La Patrística

 


 Con el neoplatonismo se echa el telón tras el último acto de la comedia de la filosofía helénica y será en adelante el cristianismo el que tenga que lidiar con todos los asuntos que los griegos se dejaron sin resolver.

           Pero el cristianismo, en lugar de simplificar, complica aún más las cosas, introduciendo el concepto metafísico de creación, que se las trae.

           La Iglesia, nuestra Santa Madre, nos deja la Patrística —lo cual ya parece una contradicción—, que es ni más ni menos que la especulación de los Padres de la Iglesia en los primeros siglos del cristianismo. El objetivo es dotar al dogma de unos muros sólidos y una fuerte base para que, cuando sople el lobo del paganismo, las paredes no se caigan, como en el cuento de Los tres cerditos.

           Estos Padres no son muy sistemáticos: están a verlas venir y van tomando del pensamiento helénico los elementos que necesitan en cada caso para defenderse de las herejías y de los filósofos greco-puñeteros. Son eclécticos y pragmáticos: eligen de cada escuela pagana lo que les parece más útil para sus fines, armando así un cacao de mucho cuidado, una madeja que luego costará siglos desenredar.

           El problema-tipo es el siguiente: hay una verdad revelada a la que hay que sustentar a posteriori con la razón —sea ello factible o no— por mandato superior. Las autoridades eclesiásticas no aceptan un «no» por respuesta y ponen a sus teólogos en el brete de tener que justificar todo tipo de argumentos, como la Trinidad, el mal, el sentido de la redención y esa pregunta relativa al cristianismo que nadie ha podido aún contestar de una manera satisfactoria: ¿por qué hay niños que hacen la Primera Comunión vestidos de marineritos?

           Menos mal que para defender al cristianismo de los gnósticos y demás gentuza, aparecen los apologistas, dispuestos a pegarse de bofetadas con quien haga falta.

           Entre ellos destaca Justino (114-165), que se hizo famoso no por decir algo especial, sino porque le martirizaron leyéndole sin cesar fragmentos de un libro de Crescencio, su mortal enemigo[1].

           También fue famosísimo Tertuliano (169-220), quien, pese a su nombre, no pisó jamás un plató de televisión ni una emisora radiofónica. Este santo varón fue un enemigo ardiente del gnosticismo y de toda la cultura de la gentilidad, incluso de la misma ciencia racional y de las empanadas de atún.

           Dijo que lo bonito de la Revelación era su incomprensibilidad, pese a lo cual se ganó bastante bien la vida pretendiendo explicar aquello que ya había definido como inexplicable. Su aportación al tema fue el «traducianismo» del alma humana, la noción de la transmisión del pecado original de padres a hijos. No sabemos por qué, pero nos da en la nariz que esta doctrina tampoco era originalmente suya, sino que ya existía antes y que él se limitó a fusilarla y a hacerla pasar por propia.

           Ireneo de Lyon (circa 130-202) fue el anti-gnóstico más exacerbado, pues no les podía ver ni en pintura. Ireneo opone la fe a la iluminación y la pístis a la gnôsis, con lo cual a todos ustedes les habrá quedado el asunto claro como el agua cristalina.

           ¿Y qué decir de Clemente de Alejandría (circa 150-216), más célebre que los padres arriba mencionados? Este fue, si cabe, más Padre que los otros. Escribió dos obras, el Protréptico [El pedagogo] y los Stromata [Misceláneas], que están llenos de erratas hasta en los títulos, pero que le dieron gran fama. Dominaba muy bien el griego y sabía escribir sin levantar la pluma del papel.

           Clemente invita a sus oyentes a no escuchar las leyendas míticas de los dioses, sino la «nueva canción» del logos, el principio de la existencia y creador del mundo. Pone a los idólatras como chupa de dómine y dice que los griegos eran viles, ignorantes, sodomitas, pederastas y tiñosos, por lo que no había que tenerlos en cuenta. En general, se dedicó más a atacar las ideas de sus adversarios que a defender o explicar las propias, actitud que, por otra parte, era también un legado griego que venía como complemento habitual de la democracia.

           Discípulo de Clemente fue Orígenes (185-254), quien pretendió hacer honor a su nombre y que la gente se olvidara para siempre de los filósofos anteriores a él, por lo que escribió una obra titulada De principiis [De los principios].

           Orígenes —socio fundador y tesorero de la teología cristiana— insiste en la Creación y quiere desmontar todas las emanaciones neoplatónicas. Dios crea el mundo de la nada, porque hacerlo así tiene mucho más mérito que crearlo a partir de algo.

           A continuación, asistimos a una serie de herejías que lían aún más el cotarro. Arrio (circa 250-335) dice que Jesús no tenía la misma condición divina que Dios Padre y que no existió siempre, sino que fue creado en un momento concreto, probablemente en otoño. En el Primer Concilio de Nicea se enfadaron y anatematizaron al arrianismo para los restos.

           Nestorio (circa 386-451) monta el nestorianismo, también llamado difisismo (aunque este nombre no se popularizó demasiado, todo hay que reconocerlo), que afirma que Cristo tiene dos naturalezas, una humana y otra divina, que utiliza según sea la más adecuada para cada ocasión. En el Concilio de Éfeso se enfadaron y anatematizaron al nestorianismo asimismo.

           Pelagio (circa 354-420) sostuvo que lo del pecado original era una filfa que atañía solo a Adán y que el bautismo era un sacramento que nos podíamos ir ahorrando. El Papa Zósimo I se enfadó y anatematizó al pelagianismo, para no dar mal ejemplo y para seguir la tradición ya iniciada.

           Si a todo esto le añadimos el auge del maniqueísmo, nos haremos una idea aproximada del follón que había montado en aquel momento.


[1] Justino, incapaz de soportar aquello, suplicó que le cortaran la cabeza de una vez, para no tener que escuchar más. Sus verdugos se compadecieron de su sufrimiento y así lo hicieron.

 

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