Persas armados con gatos

 


En el Alto y Bajo Egipto,

desde el Sudán hasta el Delta,

se daba el culto a Bastet,

una diosa con cabeza

de gata y, por esta causa,

el país perdió una guerra

e hizo un tremendo ridículo

en su conflicto con Persia.

Si quieren saber el cómo

de esta catástrofe bélica,

sigan leyendo este verso,

porque aquí la cuento entera.

 

Lo cojo desde el principio.

Pues la diosa Bastet era

egipcia y no catalana

(por más que la palabreja

pueda sonar como el nombre

de una payesa cualquiera

de Gerona o Tarragona,

de Barcelona o de Lérida).

Era deidad del amor,

la paz y la mayonesa.

Ella protegía el hogar,

el jardín y la caseta

del perro, el garage, el co-

bertizo de la herramienta.

Por ello era muy querida:

en su nombre se hacían fiestas,

se le dedicaban templos,

se le ofrendaban ofrendas

(valga aquí la redundancia)

y se hacían francachelas

en su honor, donde la gente

se ponía hasta las cejas

de bebidas alegrantes

de esas que luego te dejan

con una resaca que

te dura más de una década.

 

Esta señora divina

(según nos cuenta la anécdota)

era diosa de Bubastis,

que era una ciudad infecta

—como todas por entonces—

que estaba cerca de Alejan-

dría, en el delta del Nilo,

según se entra, a la derecha.

Era amiga del jolgorio

y era amante de la juerga.

Le gustaba mucho el baile

y que tocara una orquesta

al son del sistro y la flauta

pasodobles y zarzuelas.

Tenía, como hemos dicho,

una cabeza leonesa

(quería decir ‘leonina’,

porque no creo que fuera

de Sahagún o Ponferrada

u otra localidad de esas).

Esta cualidad gatuna

era su naturaleza

y, aunque solía mostrarse

por lo general muy tierna,

si le tocaban los morros,

se ponía muy violenta,

te pegaba tres bufidos,

te mandaba a hacer puñetas

o peor: te daba un cate

y te partía seis vértebras.

 

Por influjo de esta diosa

surgió en Egipto la secta

de la adoración gatil,

que se gastaban las leptas

(tengo que especificar

que esa era la moneda

que en esos lejanos tiempos

se usaba en aquellas tierras)

momificando a los gatos,

dando cuatrocientas vueltas

a sus diminutos cuerpos,

usando un montón de vendas.

Se les enterraba luego

debajo de las arenas

—porque enterrarlos encima

es que no les traía a cuenta—

y se han encontrado muchas

de estas tumbas mininiescas

muy cerca de Zagazig

(que no es una ciudad nueva,

sino la misma Bubastis,

llamada de otra manera).

 

¿Y por qué les cuento esto?

Para que se hagan idea

de cuánto amaban los gatos

en Memphis, Luxor o Tebas

y no les suene tan raro

lo que pasó en la pelea

con los medos, que es, al cabo,

lo que constituye el tema

de este verso pseudohistórico

(por más que no lo parezca).

 

Resumiendo, que es gerundio:

según cuenta la leyenda,

los persas fueron muy cucos,

pues ya que era cosa cierta

que habrían de combatir

contra las egipcias fuerzas,

dedicaron ocho meses

más seis semanas enteras

a la labor específica

de cazar gatos a espuertas

y los amarraron fuerte

a sus escudos con cuerdas.

 

Así es que cuando llamaron

a la guerra las trompetas

y los egipcios sacaron

de sus carcajes las flechas,

viendo a los persas cubrirse

con sus gatunas defensas,

no quisieron disparar:

se declararon en huelga

de arcos caídos, diciendo:

«¡Ay! ¡Que Bastet nos proteja!»

Más como ella no hizo nada,

les dieron hasta en la jeta.

Los persas les propinaron

una paliza tremenda

a las huestes egipcianas

y las dejaron bien muertas.

 

Lo más triste del suceso

de esta lid egipcio-médica

es que la diosa se hallaba

de vacaciones en Creta

en un resort y no supo

nada de la guerra aquella

hasta bastante después.

Y ahora, la moraleja:

ya adores gatos o perros,

ratones o comadrejas,

si te viene un enemigo

a sacudirte en la testa,

olvida supersticiones,

religiones y creencias;

 

sal corriendo y no te pares

hasta llegar a Indonesia,

a Andorra o al Uruguay:

lo que pille menos cerca.


 

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