La historia de este señor Whittington es un ejemplo evidente de que especie humana es tonta de caerse. Todos y cada uno de los episodios de esta leyenda sajona nos impelen a perder la fe en nosotros mismos y en los demás. Únicamente la gata que aparece en ella se salva de la quema. Pero no nos enteramos de que es minina y no minino hasta muy adelante, porque el término ingles ‘cat’ no nos lo aclara. En fin: veamos qué podemos arañar en esta historia con gato.
En primer lugar, si te llamas Richard [Ricardo], hay que ser imbécil o ignorante para permitir que te llamen Dick, abreviatura inglesa que igual se emplea para ‘Ricardito’ o ‘Ricar’ que para denominar esa parte pendulante de la anatomía masculina con la que muchos piensan —en lugar de hacerlo con el cerebro— y por la que los varones se meten en tantos líos. Pese a este hecho, hay millones de señores (y entre ellos Richard Whittington, señor que existió de verdad y en el que está basado el personaje) que parecen no tener inconveniente en que les llamen así. Ellos sabrán.
Seguimos.
Este Dick (o Dickito, porque es un niño), vive en Worcestershire (donde la salsa) en tiempos de Eduardo III y, como es huérfano y pobre, decide marcharse a Londres, donde le han dicho que las calles están empedradas con adoquines de oro. Él se lo cree, dando así nuevas muestras de estultez. Piensa, además, que los londinenses no tendrán nada que objetar a que les robe algunos de los susodichos adoquines.
Como no sabe el camino, se lo pregunta a una carroza que va para allá, y cuando el cochero le dice: «Ven conmigo», en lugar de subirse al coche, decide caminar a su lado. El cochero se sorprende, pero no dice nada, porque piensa que el chaval lo hace por mantenerse en forma.
Llegado a Londres, se desilusiona al no ver el oro y, como se muere de hambre a chorros, en vez de ponerse a trabajar, decide dormirse en el portal de una casa, porque cuando duermes, no tienes hambre. El dueño —un tal Fitzwarren— le ve, se apiada de él y le da trabajo como pinche y una habitación para el solo, por lo que el muchacho se pone muy triste, no entendemos por qué.
Aunque el cocinero le toma manía a Dick y le pega capones de vez en cuando, el niño está muy bien en la casa, porque encuentra un alma gemela: Alice, la hija del amo, a quien le falta un hervor (y otros veinte minutos al horno, además), pero que le coge cariño y le cuida amorosamente. Bien es verdad que él tiene que ayudarla de vez en cuando, porque ella es torpe y siempre está perdiendo el bolso y dejándose abierta la jaula del loro.
Como en su cuarto hay ratones, Dick decide comprarse un gato. Para ello se pone a trabajar como limpiabotas y, como no tiene la precaución de pactar el precio de antemano con sus clientes, tras cuatro meses de labor consigue ganar un centavo.
Sin embargo, hay en Londres alguien más cretino que Dick. ¿Quién? Pues el pajarero que le vende una gata por un centavo.
Al ver a la gata en el cuarto de Dick, los ratones huyen, pues son los únicos personajes sensatos y lógicos de esta historia.
Pero hete aquí que Mr. Fitzwarren, que es comerciante, envía un barco con mercancías para venderlas en Berbería y, sin que la cosa se explique, Dick decide darle a su gata para que también la venda. La gata se embarca y los ratones vuelven a morderle las narices a Dick mientras duerme. ¡Natural!
El barco llega a algún sitio y el rey moro de allí compra todo el cargamento por un precio exorbitante, pues tampoco es excesivamente listo.
Y tiene, además, un problema: los ratones se le comen toda la comida antes de que él la pueda probar. De hecho, les ofrece un banquete a los comerciantes fitzwarrianos (los que venían en representación de Fitzwarren), pero cuando están sentados a la mesa, llegan los roedores y les quitan los manjares en sus propias narices.
—¿No tenéis gato? —le preguntan al rey.
—¿Para qué? — contesta este.
—Para ahuyentar a los ratones.
—¿Los gatos ahuyentan a los ratones? —pregunta el monarca, que era necio y evidentemente no lo sabía.
Los comerciantes le ofrecen la gata a cambio de una tonelada de oro. El rey acepta tan contento, creyendo que está haciendo un buen negocio. Cuando se entera de que la gata está preñada, paga el quíntuple del precio.
Mientras tanto, en Londres pasan cosas. Como Fitzwarren y su hija tratan estupendamente al pobre huerfanito Dick, este decide huir de allí y regresar a su ciudad, donde no tiene nada ni a nadie.
Aunque posee algunas monedas, no toma la diligencia, porque quiere guardárselas para hacer una colección.
Cuando se encuentra cerca de Bow Church, escucha las campanas de la iglesia y cree que el tañido le dice que vuelva a Londres, porque allí tendrá un futuro brillante como alcalde de la ciudad. Parece ignorar que las campanas no hablan en absoluto y que ser el responsable de lo que suceda en un sitio tan siniestro como es Londres no es un porvenir brillante ni mucho menos.
Como fuere, regresa y se encuentra con que es rico, pues la expedición comercial ha regresado con el oro de la venta de la gata. Fitzwarren y sus socios le llaman ahora ‘maestro’ —aunque Dick era y sigue siendo analfabeto—, porque a la gente con dinero se la respeta.
Dick se casa con Alice, que es tonta, como ya sabemos. (Y él también, por casarse con ella).
El cocinero llora lágrimas de cocodrilo y le dice que eran capones de cariño los que le pegaba y el joven se lo cree y le regala un saco de oro.
Como Dick es ahora millonario, los londinenses piensan (no muy acertadamente) que será, por lo tanto, un hombre honesto y le nombran alcalde de la villa por tres mandatos.
Dick es generoso y decide hacer algo bueno por la ciudad, así es que se gasta su dinero en construir una cárcel: la prisión de Newgate. También construye un hospital con una sala especial para madres solteras, pues está firmemente convencido de que las madres solteras dan a luz a sus hijos de forma distinta a como lo hacen las casadas.
Y aquí se acaba este ejemplo que ilustra la estupidez humana.
La historia de Dick y su mascota es de gran importancia en el folclore británico y ambos parecen ser compañeros inseparables, aunque el joven se separó de la gata en cuanto pudo y los historiadores han demostrado que Sir Richard Whittington (1354-1423), Lord Major of London, nunca tuvo gato.
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