Angelina o el honor
de un brigadier es parodia
que escribió Jardiel Poncela
como hizo todas sus obras:
a base de poner una
palabra detrás de otra
y pararse cuando tuvo
material para dos horas
de espectáculo teatral.
Esto es la verdad, no es broma.
Jardiel se comprometía
con la empresa productora
a acabar una comedia
original y graciosa
en plazos que eran muy cortos
(un sistema que provoca
que la pienses dos minutos
y la escribas por la posta
para poder entregarla
en la fecha en la que toca).
Esto sucedió con esta,
pero él cumplió, como anota
don Gustavo Pérez Puig,
que lo explica en sus memorias.
Aunque era obra poemática
con sus rimas y esas cosas
del verso, su gestación
y redacción fue más corta
que otras: en una quincena
la acabó y, cosa curiosa,
la escribió mientras jugaba,
con unas cuantas personas
conocidas, a los dados
en un café (nadie ignora
que en esos sitios compuso
sus comedias más preciosas).
Entre tirada y tirada
iba llenando la hoja
y se reía él solito
leyendo sus propias bromas.
Más vamos a la comedia
que es lo que aquí nos importa.
Se burla Jardiel de la
España decimonona,
que era cursi hasta decir
«¡basta!», repipi y gazmoña.
La hija de un brigadier
se encapricha —la muy tonta—
del amante de su madre,
que es más malo que la sopa.
Se fugan. Y cuando el padre
se entera de su deshonra,
que su hija se ha escapado
con lo puesto (y con sus joyas)
con un casanova ateo
que no tiene ni una gorda,
coge un cabreo importante,
quiere vengarse, se monta
en un veloz velocípedo
y se marcha a diez por hora
para impedir el ultraje.
Mientras tanto, la muy boba
de Angelina se arrepiente
y pide a Germán... (ahora
que pienso: no había contado
—pues me falla la memoria—
cuál es el nombre de pila
de este donjuán que enamora
a las madres y a las hijas
a la vez, y que las toca
ambas, cual si fuera él
el premio de alguna tómbola).
La niña quiere volverse
a su casa acogedora,
porque quizá con Germán
tenga que vivir a solas,
sin criados, y fregar,
lavar y planchar la ropa.
Antes de que pase nada,
se persona la persona
del brigadier en la finca
de Germán y suenan tortas.
Ambos se retan a un duelo.
Se decide que a pistola
(porque el cañón no se admite)
y así, al despuntar la aurora
del día siguiente (que era
san Filurcio y santa Escrófula
como indica el santoral),
Para lavar bien su honra,
enjuagarla y escurrirla
y dejarla primorosa,
el buen brigadier le mete
—a base de tino y pólvora—
una bala al seductor
entre las costillas octa-
va y novena, provocándole
una herida peligrosa,
pues llaman para curársela
a un mal médico, sin zorra
idea de medicina
y que ha mandado a la fosa
a muchos pacientes suyos
que, en su presencia, empeoran.
Llega allí entonces la adúltera
y al ver a Germán, se arroja
en sus brazos sollozando
y empapándole la ropa.
Contemplando el achuchón,
el brigadier se cerciora
de que su mujer le ha puesto
cuernos en la cocorota
y, airado, le suelta u-
na maldición horrorosa;
jura que nunca jamás
perdonará a la muy golfa
y se acaba el tercer acto
de este drama (¡ya era hora!).
¿Qué pasa a continuación?
Que aunque a Germán no le importa
lo de morirse, prefiere
seguir vivo (cosa lógica).
Para quitarse de en medio
—pues está hasta la corona
(coronilla) de la madre
y de la hija y de todas
las mujeres del planeta,
que no dan sino zozobra—,
se va a la guerra anglo-bóer
para ver si tiene potra
y por matar a unos cuántos
a tiros, le condecoran.
Ya va a acabar el dramón
y solo queda la incógnita
de si el militar se ablanda,
si perdona o no perdona
al zorrón de su mujer,
que la ha cogido llorona
y se dice arrepentida
que haberlo pasado bomba
haciendo con el Germán
cochinadas en la alcoba.
El brigadier se mantiene
firme, no dice «esta boca
es mía» ni otra palabra
cualquiera a la pecadora.
Y entonces sucede algo
sorprendente que provoca
que hay otro punto de giro
en la narración. En forma
de espíritu bien vestido,
un ser fantasmal asoma
la gaita: es el señor padre
del brigadier. Tan insólita
aparición deja a todos
temblando. Y con voz gangosa,
el espíritu relata
que él sospechó que su esposa
(la madre del militar)
estaba de todas todas
liada con un señor
espaldas muy musculosas.
Ella dijo que era el hijo
de la tía Sinforosa,
un primo, por tanto, suyo,
mañico y a mucha honra.
El consejo del espíritu
es que se evite la bronca
y se tenga en el asunto
una actitud bondadosa,
perdón para la costilla,
resignación y pachorra.
El brigadier queda lelo
al escuchar esta historia,
pero antes de que consiga
pensar nada, sale otra
aparición espectral
(la madre: una dama anchota,
con bigote, como Emilia
Pardo Bazán, la famosa
novelista). La fantasma
cuenta que no es rigurosa
la versión que les dio el padre,
puesto que ella... (se sonroja
al confesar su pecado
como si fuera una moza
decente). Sí: tuvo un lío
con el tal de Zaragoza.
Mas le dije a su retoño
quiere hacer la vista gorda
y perdonar a la infame
su pasión pecaminosa,
porque él es inaguantable
y se merece de sobra
que su mujer se la pegue.
El marido se conforma
con lo que dice su madre
(porque es muy marimandona
y hay que obedecerla siempre),
con lo que acaba la obra
con la reconciliación.
¡Aquí paz y después gloria!
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