Mi debut teatral

 

Tenía yo seis años cuando mi padre me dijo una buena mañana que tenía que aprenderme la lista de los reyes godos, para recitarla de corrido mientras me metía el dedo en la nariz.

          Esto, que en otras circunstancias podría ser calificado como crueldad mental e incluso llegar a estar penado por la ley, a mí me pareció de lo más justo y natural, tal fue la ajetreada y divertida niñez que viví.

          Además, mi padre no me iba a pedir ninguna tontería: aquello tenía que tener su razón necesaria y suficiente. La tenía y era excelente, pues se trataba nada menos que de mi debut en el arte de Talía.

          La obra era una pieza inmortal, desconocida para esos pseudo-lectores que sólo conocen a Lucía Etxebarría y al plúmbeo Saramago. Se trataba de una joya teatral con engarce de platino: Los caciques, sátira tremebunda de la España rural decimonónica, del madrilealicantino Carlos Arniches.

          La escena en la que yo intervenía no tenía desperdicio. Ante la visita de un inspector de educación a un colegio de pueblo donde sólo había cuatro alumnos —y ésos, no muy regulares por su asistencia—, la maestra prepara la comedieta del saber, haciendo que los escolares aprendan de antemano las respuestas a las preguntas que les hará en presencia del inspector, para que contesten bien y de ese modo impresionarle. Un niño (yo) tenía que saberse de memoria la lista de los reyes godos. Otro, los ríos de España.

          Para amplificar el efecto se traen escolares postizos de los pueblos de los alrededores, se «escolariza» por un día a todos los niños jornaleros del campo y se prepara una gran farsa.

          El inspector llega. La profesora, en su presencia se confunde y me hace la siguiente pregunta: «A ver, Juanito: ¿cuáles son los ríos más importantes de España?» Entonces yo contesto: «Recaredo, Sisebuto, Leovigildo...» «¿Qué estás diciendo?» «Es que a mí me tenía que preguntar los reyes godos. El que se sabe los ríos es Pedrito.» Bueno; ustedes se figuran lo cómico de la escena.

          Y a lo que iba. Dice Freud que los traumas de nuestra niñez nos joroban el resto de la vida. Yo puedo decir lo contrario: las experiencias agradables que tienes cuando niño te cargan de sabiduría y te enseñan lecciones endélebles y de gran utilidad.

          ¿Qué aprendí yo en aquella escena en mi debut teatral, en el honroso escenario de la Sociedad Coral «El Micalet», Instituto Musical Giner, de Valencia, aquel para mí fausto día de 1964?

          1) Que muchas de las cosas que vemos y presenciamos son una farsa y un montaje, preparado y ensayado.

          2) Que lo que cuenta en el mundo es la apariencia.

          3) Que las personas mayores mienten.

          4) Que casi nadie sabe nada.

          5) Que a casi nadie le importa no saber nada ni que casi nadie sepa nada.

          6) Que el estudio de la historia se suele reducir a banalidades inútiles y listas de cosas olvidables.

          7) Que los sistemas educativos al uso son inútiles.

          8) Que allí donde no hay sabiduría verdadera, en seguida llega el caos y toma posesión.

          9) Y que la única manera de enfrentarse con este mundo nuestro es adentrarse en el espíritu de la farsa y reírse de uno mismo y de todo lo demás.

          (También me aprendí la lista de los reyes godos, por supuesto, pero hace mucho que la olvidé y, además, nadie me la preguntó nunca.)

 

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