Cuando Eurovisión iba de música

 


El Festival de la Canción de Eurovisión es el programa de televisión más antiguo que aún se transmite en el mundo, por lo que se hizo con el Premio Guinness al mayor número de televidentes televiendo la misma cosa. Lo contemplan 600 millones de poperos (fans de la música pop​) de todo el planeta (fuera también lo ven, pero de esto no tenemos datos). Se emite regularmente cada año, sin importar qué guerra asole o asuele a los países del continente. La pandemia de COVID-19 lo paró un rato, pero no así la guerra de los Balcanes ni ninguna otra de las que disfrutamos en el actualidad.

Lo que no se sabe generalizadamente es que este festival se lo inventó y puso en marcha la OTAN en 1955 como medio de propaganda cultural e ideológica de sus países integrantes. Durante mucho tiempo se desconoció el papel OTÁNico en la creación del festival y todos creímos que era una iniciativa del mundo de la cultura y el periodismo (¡ja!). Para su estructuración, se copió el Festival de la Canción de San Remo y todos quedaron tan contentos.

Como la televisión por satélite no existía por aquel entonces, la Unión Europea de Radiodifusión utilizó la transmisión por microondas, que a nosotros (cuando hemos querido usar el nuestro) no nos ha funcionado. ​

A la primera edición del Festival de Eurovisión, que se celebró en la ciudad suiza de Lugano en el 1956, no quiso ir casi nadie y a los siete países a los que consiguieron engañar para que participaran se les pidió que, por favor, cantasen dos canciones cada uno o la misma canción dos veces (aunque cambiándole el título, eso sí), para poder llenar el programa. (Esta edición del festival la ganó Suiza que, como país anfitrión, quiso dar ejemplo y cantó tres).

El programa se conoció originalmente como Le Grand-Prix Eurovision de la Chanson Européenne, porque los franceses quisieron arrogarse el mérito de haberlo inventado (así son ellos, ya lo sabemos desde siempre y no hay que darle vueltas).

El formato del concurso no ha sufrido cambios importantes a lo largo de los años; su mecánica ha sido siempre la misma: primero el público sufre oyendo las canciones y luego sufre viendo cómo su país no acumula bastantes puntos como para ganar nada. Esto nunca ha variado.

El programa lo prepara (lo paga) el país organizador (ganador de la edición anterior). El vencedor no recibe más que el dudoso prestigio de haber quedado por encima de los otros, algo que logra que algunos cantautores vendan, algún disco que otro, además de que el país triunfador tiene el honor de ser el anfitrión (de pagar) en la próxima competición.

Antiguamente había orquesta con músicos de verdad, de esos que sabían tocar un instrumento y la clave de sol (y algunos, hasta de la fa), pero ahora la música viene en lata, hecha por analfabetos musicales[1]. Todos los países están de acuerdo en hacerlo así, por el ahorro que significa. Los idiomas oficiales son el inglés y el francés, porque a los ingleses y a los franceses les dio la gana y los demás europeos se achantaron ante ellos.

La final se lleva a cabo un sábado primaveral por la noche, porque el año en que se hizo un martes a las ocho de la mañana, algunos cantantes llegaron tarde y sin peinar.

Los países aptos para participar son los europeos más Israel (no me pregunten por qué; si Siria o el Líbano pidieran que les dejaran participar también a ellos, la carcajada del comité organizador se escucharía más abajo del estrecho de Magallanes). También se invita a Australia, por el aquel de que son blancos y rubios.

Por cierto, para cantar, hay que pagar una tasa a la Unión Europea de Radiodifusión, aunque no son ellos, sino el país anfitrión, el que paga los bocadillos de las delegaciones.

En todos estos años ya se han cantado casi dos mil canciones, basadas, más o menos, en trescientas y pico melodías, porque la mayoría están copiadas unas de otras.

Gran parte de los costes del festival la cubren patrocinadores privados, que quieren fomentar el turismo (para llenar sus hoteles y que les alquilen sus autobuses para llevar a los participantes de acá para allá). En algunos casos, los gobiernos han llegado a regalar los visados para visitar el país en esas fechas concretas.

Con cada delegación acude una caterva de enchufados y paniaguados, listados como representantes, comentaristas, corresponsales, asesores, autoridades y, si queda sitio, los cantantes también.

Desde 2001 todos los países tienen que utilizar el sistema de televoto, salvo por problemas técnicos de la infraestructura o por fallo del sistema, lo que pasa cada seis (cada dos por tres). Los inmigrantes votan masivamente por sus países de origen, con lo cual el mérito de las canciones ganadoras es el que yo les diga.

Los votos los anuncian las personalidades más horteras de cada país, vestidas de la manera más estrafalaria y con un monumento iluminado al fondo. De no hacer o decir el anunciante o la anuncianta una supuesta gracia antes de comunicar el resultado, este se da por invalidado.

La votación la controla un observador de la UER y el cómputo de votos lo hace una máquina, porque los presentadores se equivocaban mucho al sumar.

Se ha de cantar en vivo, pero algunos hacen trampa y meten coros de extranjis en la música enlatada. En medio de todo el estruendo, con estas voces humanas pasa como con los dioses: no puedes probar que existen y tampoco puedes probar que no existen.

Idioma, se puede usar el que se quiera, que casi siempre es el inglés, porque los europeos somos así de papanatas. Todavía no hemos escuchado ninguna canción en esperanto, ese idioma creado originalmente para hermanar a los europeos mediante una lengua común.

Las canciones no pueden durar más de tres minutos. Esta regla se implementó por consejo de la Organización Mundial de la Salud, que considera que ese es el tiempo máximo al que puede someterse al cuerpo humano a cierto tipo de variantes del heavy metal sin que se produzcan esos trastornos irreversibles de disrupción celular que tanto se dan en rockeros y moteros.

Hay reglas sobre la edad mínima para participar (16 años), pero no sobre el largo de las minifaldas. De hecho, muchos críticos cínicos aseguran que Massiel no habría ganado jamás con el La, la, la si en aquella ocasión se hubiese puesto pantalones.

Tampoco puede haber más de seis personas en escena, regla que se impuso porque algunos países económicamente menos favorecidos mandaban docenas de intérpretes a concursar para que esos ciudadanos suyos comieran caliente durante algunos días a costa del país organizador.

Las canciones pueden tener mensaje, aunque no deben incluir publicidad comercial alguna, así es que sus letras pueden decir sin problema «Siento gran placer en asesinar a niños de pecho y recomiendo a todo el mundo que lo haga alguna vez en su vida», pero no «Me gusta el ColaCao», porque esto último sería ilegal.

Seguiríamos contando cosas de este hito maldito de la cultura de Occidente, pero como estamos bastante desengañados viendo cómo el deslavazado psicodelismo de los efectos y el creciente horterismo de las presentaciones han arrinconado —al parecer para siempre jamás —a toda aquella actividad remotamente relacionada con Euterpe, musa de la música, preferimos no hacerlo. Que lo disfrute quien pueda hacerlo.


 



[1] Si no saben música, ¿no habría que llamarlos ‘adoreminos’ o ‘adoremifasolinos’, los que no se conocen ni la escala?

No hay comentarios: