No es la mejor ni de lejos;
sí quizá la más famosa
de las zarzuelas: es La
verbena de la Paloma.
La música está muy bien,
aunque en los montajes sobra
la voz de anciano decrépito
que los cantantes, en broma,
ponen, creyendo que así
la comedia es más graciosa.
Mas lo que saben de humor
los divos es poca cosa,
poquísima, casi nada;
es más: no tienen ni zorra
idea de cómo actuar
ni de qué es lo que funciona
en un escenario. En fin:
sucede como en la ópera,
que los cantantes jamás
se preocupan de la obra
hablada (a la que desprecian
bastante) y dedican toda
su labor a gorgoritos,
a pronunciación fangosa
de esa que nunca se entiende.
(Pero no voy a estar toda
la poesía hablando mal
de los cantantes, que toca
seguir con la descripción
de la verbena dichosa.)
La trama es muy inmoral
y muestra lo licenciosas
que son a veces las clases
populares españolas.
Un viejo verde se quiere
trajinar a dos manolas
—una rubia, una morena—
que, sin que les dé vergoña,
le aceptan muchos regalos
y los dineros le roban,
aprovechan su libido
para así llenar la bolsa.
Sin embargo, una de ellas
de esta zarzuela es la «prota»
y tiene loco al barítono
—Julián—, que es bastante idiota,
por lo que cree que la chica
es pura, casta y modosa.
Con el salido vejete
nuestras dos niñas pilongas
van de noche a la verbena
a trasegar gaseosas.
Pero hete aquí que va y llega
allí el Julián por la posta,
ve a su amada flirteando,
se enfada y arma una bronca
de tres pares de narices.
Y para lavar su honra
hace una machada hispana:
le pega en la cocorota
al viejo, que sale huyendo
para conocer Europa
y llega de una sentada
más allá de Zaragoza
(donde tiene que parar
porque se ha roto una rótula
de correr sin descansar
en huida maratónica).
La chica, viendo que el novio
es de los que atizan cocas,
siente renacer su amor
y se va con él. La otra
joven, para consolarse,
va y se pilla una cogorza.
Y así, entre el regocijo
de todos da fin la cosa.
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