Resulta que una vez, en un rapto de soberbia, afirmé que iba a vivir muchos años para así poder escribir cuatrocientos setenta libros, ni uno menos.
¿Y por qué esa cifra, se preguntará el lector? Pues porque uno de mis ídolos literarios —pero al que no me importaría superar—, Isaac Asimov, publicó en vida nada menos que cuatrocientos sesenta y nueve volúmenes de los más variados temas.
Aquella afirmación mía fue lo que los griegos llamaban hybris (una vanagloria estúpida) y lo que en román palatino se conoce por «ser un imbécil de tomo y lomo». Y como todo el mundo sabe, cuando el hombre comete hybris, viene el fatum y le hace una jugarreta.
Así es que yo fui y me morí.
Este recurso retórico de que un muerto cuente su historia me encanta. Se llama ‘idolopeya’ y es poco frecuente, ya que los muertos son poco proclives a dedicarse a la literatura, ya que no pueden cobrar derechos de autor.
Como fuere, me encontré de repente en la Gloria, que es un sitio bastante inocuo, sin las arpas del cielo y sin las chicas guapas del infierno: un lugar bastante aburrido, para entendernos.
Y en la Gloria estaba, ¡cómo no!, mi venerado maestro Isaac Asimov, divulgador, historiador y cienciaficcionista.
Decidí aprovecharme de sus conocimientos literario-editoriales, con la completa seguridad de que el escritor los compartiría gustosamente conmigo (y con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle), pues le conocía bien por sus prólogos —en los que siempre hablaba egocéntricamente de sí mismo— y me constaba que le encantaba escucharse. Me contaría todos sus secretos: yo estaba seguro de eso. Solo había que formular las preguntas adecuadas y oírle sin interrumpir demasiado.
Me presenté, le dije que era un autor español que había publicado una ochentena de libros (‘ochentena’, ¿existe esa palabra o me la acabo de inventar?) y que desearía que derramara su sabiduría acerca del mundo de las letras sobre mí, que le admiraba profundamente.
Asimov pareció complacido, se acarició sus nutridas patillas y, como yo había imaginado, se mostró plenamente dispuesto a contestar a mis inquiriciones.
—Pregunte lo que quiera —me invitó.
Yo no perdí el tiempo.
—Estimado maestro —le dije—, he leído sus Memorias y se pasa usted la mayor parte de ellas lloriqueando porque los editores rechazaban sus manuscritos. ¿Cómo consiguió vencer esa oposición?
—Yo nunca lloriqueé —aseguro tajantemente el escritor—, vaya eso por delante. Es verdad que rechazaron muchos de mis cuentos. En vida me gasté un dineral en sellos de correos para mandar mis manuscritos acá y acullá, y siempre me eran devueltos.
—Es un rasgo de honradez por parte de las editoriales estadounidenses —reconocí—. En España no te los devuelven, sino que van directamente a las fábricas de «Kleenex».
—El secreto está en insistir e insistir e insistir. Si te pones lo suficientemente pesado, alguien acabará por publicarte, aunque solo sea por cansancio. Una vez que consigues publicar un libro, debes espiar e investigar a tu editor para poder ofrecerle algo que le apasione personalmente. Te comprometerás a escribir un libro sobre su hobby preferido diciendo que también es el tuyo: filatelia, el arte de hacer ensaimadas, la pesca con dinamita, el macramé, los nazis, lo que sea. Creerá que eres un alma gemela y seguirá publicando tus libros; y así, entre los que le gusten a él podrás ir intercalando los que te gusten a ti.
—¡Pero eso es venderse! —repliqué yo—. ¡Es convertir la literatura una actividad mercenaria!
—No hay que verlo así —repuso—. Un escritor es básicamente alguien a quien le pagan por escribir. No hay géneros pequeños. Además, tratar sobre temas diversos te abre la mente y hace tu estilo más variado.
—¡Vaya!
—Hay muchos beneficios en ello. Cuanto más escribas, más fácil te será publicar, pues cualquier editor considerará que ya has pasado la criba de otros editores. En cuantos más lugares aparezca tu nombre, cuanta más gente te conozca, más fácil será que tus libros se vendan: esto es de cajón. Si escribes un libro y luego robas un banco, la fama y la fortuna están aseguradas.
—Lo tendré en cuenta.
—En cuanto a sobre qué escribir, mi consejo es que lo hagas sobre cualquier cosa en absoluto.
—¿Sobre cualquier cosa?
—Sí. Como dijo Balzac, «Todo es tema». Solo hay que pillar un tono y desarrollar un estilo propio. Si consigues que a la gente le guste tu forma de narrar, se tragará complacida cualquier cosa que le des. Conseguir una forma propia y reconocible es lo más difícil. Yo he sido siempre pragmático y he usado el estilo más sencillo que he podido: frases cortas, palabras simples e ideas claras. Haciéndolo así, he vendido mucho más que esos pedantes que buscan y rebuscan adjetivos innecesarios para recargar sus textos y que parezcan eruditos y muy adultos.
—Tomaré nota —aseguré yo.
—Piensa también que la mayor parte de los lectores son lectoras. Si tu libro no gusta a las mujeres, despídete.
—Mujeres —apunté yo en un cuadernito.
—Aprovecha cualquier cosa. Si un vecino hace ruido en el tabique, piensa qué le estará pasando e invéntate un cuento con lo que se te haya ocurrido. Lleva un bloc de notas hasta cuando te bañes en una piscina y ve apuntando todo lo que se te venga a la mente. Todos tenemos mil ideas geniales al cabo del día, que se nos olvidan por no anotarlas.
—Son consejos estupendos —reconocí.
Bueno, no voy a contar todo. Por espacio de varias horas, don Isaac vertió sobre mí sus conocimientos y experiencias de autor.
Finalmente le di las gracias efusivamente y le aseguré que siempre seguiría sus valiosas normas.
Pero entonces, añadió, con solemnidad:
—Claro, que todo lo que te he contado no te servirá para nada.
—¿Por qué? —pregunté yo, intrigado.
La respuesta no se hizo esperar.
—¡Pues porque estás muerto, pedazo de imbécil! ¿O es que se te había olvidado?
Reconozco
que, entusiasmado con sus enseñanzas, ese pequeño detalle se me había pasado
por alto.
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