El perro del hortelano (película de Pilar Miró, 1996)

 

          Los amores que se cuentan en esta película, adaptación de una obra de Lope, son un barullo de mucho cuidado, así es que el lector de este escrito puede confundirse con facilidad en cuanto quién ama a quién, cuánto y cuándo. El dónde es lo único que está claro: es el palacio de la condesa Diana de Belflor, en alguna ciudad italiana: Mantua, por ejemplo.

          (Hemos puesto Mantua sin pensárnoslo mucho, podríamos haber puesto cualquier otro. En realidad la acción se sitúa en Nápoles.)

          La condesa es la que hace el papel de perro. Entendámonos: no es que se disfrace, se ponga a cuatro patas o ladre, sino que impide que los demás hagan lo que ella tampoco hace (enamorar, en este caso), como indica el famoso refrán del perro que ni comía ni dejaba comer.

          Una noche, la condesa se despierta por ruidos y encuentra a su criado Teodoro y a Marcela, su dama de compañía, haciendo eso que se suele hacer con una pava: pelarla.

          Diana les ordena que se casen, para que no haya inmoralidades innecesarias en su palacio, pero de inmediato comienza a sentir ganas de pelar cosas ella misma y le escribe al sirviente una carta anónima, declarándole su amor.

          Teodoro al principio se agobia un montón, porque no entiende nada, pero luego deduce que la escribidora es la condesa misma y decide dejar de amar a Marcela y amar a la otra, que es mejor partido, ¡dónde va a parar!

          Diana manda encerrar a Marcela hasta la boda para que no incordie. Pero entonces Teodoro le declara su amor a la condesa, cometiendo lo que los griegos llamaban una hamartía y nosotros una gran metedura de pata. (Hay otros términos más precisos, pero que no empleamos porque caen de lleno en lo escatológico y, tras caer, se pone perdidos.)

           Como el acto primero se ha acabado, tiene que empezar el acto segundo. Ya en su obra Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1610), en donde se explica cómo deben escribirse las comedias barrocas, el gran Lope de Vega dejó escritos unos endecasílabos libres sobre esta transición:

 

Cuando se acaba el acto en que comienza 

la comedia, el segundo tiene inicio 

para que exista un mínimo de orden 

y sólo de esta forma debe hacerse; 

porque si vamos al tercero entonces 

y el segundo dejamos para luego, 

se embarulla el asunto de tal modo, 

se monta tal follón que nadie entiende 

ni jota del suceso que acaece

y el público se enfada con motivo 

y llama a los actores cosas feas, 

mentando hasta a la madre del que escribe. 

 


          Así es que empieza la jornada segunda y Marcela le manda una carta a Teodoro que este ni se molesta en leer, sino que la tritura enseguida en la destructora de documentos.

El galán se sincera con su antigua novia (ella aún no sabe que es antigua, pero se entera durante esta conversación) y saltan chispas. Para recuperar el amor teodoresco, Marcela decide darle achares con Fabio, un amigo del susodicho.

Entretanto, Diana sigue perreando (dudando y haciendo dudar, queremos decir) y le pregunta a Teodoro si es mejor que se case con el marqués Ricardo o con el conde Federico (que se case ella, se entiende, no Teodoro).

Este se da cuenta de que ella es una veleta de campanario y vuelve con Marcela, produciéndose una reconciliación entre ambos que le sienta a Diana como una patada en ese lugar anatómico donde más duelen las patadas (no especificaremos, porque a cada persona le duele más en un sitio distinto).

En ese momento la cosa se lía más, porque la condesa insiste en que Fabio y Marcela se casen por la posta, aparece por allí el marqués Ricardo —a quien nadie había invitado— y Teodoro se redeclara a Diana, porque a estas alturas el pobre ya no sabe muy bien ni a quién ama ni dónde tiene la mano de escribir (se nos había olvidado contar que Teodoro sufre de versitis y compone sonetos que le vienen muy al pelo para los soliloquios que se pega cuando la conducta de Diana le deja soliloco).

Empieza entonces el acto tercero, ya hemos contado por qué. (Lo del acto tercero o no es un decir, porque no olvidemos que esto es una película sin solución de continuidad, por lo que no hay entreactos de esos que se hacían para que la gente consumiera en la cafetería del teatro.)

 Diana introduce una variable en el conflicto, asegurando que Teodoro es guapo, pero no es noble, por lo que nunca podrán casarse. Él coge un cabreo de monumento (monumental) y explica lo del perro que ni come ni deja comer, añadiendo que él ya tiene verdaderas ganas de morder a alguna, sea la que sea.

Los pretendientes de la condesa (y aun los pretenmuelas, que diría Quevedo) están celosos de Teodoro y deciden quitarle de en medio. Pero como son bastante cretinos, contratan para hacerlo no a otro que a Tristán, el criado de Teodoro (claro, que ellos no lo saben). Tristán accede a matarlo (de mentirijillas), le saca los cuartos y avisa a su amo de que está en peligro de muerte. Teodoro decide huir... bueno, aquí viene otra historia que nos vamos a saltar para no hacer demasiado largo este escrito.

En resumidas cuentas: Tristán engaña a un tal conde Ludovico, haciéndole creer que Teodoro es su hijo, por lo que este se nobiliza y aristocratiza de la noche a la mañana.

Tristán le pide a sus contratadores que le suban el sueldo de asesino, porque siempre ha sido más caro matar a un conde que a un pobretón que ya está muerto de hambre. Los otros deciden que la condesa no vale tanto y desisten.

Como colofón, Teodoro y Diana se casan, y a Marcela le dan dos duros.

Sobre estos finales felices, Lope escribió lo siguiente:

 

Procura que al final de la jornada 

el galán y la dama se desposen 

uno con otro, porque si sucede 

que se van cada uno por su lado 

o la dama se casa con su abuelo 

o el caballero va y se mete a monja, 

la comedia no gusta al respetable, 

se representa muy poquitas veces 

y el pobre autor no gana ni una perra.

 

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