Felipe II

 

El rey Felipe Segundo
nunca usaba servilleta
para comer, mas las manchas
que le caían a las prendas
no se notaban, pues siempre
se vestía con ropas negras,
con lo que disimulaba
la grasa de la panceta,
el tomate del arroz
a la cubana o la crema
de los pasteles y bollos
que comía por docenas.
Además de estos ropajes,
se ponía en la cabeza
un gorro de forma rara,
parecido a una maceta,
sólo que al revés, y así
gobernaba España entera
y un trozo del extranjero
sin que nadie se atreviera
a reírse de él en su cara
por esa pinta tan fea.

Fue un rey que hizo muchas cosas
—porque no dormía la siesta—
y tenía mucho tiempo
para meterse en cien guerras,
perseguir a protestantes,
hacer conventos e iglesias
y hasta jugar a la brisca
con toda su parentela.

Para contar su reinado
hay que mencionar primera-
mente que tuvo mil líos
con la monarquía francesa,
que se quería quedar
con un buen cacho de tierra
que España robó en Italia.
Como no hubo componenda,
España y Francia llegaron
a las manos (y a la jeta)
y se dieron de tortazos
en cien batallas cruentas
como la de San Quintín,
que fue una marimorena
de tres pares de narices
y que dicen que hizo época.
Yo les contaría sus causas,
caso de que las supiera,
pero como no estoy nada
ducho en la historia del Rena-
cimiento, no puedo hacerlo,
por lo que ustedes se quedan
sin conocer las razones
que armaron aquella gresca.

Otro tanto me sucede
con el follón de Inglaterra,
que era nación enemiga
por barullos de la Iglesia
y a lo largo de los siglos
hizo mucho la puñeta
a España, por lo que el rey
dijo: «¡Ya está bien, jopetas!»
y armó la Armada Invencible
para zurrarle a la inglesa;
sólo que salió muy mal
la cosa, que una tormenta
convirtió a la flota hispana
en un paté a la pimienta.

¿Qué hace bien Felipe? ¡Ah, sí!:
el asunto de la herencia
que le permite ceñirse
la corona portuguesa
(aunque, por ser cabezón,
le quedaba un poco estrecha).
Esto sucede en el año
de mil quinientos ochenta
y, para hacerlo bonito,
diremos que en primavera.
El rey se dirige a
Portugal y se lo anexa
o anexiona (ahora no sé
cuál es la forma correcta
de conjugar); lo que quiero
decir es que se lo queda
y lo conserva hasta el año
de mil seiscientos cuarenta,
cuando los lusos se hartan
y logran la independencia
así, a la chita callando,
sin que nadie se dé cuenta.

(NOTA ACLARATORIA.—Los portugueses se lograron independizar porque la corona estaba entretenida, sofocando otra rebelión en Cataluña, y no había bastantes soldados para mandarlos a los dos sitios. Se tuvo que optar por uno u otro y el conde-duque de Olivares decidió que era mucho mejor quedarse con Cataluña que con Portugal y sus ricas colonias de ultramar (incluyendo el Brasil y posesiones por toda Asia. Preferimos no hacer comentarios a esta decisión de gobierno.)

Otro logro de este rey
es que encargó a Juan de Herrera
un bonito monasterio,
hecho en piedra berroqueña,
que tuviera mil ventanas
para ver lo que había afuera.
También fijó para siempre
en Madrid su residencia,
porque es que estaba cansado
de ir de la Ceca a la Meca
y eso de la Corte móvil
sólo causaba problemas.

Más cosas. Venció en Lepanto
y hundió la flota turquesa
(no era azul, sino de turcos),
mano a mano con Venecia
y el Papa (aunque España fue quien
tuvo que poner las perras,
que el otro se limitó
a bendecir a la guerra).
Se cargó al príncipe Carlos
(porque estaba majareta).
Se lió con la de Éboli,
una maciza (aunque tuerta),
e inventó lo de poner
un saco por la cabeza.
Impulsó la Inquisición
con subvenciones y dietas,
hizo polideportivos,
inauguró carreteras,
aprendió a tocar la flauta,
comió coles de Bruselas,
rezó el rosario a diario,
causó la Leyenda Negra
e hizo más cosas que no
caben en este poema,
por lo que si algún lector
curioso quiere saberlas
sólo puedo aconsejarle
que se lea una enciclopedia.




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