Eficaz remedio contra la ira que usaba mi progenitora
Mi reverenda madre (es broma: no era monja, ni mucho menos) publicó pocas cosas en vida (un libro o dos y media docena de artículos), pero escribió mucho, sin embargo: cartas en verso, cuentos con adivinanzas ocultas para juegos de cumpleaños y cosas así. Pero lo que más utilizaba eran los sonetos terapéuticos.
Estos consistían en un soneto vulgar y corriente en su estructura —con estrambote si hacía falta—, destinado a poner verde / a caldo / de vuelta y media / a caer de un burro / como un trapo / como chupa de Dómine a aquel o a aquello que le hubiera fastidiado en algo. Era el derecho al pataleo con lirismo y servía perfectamente para desfogarse y eliminar la mala uva.
El pulloso y satírico verso no se le hacía llegar al causante, pues el objetivo no era vengarse ni zaherir, sino simplemente limpiarse catárticamente del cabreo que se tenía.
Como ejemplo, contaré que en cierta ocasión escribió una carta preguntando algo (no recuerdo qué, pero nada muy complicado) al Banco Español de Crédito[1] (con el que llevaba más de treinta años) y no se molestaron en leerla, al parecer, sino que le contestaron sin contestarle: ya me entienden; le enviaron una circular de esas que usan para todo y que no dicen nada en absoluto, junto con un documento de cincuenta páginas sobre condiciones contractuales, especialmente redactado para que no se entendiera nada en absoluto.
Se desahogó con esta composición:
«Aperturación» con salida de caballo
(Soneto burocrático)
¡Gloria al Banco Español, que corresponde
a la correspondencia como un rayo
y manda siete tomos y un ensayo,
por más que a las preguntas no responde!
Sobre el tesoro que con celo esconde
monta la guardia como fiel cipayo;
mas mis haberes de este mes de mayo
no los ha de guardar, por más que ronde.
¡Salve, oh, Banco Español de los ingleses,
de frases cabalísticas y extrañas,
que acumulas «Servicios» e «Intereses»!
¡Salve, oh, tú, Banco inglés de las Españas,
que no sueltas un duro en los tres meses!
¡Sálvenos Dios a todos de tus mañas!
El sistema no resolvía nada en el mezquino plano del mundo real, pero te dejaba como nuevo en cuanto a lo anímico.
Yo se lo copié, pues hubo un profesor malaje que en cierta ocasión me incomodó bastante, de manera injusta a mi entender. Empecé a escribir sobre él unos sonetos acidísimos y me regodeé con la idea de ir llenando una pequeña cajita con ellos (una cajita de cartón del tamaño preciso de las cartulinas en las que iba mecanografiando las composiciones) y, cuando acabara nuestra relación didáctica y estuviera yo ya fuera de su alcance, enviársela con un lacito. Estaba seguro de que el soponcio que le produciría la lectura de aquellos epigramas sería revancha suficiente.
Recuerdo uno de ellos que comenzaba diciendo:
«Milímetro a milímetro se llena
la caja a mi venganza destinada...»
No hizo falta enviársela. Cuando iba ya por el soneto decimotercero o decimocuarto, se me pasaron las ganas de hacerle daño con la palabra. Digamos que en mi fuero interno «le perdoné». No solo eso: los ataques estaban tan personalizados que aquellos poemas no servían para nadie más ni para ningún otro propósito. El final fue que destruí un puñado de sonetos que yo imaginaba que eran muy originales y ocurrentes (no lo serían; probablemente eran muy malos, pero yo sufrí su pérdida como si hubieran sido muy buenos).
Me dicen que algunos psicólogos usan esta terapia, invitando a que sus pacientes pongan por escrito sus miedos y sus odios. Yo puedo asegurar que funciona.
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