Morirse es muy fácil, en efecto; tanto, que al final lo sabe hacer todo el mundo, mientras que plantear reglas de tres o poner bien los acentos no está al alcance de todos los mortales.
Pero hemos de reconocer que en todas las actividades de esta vida es conveniente ser original. Por ello, dedicaremos este escrito a recordar a aquellos que han finado de una manera insólita, sorprendiéndonos, consiguiendo por unos momentos distraer nuestro tedio, haciéndonos sonreír o incluso reír a carcajadas, aunque esté feo hacerlo.
(Algún puritano alegará que este escrito denota mal gusto, al tomarse a chunga la muerte de alguien. A esa persona le contestaríamos que Leonardo da Vinci defendió el humor negro e insistió en que había que reírse hasta de los muertos. Y nosotros preferimos hacer caso a Leonardo que a ningún puritano.)
Recordaremos en primer lugar algunas muertes que se han hecho notorias por ellas mismas y que van de un extremo al otro del espectro, desde lo más trágico a lo más ridículo.
De las muertes trágicas podemos extraer lecciones útiles. Isadora Duncan, la famosa actriz (¿o era bailarina?, ¿o las dos cosas a la vez?; no estamos muy seguros en este momento) llevaba al cuello un pañuelo largo que se le enganchó en la rueda de un coche. Cuando este se puso en movimiento, la estranguló. Esta anécdota nos enseña a no usar bufanda, aunque haga frío.
Esquilo era trágico pero cómico. ¿Y cómo se pueden ser ambas cosas a la vez, se preguntarán ustedes? Pues muy fácilmente: fue trágico porque escribía tragedias y fue ridículo porque murió cuando le cayó una tortuga en la cabeza. No se nos oculta que esto requiere una explicación. Un quebrantahuesos se apoderó de un quelonio y, para romper su caparazón, no tuvo mejor ocurrencia que dejarlo caer sobre una roca. Miró para abajo y creyó ver una piedra lisa, por lo que soltó a su presa. Solo que la roca no era roca, sino la calva de Esquilo, que brillaba al sol. La moraleja es esta: cuando te quedes calvo, no salgas nunca más de tu casa.
Algunas muertes no son especialmente glamurosas y no hablaríamos de ellas si los que las sufrieron no hubieran sido célebres por otra causa. Por ejemplo, está el caso del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams, que se quiso tomar de golpe varias pastillas de un frasco y se asfixió al tragarse el tapón.
(Como curiosidad lingüístico-antropónima diremos que este buen señor no se llamaba así, porque de esa manera no se puede llamar nadie. Su nombre real era Thomas Lanier, pero para destacar se puso el nombre de un estado de la Unión (Tennessee) y un nombre propio pluralizado (Williams [Guillermos]) como apellido. Equivalentes en español podrían ser «Andalucía Felipes», «Cantabria Fernandos» o «Comunidad Valenciana Vicentes».)
Otro caso de asfixia —aunque un poco exagerado— fue el de Adriano IV (papa número 169), al que le asfixió una mosca que se le metió en la boca durante un bostezo que dio en medio de una homilía especialmente soporífera que estaba predicando él mismo.
El gran arquitecto Antoni Gaudí tuvo un óbito un tanto vintage, porque murió atropellado por un tranvía. Si le hubiera pillado un coche, un camión o un autobús, no estaríamos hablando de él.
La elegancia del muerto no implica la elegancia de la causa mortis. El emperador Maximiliano de Austria era todo un dandy, que se hacía peinar la peluca siete veces al día, poseía doscientos cuarenta y siete chalecos de brocado de muy buen gusto, se pintaba las uñas con laca transparente y, a pesar de todo ello, falleció a causa de una indigestión de melones.
Hay muertes debidas a la curiosidad, como la del emperador Qin (era chino, aunque ustedes ya se lo habrán imaginado), quien quiso encontrar una pócima para no morirse. Para ello probó de todo, hasta que alguna sustancia le dejó en condiciones de no poder morirse una segunda vez.
