(Este escrito es un plagio descarado de un cuento
de Borges, que diré que se ha debido a un error informático, argumento que
otras veces ha colado.)
El universo
(que otros llaman «Carrefour») se compone de un número indefinido, y tal vez
infinito, de galerías rectangulares, con altos tubos fluorescentes. Desde
ningún rectángulo se sabe dónde está el azúcar. La distribución de las galerías
es invariable. Una larga estantería divide los pasillos. Uno de los extremos da
al pasillo central, donde se paran los maridos mientras sus mujeres cogen las
verduras. En algún lado del laberinto hay un gabinete minúsculo que permite
satisfacer las necesidades fecales, pero únicamente los empleados conocen el
camino. Cerca de allí pasa la escalera, que se abisma y se eleva hacia el
remoto primer piso, donde quizá las colas en las cajas no sean tan largas. Los
hombres suelen inferir de esa escalera que «Carrefour» no es infinito.
Como todos
los hombres en «Carrefour», yo lo he transitado en mi juventud; he peregrinado
en busca de unas galletas, acaso de unas galletas con chocolate; ahora me
preparo a morir a unas pocas leguas del rectángulo de los tallarines, porque la
cola es interminable. Muerto, no faltarán manos piadosas que me depositen en la
Caja Central a la espera de que mis deudos recuperen mi envejecido envoltorio
de carne. Yo afirmo que «Carrefour» es interminable. Los idealistas arguyen que
los pasillos rectangulares son una forma necesaria del espacio absoluto o, por
lo menos, de nuestra intuición del espacio. (Los místicos pretenden que el
éxtasis les revela una estantería única, donde se encuentran juntos todos los
productos y que evita el tener que patearse el recinto incesantemente; pero su
testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Esa estantería única es Dios.)
A cada uno
de los pasillos corresponde una estantería en cuatro niveles; cada nivel se
asocia a un precio; cada producto está etiquetado; cada etiqueta tiene un
código; cada código, catorce barras de color negro. Ahora quiero rememorar
algunos axiomas.
El primero:
«Carrefour» existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es
la eternidad futura de la sociedad de consumo, ninguna mente razonable puede
dudar. Antes podría llamarse «Simago» o «Champion», pero el resultado es el
mismo.
El segundo: Las ofertas de «Carrefour» acaban saliendo
siempre más caras que comprar en otro sitio. Esa comprobación
permitió, hace años, formular una teoría general de «Carrefour» y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los precios. Mi padre vio en una
estantería un producto que databa de 1997. Había un tarro de mermelada de
naranja amarga que contenía higos chumbos. Otro producto carece de etiquetado y
nadie sabe lo que es, aunque, si lo compras, te regalan un objeto de tupperware.
Hace cinco
años, el encargado de charcutería dio con un tarro de paté confuso, del que no
se sabía el origen, debido a su impreciso etiquetado. Mostró su hallazgo a una
chica de patines, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le
dijeron que en yiddish. También se descifró el contenido: carne de ñu a la
pimienta. Este ejemplo y otros permitieron que un jefe de ventas de genio
descubriera la ley fundamental de «Carrefour», alegando un hecho que todos los
compradores han confirmado: No hay, en el vasto «Carrefour», dos productos
idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que «Carrefour» es
total y que sus estanterías registran todas las posibles combinaciones de los
nutrientes conocidos por el hombre (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable comerse y muchas otras cosas que no lo son.
Cuando se
proclamó que en «Carrefour» había de todo, la primera impresión fue de
extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro
intacto y secreto. No había objeto que no pudiera encontrarse: en alguna
estantería. El universo estaba justificado. Miles de golosos abandonaron sus
casas y se lanzaron por los pasillos del vasto edificio, urgidos por el vano
propósito de encontrar los bollos de sus sueños, pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre el suyo, o alguna
pérfida variación del suyo, es computable en cero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario