El embozado llamó a la puerta. Le respondió una voz hosca.
—¡La contraseña!
—«¡Salve y viva Pepe Hillo!»
—Adelante, hermano.
La puerta se abrió y el embozado penetró en la estancia. Se despojó de la capa, pero no se quitó el antifaz.
—Soy el «Hijo de Rousseau».
—Bienvenido. Llegas a tiempo —le contestó «Chacal sanguinario».
—¿Y los demás?
—Aún no ha venido nadie.
El recién llegado estalló en cólera:
—¡Ya estamos otra vez igual que el jueves! ¡Esto no puede ser! Si se queda a una hora, se queda a una hora. ¡Hay que ser serio!
—No grites —le conminó el otro—. Los esbirros del malvado Fernando VII están por todas partes. Las paredes oyen. No pongas en peligro a nuestra hermandad secreta.
—¡Qué hermandad secreta ni qué ocho cuartos! Esto me pasa por conspirar en España. En Londres era todo bien distinto.
Sonaron golpes en la puerta.
—¡Vaya, menos mal! ¿Quién va? —preguntó el «Hijo de Rousseau» por la mirilla.
—«Azote de tiranos» —respondió la voz.
—La contraseña.
—No me acuerdo bien. Era «¡Salve!» y el nombre de un torero, pero no estoy seguro de cuál. Yo es que soy de la Sociedad Protectora y estoy en contra de la fiesta. Me parece una costumbre bárbara. Pero dénse prisa en abrir, por favor.
Lo hicieron y «Azote de tiranos» entró corriendo.
—¿Dónde está el retrete? —preguntó, angustiado—. Me estoy meando.
—Llegáis tarde.
—Lo sé, lo sé —dijo «Azote». Y desapareció por una puerta pequeña.
—¿Quién más falta por venir? —preguntó «Hijo de Rousseau» a «Chacal sanguinario».
—A ver... —recapituló—. Faltan «El silencioso», «El Pirata del Mar de los Sargazos», «Cosaco barbudo», «Un amigo de Marat», «El Tigre hambriento», «Atila español», «El verdugo despiadado», «Látigo fustigante», «El sangriento salmantino», «Flor de azalea» y otros leales compañeros.
—¿«Flor de azalea»?
—No os dejéis llevar por una primera impresión. Es un caballero fiel y dispuesto a los mayores sacrificios. Sabrá dar su sangre por la causa, llegado el momento.
—Bueno, pero reconoceréis que son unos nombres estúpidos. No sé por qué me he dejado liar para conspirar con unos individuos tan informales.
—Lo habéis hecho por el bien de la patria, para derrocar al tirano Fernando, que sólo se dedica a hacer ganchillo y ha acabado con las libertades que nuestros padres quisieron asegurarnos en las Cortes de Cádiz.
«Azote de tiranos» volvió a entrar con cara de alivio.
—¡Uf! —dijo—. ¡Qué a gusto me he quedado! ¡Ah!, por cierto, he visto a «Atila español» por el camino. Que no viene.
—¡¡¡¿Qué?!!! —la voz del «Hijo de Rousseu» era un rugido.
—Tiene al niño malo, con paperas. Pero me ha dicho que está de acuerdo con todo lo que decidamos, que contemos con él para lo que sea. Que lo que haya que hacer, lo hará.
Esperaron un rato, sin que llegara nadie más.
—Yo creo que podemos quitarnos el antifaz —propuso «Azote» tímidamente—. Da mucho calor y, de todas formas, nos conocemos todos.
—Sí, Emilio, nos conocemos. Muchos de nosotros incluso hemos ido juntos al colegio —respondió «Chacal sanguinario»—. Pero hay que hacer las cosas como es debido. Y hemos jurado no quitarnos el antifaz.
Estuvieron callados otro rato. Al cabo llegó «El Pirata del Mar de los Sargazos». Traía un saquito con peras de agua.
—¡Perdón! —dijo—. Me he retrasado un poco, pero como aquí al lado hay un mercadillo que abre hasta tarde, he pensado en aprovechar el viaje. ¿Qué? ¿Cuándo damos la voz de ataque? ¿Cuándo empieza la revolución?
—Eso quisiera yo saber. Habíamos quedado en decidirlo todo hoy y faltan muchos por venir.
«Pirata del Mar de los Sargazos» profirió una terrible blasfemia y añadió:
—Esto me cabrea mucho, porque al final siempre venimos los mismos. Así es como se pierde la motivación.
—Espero que los demás no tarden —terció «Azote»—, porque yo hoy me tengo que ir un poco antes.
—¿Pero qué os pasa? —preguntó, iracundo, «Hijo de Rousseau»—. ¿Es que no queréis librar a España del yugo fernandino?
Nadie se atrevió a decir que no. Pasó otro largo rato.
«Hijo de Rousseau» se paseaba como un león enjaulado. «Azote de tiranos», sentado en una silla, hacía solitarios con una baraja. «Pirata del Mar de los Sargazos» tenía la mirada perdida y parecía pensar en sus cosas.
Tres cuartos de hora más tarde, «Chacal sanguinario» formuló la propuesta que rondaba por las mentes de todos:
—¿Y si lo dejáramos para otro día, eh? Porque parece que hoy ya no va a venir nadie más.
El alivio se reflejó en los rostros de los conjurados.
—Será lo mejor —dictaminó, resignado, «Hijo de Rousseau»—. Nos reuniremos el primer domingo de julio, a la misma hora.
—Pero que ese día venga todo el mundo. Y si no pueden, que lo digan con antelación.
«Chacal sanguinario» se aseguró de que la calle estaba desierta y despidió a sus hermanos de ideas. Los conspiradores se cubrieron con el embozo y, tras decir el santo y seña, salieron sin ser vistos y desaparecieron en la oscuridad de la noche.
Al cabo de un rato, volvieron a llamar a la puerta.
Era «Pirata del Mar de los Sargazos», que volvía porque se había olvidado la fruta.
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