El protocolo también puede ser mortal de necesidad, como aconteció con Tycho Brahe, astrónomo y danés —aunque no en ese orden—, quien no se levantó a desbeber en medio de un banquete porque no le parecía decoroso y agarró una uremia que se lo llevó al otro barrio en unos pocos días.
En épocas preantibióticas, la gangrena era una causa de muerte bastante común a la vez que maloliente. Se te podía infectar un miembro por menos de nada y entonces tus opciones se reducían a dos: la fosa o el serrucho, si lo cogías a tiempo. El compositor Jean-Baptiste Lully dirigía su orquesta con una varilla de hierro. En un movimiento brusco del brazo (para amenazar a un violinista que estaba medio dormido y entraba siempre tarde) la vara se le escapó de la mano, le cayó en el dedo gordo del pie y le hizo una herida que se le gangrenó, pues aquello sucedió un 14 de septiembre y Lully no tenía costumbre de bañarse hasta primeros de mes.
Otro gangrenoso famoso que hizo el oso fue Allan Pinkerton, fundador de una agencia de detectives muy cuidadosa en su discreción en lo referente a los asuntos de sus clientes. Pinkerton era tan discreto que una vez, para no dar una información confidencial, se mordió la lengua con tal fuerza que se le infectó, con resultados fatales.
Ser torpe en tu oficio también puede acarrearte la muerte y no nos referimos a los pintores de fachadas borrachines que se caen de los andamios. Thomas Midgley fue un ingeniero que sufría de poliomielitis y estaba permanentemente encamado. Para acercarse objetos y para otros fines, desarrolló un sistema de cuerdas y poleas que podía manejar desde su lecho. Pero el ingeniero había acabado la carrera en el doble de años de lo normal y tras repetir muchas asignaturas. No era muy bueno en lo suyo y su sistema de cuerdas distaba mucho de ser perfecto. Al final, se hizo un lío tremendo con ellas y acabó ahorcándose él solito sin moverse de la cama.
El último ejemplo documentado que incluiremos es el de Crisipo de Solos, del siglo III a. C., que se murió de un ataque de risa. La razón que se da es que vio a un burro comerse unos higos y esto le hizo muchísima gracia. La verdad es que nosotros no lo encontramos especialmente divertido. Además, Crisipo era un filósofo estoico y se supone que a los estoicos no les tenían que hacer gracia tales tonterías. Nosotros creemos que la razón fue otra y que le contaron algún chiste picante especialmente ingenioso.
Y hay otras muertes de gentes desconocidas, pero que quedaron igual de muertas que los famosos. A un desocupado el teléfono móvil le explotó en la cara mientras miraba un video de caídas aparatosas (o puede que fuera de bebés o de gatos, no estamos seguros). Un majadero bebió gasolina pensando que era aguardiente de hierbas y luego encendió un cigarrillo. Una dama dieciochesca y fondona falleció por llevar el corsé especialmente apretado, por ver de lucir mejor y pescar marido en una fiesta cortesana. Al tragasables de un circo le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, pero se negó a jubilarse y tuvo un percance previsible. Y un individuo que quiso batir el récord Guinness a la barba más larga se la pisó y cayó al suelo, partiéndose el cuello. Podríamos dar más ejemplos de la estupidez humana de la que hablara Einstein, definiéndola como la única cosa más infinita que el universo, pero no queremos asustar en demasía al lector.
Ofrecemos, para finalizar, una serie de consejos para preservar la salud.
Actividades que hay que evitar para minimizar el riesgo de morirse
1.- Hincharse a medicinas caducadas.
2.- Pinchar a un oso con un objeto puntiagudo.
3.- Meterse en la lavadora mientras se juega al escondite.
4.- Romper por capricho un avispero y quedarse a ver qué pasa.
5.- Cruzar las calles sin mirar, confiando en los reflejos de los conductores.
6.- Tener una serpiente venenosa como mascota y darle besos en los morros.
7.- Tragar super glue o cola de contacto, por si el colocón merece la pena.
8.- Prenderse fuego al pelo para implantar una moda tribal urbana.
9.- Intentar volar de una ciudad a otra atado a mil globos.
10.- Utilizar
el palo de selfie como pararrayos durante una tormenta.
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