Luis Alberto es la exquisitez en forma humana, prácticamente una figura alegórica del refinamiento y la bonhomía.
Y no me refiero solamente a su labor literaria como poeta e investigador del mundo clásico ni a su impecable labor cuando ha detentado puestos de responsabilidad pública en el ámbito de la cultura (fue director de la Biblioteca Nacional y Secretario de Estado de Cultura), sino en su persona, en su gran afabilidad, en su selecto trato, en su elegante conversación y en su inmensa generosidad para compartir su saber y sus conocimientos allí donde va.
Esta generosidad le ha llevado a prologar gratis et amore dei literalmente cientos de obras cuando se lo han requerido, a presentar libros, a reseñarlos, a ayudar, en suma, al éxito de sus compañeros de letras. Al que conozca por dentro esta profesión le constará lo escasa que es la solidaridad entre escritores, una raza marcada con la maldición de la envidia, lo que confiere aún más valor a la buena disposición del hombre del que les hablo.
Siento por Luis Alberto un cariño fraternal, que él se ha ganado a pulso y mantenido durante años. Nuestras familias están vinculadas desde antiguo, pues su aya fue una antigua novia de mi abuelo. Luis publicó en su momento unos versos a ella que obraban en su poder y ha hecho además otras valiosas aportaciones a los estudios jardielescos. Me ha ayudado desde la cátedra de sus programas radiofónicos a difundir los libros de Jardiel que he ido editando durante los últimos años y ha tenido la gentileza de ocuparse asimismo de los míos y dedicarles su atención.
Pero aparte de este vínculo casual y del cariño que ha ido surgiendo de él (y que Luis Alberto sabe transmitir siempre que nos encontramos), el regalo que te hace es el de su conversación. He empleado la palabra ‘exquisitez’ al inicio de este escrito e insisto en ella. Porque he conocido a personas muy cultas y de conversación interesante, pero a ninguna como Luis Alberto. Hablando con él, las cosas adquieren un nuevo realce, los temas se vuelven apasionantes hasta el punto de que quisieras seguir con ellos indefinidamente. Esto se debe a la profundidad de la que Luis Alberto sabe dotarlos, de su habilidad para escoger qué punto tocar y cómo hacerlo, de lo oportuno y acertado de sus opiniones, de su gran capacidad de escuchar y, no menos importante, de la forma en la que se habla, de su perfecta construcción, de su amplio léxico, de su dominio de la figura retórica, de la belleza, en suma, de su discurso. Además de su valor comunicativo, la lengua tiene un inmenso potencial estético que muy limitadas personas saben sacar a la superficie. Luis Alberto de Cuenca es una de ellas y yo estaría escuchándole durante horas — hablara de lo que hablara y por poco que me interesara el tema—solo por el placer de escuchar su castellano, prosa poética continua. Para mí, hablar con Alberto (y dejando aparte el afecto que le profeso y que reitero en estas páginas) es como escuchar a Góngora, que hubiera vuelto a la vida al cabo de los años con el único objetivo de proporcionarme a mí placer estético con sus palabras.
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