Señores: la literatura no da para vivir, créannos. Si
alguno pensaba dedicarse a ella y escribir sin que le cortasen la luz por falta
de pago, que desista de inmediato.
Para aquellos que hemos elegido esta vida y que ya nos la
han cortado (la luz), no hay marcha atrás y solo nos resta el insuficiente consuelo
de pensar que los autores famosos no lo pasaron mucho mejor en el pasado, como
suele pasar. Tanto es así que todos tuvieron que desempeñar oficios paralelos
para ganar lo suficiente como para sobrevivir vivos sin morirse muertos.
Ofrecemos una relación de grandes escritores
pluriempleados.
Jack London, novelista y buscador de oro
Este
estadounidense aunque bizco novelista autodidacta fue vagabundo, marinero,
periodista, obrero de fábrica, ostrero y patrullero. Y, lo que es más difícil,
ejerció todos estos oficios simultáneamente, por lo que su jornada laboral
resultaba algo complicada.
En
1897, sin embargo, abandonó todo aquello para unirse a la fiebre del oro en la
región del Klondike, en el Canadá. Su vida como buscador orífero (¿se dice
así?) no fue excesivamente satisfactoria, si se considera que no solo no
encontró tal metal en absoluto, sino que, además, se puso malísimo y perdió
varios dientes. Tuvo la alegría de ver morir a muchos de sus compañeros, que no
pudieron soportar las extremas condiciones de aquella vida (se entiende que de
lo que tuvo la alegría fue de no haber sido él quien se muriera).
London decidió rentabilizar literariamente sus aventuras y
así surgió su primer relato: una bonita historia sobre un ingenuo minero que
muere congelado al ser totalmente incapaz de hacer una hoguera. El resto de sus
cuentos, lamentamos decirlo, era más triste que ese.
Rubén Darío, poeta y cónsul
Al
célebre poeta Félix Rubén García Sarmiento, (hermano de la no menos célebre
María Sarmiento (desaparecida en circunstancias misteriosas), se le conoció como
Rubén Darío y fue sin duda el máximo exponente del movimiento modernista,
mientras no se demuestre otra cosa.
Su poesía nunca le proporcionó ganancias suficientes para
tomar más de un croissant en el
desayuno, por lo que recurrió a sus contactos para asegurarse empleos públicos
de esos en los que cobras por no hacer nada. Gracias a su condición de
nicaragüense, le nombraron cónsul honorífico de Colombia en Buenos Aires, lo
que no nos acabamos de explicar. Como el sueldo tampoco le llegaba, se dedicó a
escribir artículos para periódicos rioplatenses a tanto el adjetivo, ¿viste?
En 1910 viajó a México como miembro de una delegación y
llevando consigo dos periquitos muy simpáticos y que sabían decir muchas cosas;
pero a Porfirio Díaz, el dictador mexicano, no le gustaba nada la poesía, por
lo que se negó a recibirle y allí finalizó la carrera diplomática de nuestro
hombre.
Unamuno, filósofo y rector
El
escritor y pensador Miguel de Unamuno fue uno de los puntales indiscutibles de
la Generación del 98 y subcampeón mundial de papiroflexia.
A
juzgar por la actividad que desarrolló en la universidad y la política, Unamuno
no tuvo tiempo para hacer ninguna otra cosa en su vida, lo que hace suponer la
existencia de un «negro» que le escribía los libros.
Fue
Rector de la Universidad de Salamanca, pero le destituyeron por razones
políticas. Le nombraron de nuevo Vicerrector, pero Primo de Rivera le destituyó
de nuevo. La República le restituyó y al final, ya mareado de tanto ajetreo,
abandonó la actividad docente, sin poder evitar que le volvieran a nombrar
Rector vitalicio, creando una cátedra con su nombre (un puesto que no cobraba
él, sino otro profesor advenedizo que no solo era más joven que Unamuno y tenía
más éxito con las mujeres, sino que, además, no había leído ningún libro del
filósofo vasco ni tenía la más mínima intención de hacerlo).
Las
peripecias laborales de Unamuno no acabaron ahí, puesto que al iniciarse la Guerra
Civil, Azaña le destituyó de su puesto de rector vitalicio y, al poco, el
gobierno de Burgos le repuso de nuevo en el cargo, con lo que al fin de sus
días Unamuno no estaba muy seguro de su seguía siendo el rector de algún sitio
o si ya no lo era.
Tirso de Molina, sacerdote y autor teatral
Tendría
que hablarse de él al revés, como de un escritor que adoptó la profesión del
sacerdocio, porque en ella era en la que de verdad ganaba dinero.
El
sacerdote mercedario Tirso de Molina escribió entre trescientas y cuatrocientas
comedias que le quitaron mucho tiempo que podía haber dedicado a otros menesteres.
Parece ser que, debido a esta circunstancia y quizá también a que pasó gran
parte de su vida retirado en un monasterio, no tuvo novia regular, por lo que
dejó escasa descendencia.
Su oficio dramatúrgico y comediográfico proporcionó
bastantes disgustos a Tirso. Sus superiores le castigaron repetidamente con
diversos destierros y no dejándole ir a las excursiones campestres que
organizaba la Orden. El Conde-Duque de Olivares llegó a pedir su excomunión por
escribir comedias profanas y con malos ejemplos, puesto que en ellas había
muchas mujeres vestidas de hombres y, lo que era peor, había también muchos
viceversas.
Alfonso X, poeta y rey
Alfonso
X de Borgoña, llamado el Sabio
no por mérito suyo sino por demérito de sus predecesores, compaginó sus
divertidas actividades artísticas y académicas con el tostón de ser rey de
Castilla y León a tiempo completo.
(Los reyes que
precedieron a este monarca fueron Alfonso VII el Lerdo, Sancho III el Corto,
Alfonso VIII el Zote, Enrique I el Panoli, Doña Berenguela la Obtusa y Fernando III el Torpe, (solo que, ¡claro!, estos
motes no se los decía a la cara nadie —y sus cronistas mucho menos—, por lo que
no han pasado a la historia).
Como
monarca su actuación resultó un tanto ambigua, con aciertos y desaciertos. Con
su desafortunada medida de fundar la Escuela de Traductores de Toledo, que
vertió al castellano la mayor parte de las obras del saber antiguo y de su
época, obligó a leerlas a muchos que se venían librando de hacerlo con la excusa
de que estaban en lenguas desconocidas. Sin embargo, hizo mucho bien a sus
súbditos al adoptar el castellano como lengua oficial del reino y desaconsejar
el uso del latín.
Voltaire, pensador y rentista
François Marie Arouet, más conocido como Voltaire, tuvo el
mejor oficio que se conoce, pues vivió siempre de las rentas de sus tierras. Se
instaló en una amplia propiedad en Ferney, en Suiza, y allí ejerció de
terrateniente, disfrutando de los beneficios que le entregaban los arrendadores
de sus campos y pasándose el día tumbado «a
la Barthélemy», como decían por allí.
Su
sentido de justicia social y de solidaridad con el pueblo llano le llevó a
hacerles prestamos a diversos aristócratas, cobrándoles unos intereses
altísimos. Tenía ideas republicanas, pero como era muy tolerante no puso
objeciones a recibir pensiones de diversos monarcas. Fueron estas sumas y no
los pigres beneficios de sus escritos las que le permitieron gozar de una
existencia casi principesca.
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