No hay forma de saber lo que compuso Nerón. Dicen que sus poesías eran muy malas, pero a lo mejor no lo eran. Recuérdese que su historia la escribieron sus enemigos. Habría que concederle el beneficio de la duda o la presunción de inocencia, ese concepto tan útil que mantiene fuera de la cárcel a tantos y tantos que tanto y tanto merecen estar dentro.
En un dificultoso ejercicio de «posibilismo poético» recreamos lo que Nerón pudo muy bien escribir. Usamos la estrofa sáfico-adónica, que es lo bastante rara como para que no dé pistas de cuándo fue escrita. El tema es, ¡cómo no!, el incendio de Roma visto desde un tejado.
Arde la Roma. ¡Oh, Júpiter, qué bello!
Resplandor rojo alumbra mi tejado.
Fuegos calientes cercan a las turbas.
¡Mira qué cosa!
Cauterizantes llueven los cascotes
Que han de inspirar al rey de los poetas.
A mi mandato tuéstase el Imperio.
Lento combuste.
Sólo yo supe averiguar el sitio
de donde el arte brota, aunque quemado.
Seré nombrado en todas las edades
artium magister.
Si, destemplada, mi divina lira
soltaba acordes no del todo buenos,
hoy el calor la afina y pone a punto
porque yo trove.
Siempre quejoso, el necio populacho
protesta de que nunca le doy nada.
Hoy les he dado un rasgo de mi ingenio
caniculoso.
Usando el pirriquio
pretendo ahora hacer
el canto de Roma,
que está hecha puré
tras de que un mandato
que dio mi poder
la ciudad bañara
toda en querosén.
Incendio romano
¡dichoso quien ve
tus bellos fulgores
de color jerez!
Media Roma arde
este atardecer
como si estuviera
hecha en cartoné.
Las turbas escapan
en torpe tropel;
huyen los soldados,
huye el mercader.
Arden los tejados,
arde hasta el parquet
y todo se abrasa
en magna sartén.
El anfiteatro
comienza a caer
y hace de las gentes
humano paté.
¡Qué bello! ¡Qué lindo!
¡Qué inmenso quinqué!
Todo se chamusca
en un santiamén.
Lo que más me agrada
de todo esto es que
de los senadores
arde el comité.
No ha quedado nadie
y así no tendré
que hacer ante ellos
ningún paripé.
(Y eso que Petronio, el arbiter elegantiorum al que Nerón hacía mucho caso en temas de prendas interiores, le había recomendado en una carta: «Salud, Augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara.» Pero la carta la leería algún secretario oficioso e iría a parar al cesto de los papeles, como pasa con la mayoría de las cartas oficiales.)
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