Este siglo tuvo fama de rarito, si consideramos que el summum de la elegancia masculina consistía en pelarse al cero y luego ponerse una peluca ridícula encima.
Comparativamente fue una época bastante tolerante con respecto al sexo, que se consideraba algo tan natural como merendar. Quizá en esto el filósofo y rentista Jean-Jacques Rousseau tuvo algo que ver, pues dedicó mucho esfuerzo a convencer a todos de que el instinto sexual es innato y no avergonzante, y de que la unión libre salía, a la larga, más barata que pindonguear por ahí. Si los hombres han sido creados para el amor, las mujeres, más aún, por lo que tenían perfecto derecho a elegir sus amantes e incluso a tener varios, si podían con ellos. Rousseau, para dar ejemplo de su concepción libre del sexo, tuvo alegremente cinco hijos (aunque luego los mandó a la inclusa para no tener que mantenerlos).
No hubo, pues, mojigatería ni pudibundeces, como abundarían luego en el XIX. Los escotes de las señoritas eran generosos y hasta filantrópicos, y en medio de las fiestas, los nobles llamaban a un lacayo y hacían pipí en un cubo que este sostenía, sin preocuparse ni mucho ni poco por quiénes les estaban mirando. La principal labor de los embajadores era espiar las camas de los reyes y príncipes e informar luego de su actividad sexiamatoria y eso se consideraba muy normal. Entre las clases bajas, los pellizcos a las mozas eran uno de los principales entretenimientos, junto con el juego del marro.
El travestismo se puso de moda en fiestas y saraos, y el teatro lo adoptó de manera más permanente. La inversión de papeles se consideró algo muy chic, chiquísimo.
La homosexualidad era el colmo de la elegancia. «Voltaire» la denominó «el pecado filosófico», no sabemos si aludiendo a Platón, al que le gustaban mucho los efebos.
Los reyes dieron ejemplo de lo importante que era el sexo en la vida, a juzgar por el número de horas que le dedicaban. Luis XV no paró, Catalina «la Grande» tampoco se detuvo ni para respirar y lo mismo pasó con otros monarcas, que adoptaron el adagio latino del «Carpe diem», y agarraron muchas cosas, además del día. Hubo muchos menos conflictos que en los siglos anteriores, aunque muchos más bastardos reales.
Junto con los reyes aparecieron los grandes amantes, que se hubieran hecho millonarios contando sus vidas de haber existido entonces la televisión. Giacomo Casanova fue el seductor por antonomasia, aunque el hombre, en sus Memorias, exageró bastante. La idea era que no le merecía la pena seducir a nadie si no podía contarlo, por lo que comprometió en sus escritos a muchas damas casadas de la buena sociedad veneciana.
Otro pájaro de cuenta (le llamamos «de cuenta» porque todas las barbaridades sexuales que hizo las contó) fue el marqués de Sade, escandalizador profesional y autor de gran ingenio, que sistematizó (ya existía antes, pero él fue quien la perfeccionó) la costumbre de sacudirle la badana a nuestra pareja erótica. Les hizo mil y una una perrerías a sus amantes y tuvo por ello que pagar algunas multas. También estuvo en la cárcel y en un manicomio, pero no por demasiado tiempo, en contra de lo que nos pudiéramos creer. Escribió obras lascivas, algunas de las cuales contaremos en algún otro lugar de este entretenidísimo libro.
Se otorgó el título de «filósofo del vicio», con el propósito de divertirse más que Santo Tomás de Aquino, por ejemplo. Para él, vicio, naturaleza y placer eran sinónimos. Por el contrario, el amor, el matrimonio, la fidelidad y la pureza eran gaitas gallegas, de esas con las que se tocan las muñeiras.
Sostenía que el pudor era un signo de la decadencia de la civilización. Los vestidos eran fuente de morbo. El incesto era algo inevitable en las comunidades cerradas y clanes. La violación era menos perjudicial que el hurto. Y en cuanto a la sodomía, argumentaba hábilmente que no era justo castigar a alguien solo porque no compartiera el gusto general. Aceptaba todos los pecados y todas las aberraciones —aunque mantenía debilidad por la flagelación— y su máximo objetivo era inventar nuevas perversiones. El mundo es testigo de que lo logró.
Sade tuvo más seguidores entusiastas que Elvis Presley. Se fundaron bajo su influjo sociedades y casinos exóticos, como el de los «Hermafroditas o la Orden de la Felicidad» (aunque tenían que cambiar su sede con frecuencia, para no escandalizar a las vecinas). La sociedad denominada «Momento» era de gustos más escatológicos que otra cosa. La «Sociedad de los Anandrynas» solo aceptaba a lesbianas y a lesbianos. Y la logia «La Amistad Amorosa» aceptaba absolutamente a cualquiera que estuviera dispuesto a hacer cochinadas.
Hubo sectas, ¿cómo no?, de chalados sexuales y místicos. Los escobitas eran unos sexistas eslavos que se castraban (¡vaya usted a saber por qué!), por lo que luego tenían que prostituir a sus mujeres para no extinguirse. Según decían, Dios creó al hombre para que no tuviera relaciones sexuales, pero Adán y Eva lo entendieron mal y pecaron mediante el coito. Para expiar este pecado original tan poco original, se castraban con un vidrio y cortaban los senos de sus mujeres, poniéndolo todo perdido de sangre. El Zar los desterró a Siberia, pero allí, con frío y todo, siguieron con sus prácticas.
Otra secta rusa rara, rara, rara fue la de los dubujores o luchadores por el espíritu, que, expulsados de Rusia, se fueron a pasear desnudos por el Canadá, puesto que para ellos la religiosidad consistía en ahorrar en jabón y en poner pocas lavadoras.
Los afrodisíacos continuaron estando «en el candelabro» como había sucedido en el siglo anterior y las cantáridas se emplearon en cantidades industriales. Se tomaban dentro de bombones, en pastillas y hasta a cucharadas.
El tradicional remiendo de virgos medieval —cuya técnica ya había detallado Avicena en el siglo XI— se perfeccionó con la aparición de nuevos materiales.
El doctor Conton, de Londres, presumió de haber inventado el «condón» o preservativo, aunque sospechamos que para este propósito se venían usando tripas de todo tipo de rumiantes desde el Paleolítico superior.
Otro «invento» erótico fue lo que en Francia se denominó pommes d’amour, penes artificiales para solteronas (y no tan solteronas). Sin embargo, Marco Polo ya los había mencionado como habituales en la China, por lo que se valida de nuevo el adagio de «Nihil novum sub sole» [Nada nuevo bajo el sol].
Todo iba muy bien en los dominios de Venus, cuando llegó la Revolución francesa y una ola de puritanismo repentino empapó a toda la sociedad. A partir de 1790 se intentó instituir el reinado de la virtud y el movimiento revolucionario pretendió convertir París en una capital espartana o poco menos, para lo cual se atacó a la prostitución, deteniendo a casi todo el gremio y gravando esta práctica con impuestos tan altos que casi consiguen hacerla desaparecer por primera vez en la historia de la humanidad.
Pero con la llegada al poder de Napoleón, la cosa regresó a su cauce y los franceses volvieron a ser lo que siempre fueron, ya que el Primer Cónsul consideró que sin el acicate de las violaciones, los soldados no iban a dar un palo al agua (léase «bayonetazo al enemigo») y decidió cerrar los ojos fuertemente ante los abusos sexuales de los soldados (y de los oficiales y los generales, obviamente).
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