Ígor Stravinski, 1910
De un cuento ruso más ruso
que el propio zar Alejandro,
Rasputín, Gogol o Putin
(por mencionar unos cuántos)
es la historia con que Ígor
Stravinski montó El pájaro
de fuego, un ballet muy cursi
y repipi en cinco actos.
La acción principia y comienza
(igual que pasa en El lago
de los cisnes, que parece
que el libretista ha copiado
esta historia de la otra)
en el jardín de un palacio,
solo que en esta ocasión
es un jardín hechizado
del palacio de Katschei,
un hechicero malvado.
(¿Ven ustedes que es igual
que aquel ballet chaikovskiano?).
El príncipe don Iván
viene del reino de al lado
y se mete en el vergel
porque viene reventado.
Como le duelen los pies
—que ha venido a pie y andando
para no pagarse un taxi—,
le apetece estar descalzo
un tiempo, así es que se tumba
y se quita los zapatos.
Oye un ruido y se levanta
diciendo (en ruso) «¡Canastos!».
Escondido tras un junco,
contempla a un llameante pájaro
que danza (para que quede
el ballet justificado)
mientras le pega a los frutos
mágicos unos bocados.
Para guisarlo en arroz,
Iván decide cazarlo.
Se aproxima sigilosa-
mente por detrás, da un salto
y agarra al ave, que suelta
lágrimas gordas (o lágrimos)
y le pide libertad
como si fuera un esclavo.
de una plantación de algún
estado confederado.
El príncipe es bondadoso
(que un protagonista malo
le da repelús al público);
conmovido y ablandado,
suelta al pájaro de fuego
que le dice: «¡Gracias, macho!
Como quiero compensarte
por no acabar en un plato
en tus reales cocinas,
te voy a hacer un regalo
que te va a hacer mucha “ilu”
y es tremendamente práctico».
Y arrancándose una pluma
refulgente (del sobaco),
se la da Iván, que, al oírlo,
permanece estupefacto,
que nunca oyó a un ave hablar
en su natal Leningrado
(entonces San Petersburgo).
«Cuando te encuentres pillado,
si te llevan a la “comi”
por pegarle de guantazos
a uno, si estás con una
y un marido cabreado
te ataca o si es que te encuentras
metido en cualquier fregado,
usa esta pluma e invócame
y yo acudiré ipso facto».
Tras decir esto, el fogoso
desaparece volando,
dejando a Iván sorprendido,
boquiabierto y ojiplático.
Él va y se esconde de nuevo
y así ve al cabo de un rato
princesas (una docena
o así), que vienen bailando
(pues si el coro cobra un sueldo,
no está bien despilfarrarlo
y el productor las obliga
a que bailen sin descanso).
La más guapita —Tsarevna—
recoge unos frutos mágicos,
que los árboles aquellos,
por estar bien abonados,
dan mucha fruta: melones,
peras, uvas, mantecados,
polvorones de la estepa,
cacahuetes y hasta rábanos
y zanahorias. La pena
es que no hay allí mercados,
que si no, Katschei podría
sacarse unos buenos cuartos.
Al verla, Iván se enamora
(¿esto les suena de algo?)
y compartiendo el momento,
se marca con ella un tango.
Pero entonces el canalla
del brujo, que es un lunático,
hace una magia magnética.
Todos se ven arrastrados
al interior del castillo
donde monstruos antipáticos
con más número de dientes
de los que son necesarios
apresan a Iván y lo echan
en menos que canta un gallo
a un calabozo asqueroso
lleno de ratas y ratos.
El hechicero aparece
seguido de mil soldados
y, como no caben todos
en tan reducido espacio,
muchos tienen que salirse
al pasillo, que es más ancho,
porque no tiene sentido
estar tan apretujados.
Katschei inicia un conjuro
que deja petrificado
al que lo oye (es literal,
que te transforma en basalto,
en granito o piedra pómez,
en pizarra, mica o cuarzo).
Pero, entonces, nuestro «prota»,
viendo el tema complicado,
saca la pluma de fuego
(que le tiene chamuscado
el bolsillo) y agitándola
pide ayuda al ígneo pato,
porque no hemos dicho antes
cuál es la especie de alado
del cuento, que es un palmípedo
que viene clasificado
como Anas platyrhynchos.
Aquí dejamos el dato.
¿Qué hace el pájaro? Pues baila
(por cumplir con su contrato
con la empresa y que Stravinski
pueda cobrar lo pactado).
Katschei y los otros se ven
forzados a estar girando
hasta que el agotamiento
les hace caer, cual fardos.
Luego, una danza tranquila
que el ave inicia en el acto
relaja tanto a Katschei
que se queda amodorrado
y luego en sueño profundo,
dando unos ronquidos bárbaros.
Revela el pájaro entonces
que el alma de aquel vil vándalo
está encerrada en un huevo
que se encuentra bien guardado
en un sótano que está
en un piso más debajo,
porque si estuviera arriba
el nombre no era apropiado.
Bajan al lugar y encuentran
aquel huevo en un armario
y con una llave inglesa
Iván le da un cacharrazo.
El huevo casca y el alma
de aquel tipo tan villano
se desparrama en la alfombra
y deja todo hecho un asco.
Su poder desaparece
al instante y de inmediato.
Katschei se escapa (era obvio:
no se iba a quedar rondando
por allí tras lo acaecido)
y su panda de sicarios
se ven sin sueldo y sin curro
y se tienen que ir al paro.
Un montón de caballeros
que estaban allí, hechos mármol,
vuelven a vivir y todos
se ven así liberados.
El pueblo celebra alegre
que el hechicero tirano
de Katschei ya para siempre
se haya ido a freír espárragos.
Y como clímax feliz
de este cuento siberiano
Tsarevna e Iván se lían
y antes de la boda hay tálamo.
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