» pasado.
En resumen: la de Migueláñez es una obra conseguida, bella, llena de sentido, oportuna y osada. Como se solía decir, «es de Lope», lo que en el ámbito literario español era —y para mí lo sigue siendo— el elogio supremo.
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