Creo que fue en 1981. García Márquez viajó a Nueva Delhi, donde yo residía por aquel entonces, para asistir a un acto académico u otro. Estaba solo, no conocía a nadie allí, tenía toda una tarde libre en la que no sabía qué hacer y en lugar de dedicarse a visitar una de las ciudades más bellas e interesantes del planeta, llamó por teléfono al Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Jawaharlal Nehru, para ver si había allí alguien de habla española que le pudiera dar conversación unas horas.
Sí que lo había. El decano de mi facultad, el profesor Susnigdha Dey, un reputado hispanista, me llamó y me dijo: «García Márquez está aquí esta tarde. ¿Quieres venir conmigo a hablar con él?» Allí que nos fuimos y en el lobby de un hotel de gran lujo pasamos cinco sólidas horas en conversación con el que era uno de mis ídolos literarios desde que leí Cien años de soledad.
García Márquez fue agradabilísimo y encantador con nosotros, dos desconocidos. Me pareció una persona muy amable en el sentido literal de «digna de ser amada».
Pero ahí acabó toda la magia. La conversación que mantuvimos me defraudó como nunca nadie lo ha hecho. Aquí vendría muy al pelo ese dicho de los ídolos con los pies de barro.
Mi decano me presentó: «Enrique es profesor en la universidad y es nieto de Jardiel Poncela».
García Márquez no tenía ni la más remota idea de quién era Jardiel Poncela.
Pero eso no fue más que una minucia, incluso perdonable. Lo que no le perdoné fueron sus opiniones sobre su propia obra, que fue lógicamente de lo que más hablamos.
Según nos dijo, consideraba que su novela Cien años de soledad era muy mala. Afirmó haberla escrito solo por dinero —en un momento en el que lo necesitaba terriblemente—, deprisa y sin ningún cuidado. «No tiene ningún valor», dijo, literalmente.
Tuve la impresión de que lo que pretendía era llevar la contraria. Tanta gente le habría dicho tantas veces que era una gran novela, que había decidido infravalorarla para no tener que hablar de ella. Eso quise creer. Porque la otra opción era peor: si de verdad pensaba que era novela era mala, entonces no entendía nada de literatura, algo grave en un hombre que lograría el premio Nobel al año siguiente.
¿Cuál es entonces el libro suyo que usted considera más logrado?, quise saber. Me contestó que La hojarasca, que es obviamente una obra menor, que no hace sino capitalizar el ambiente tropical y opresivo de Macondo, pero que argumentalmente no tiene demasiado que ofrecer. ¡Si al menos hubiese mencionado El coronel no tiene quien le escriba...!
Otras opiniones suyas resultaron igualmente insatisfactorias. Dijo que lo mejor que se había escrito nunca en lengua castellana había sido el Lazarillo de Tormes (sin comentarios).
Luego pronosticó el inminente fin de la novela como género. Según nos contó, el futuro era del cuento. Ya solo se escribirían relatos.
(Ha de indicarse que alguno de sus siguientes libros era un cuento largo, editado con un tipo de letra de inmenso tamaño, mucho interlineado y amplísimos márgenes; así, lo que en principio era un cuento alargaba sus páginas y se vendía suelto, como una novela.)
En otro orden de cosas, Márquez estaba envenenado de marxismo, en el sentido de que todo en el mundo lo juzgaba dividiéndolo en dos categorías primarias: revolucionario o contrarrevolucionario. Daba igual que hablásemos de una persona, de un libro, de una idea o de un helado de chocolate o de vainilla: todo era revolucionario o contrarrevolucionario. Un acercamiento tan primario a la realidad por parte de una persona a la que admiras te puede dejar apabullado. Eso me pasó a mí en aquella ocasión.
Tres años después, García Márquez regresó a Nueva Delhi y el profesor Dey fue de nuevo a verle y me invitó de nuevo a acompañarle. En aquella ocasión no pude acudir, por otro compromiso, pero encargué a mi decano que le hiciese a don Gabo una pregunta peliaguda.
García Márquez había publicado años antes su novela Crónica de una muerte anunciada. La pregunta que le encargué hacer —reconozco que con con bastante mala idea— era: «¿Ha leído usted la novela El gobernador, de Leonid Andréiev?»
(La causa es que la novela del colombiano está plagiada de la del ruso, algo que nadie parece haber mencionado aún, que yo sepa.)
El profesor Dey transmitió la pregunta y al día siguiente me trajo la respuesta: «García Márquez me dijo vagamente que sí, que la conocía, pero que era una obra menor a la que no había que dar ninguna importancia, porque estaba prácticamente olvidada».
No hay comentarios:
Publicar un comentario