Aventuras de un coro municipal

 

Nos marchamos a un concurso
para ver lo que se pesca
que organiza un pueblo que hay
por allá, por Torrevieja.
No sé ni cómo se llama,
si es Rojales o Rojelas
o Rojetes: es un nombre
que suena a que son de izquierdas.
(¡Ay, qué falta de memoria...!
Me habría de dar vergüenza.)

Sábado por la mañana.
Se sale a las ocho y media.
Llegamos y todo el mundo
dentro del coche se queda
esperando al autobús,
porque hace un frío que pela.
El director se ha dormido
(será que ha estado de fiesta,
será que estuvo de marcha
por Malasaña o por Huertas).
Le esperamos y a su costa
hacemos mil cuchufletas.
Por fin llega el autobús
y enfila la carretera
después de que dicen varios
esa estúpida ocurrencia:
«El que no esté, que levante
la mano». ¡Vaya simpleza!
Al poco, con el propósito
de que ninguno se duerma,
en la «tele» del vehículo
nuestro guía nos obsequia
con una versión del Requiem
que da a todos mucha pena.
Cantamos el Clavelitos,
canciones de los sesenta,
sevillanas, jotas, rumbas
y mil canciones obscenas,
porque sin ellas no está
ninguna excursión completa.
Para tomar un café
dejamos la carretera.
(¡Menos mal!, que a estas alturas
ya están muchos que se mean,
pues los viajes son una
actividad muy diurética.)

¡Ya llegamos a la costa!
¡Ya se ve el mar allí cerca!
¡Cuánta agua! ¡Qué mojada!
Como ya es tarde, nos cuentan
nuestras tripas que ya están
lo suficiente famélicas.
Pero es que el camino es largo...
Ya. ¿Y qué culpa tienen ellas?
Vamos al hotel. Nos aba-
lanzamos sobre las mesas.
¿Está bueno? ¡Qué más da!
Lo suyo es dejar repleta
la andorga en un tiempo récord
porque es que a las cuatro y media
quieren que estemos dispuestos
a poder hacer la prueba.
Comemos, pues, a destajo.
¡Qué cosa más indigesta
que es tragar sin masticar!
¡Cachis! ¡Qué dura que es esta
vida de cantante nómada,
de coral farandulesca!
(Y también, ¡qué duras son
en este hotel las chuletas!)

Ya llegamos al teatro
y esta llegada plantea
un problema al azafato,
porque el pobre no se entera
de a dónde ha de conducirnos
ni de la misa la media
y así, durante un buen rato,
por el pueblo nos pasea
como si fuera una gira
que organizara una agencia
y vemos cosas preciosas:
ayuntamientos, iglesias...
Nos lleva aquí y acullá
y, ya aburridos, nos deja
en un centro cultural
lleno de viejos y viejas.
¡Todo sea por la causa!

Ya son las siete. Comienza
el concurso. Sale uno
con folios y lee cuarenta;
cuenta pelos y señales
del alcalde y la alcaldesa,
del concejal de cultura
de las diversas empresas
que han patrocinado el acto
y que han soltado las «pelas»,
del concurso, de los músicos
del jurado, de la escuela,
del puente sobre el Segura,
del escudo, del emblema
de la villa, del señor
que compuso esa zarzuela
tan famosa en todo el mundo:
La alegría de la huerta,
de los que hicieron la estatua,
del que le vendió la piedra
al escultor, del artista
que hizo el cartel, de la imprenta,
del que le puso las grapas
al programa, de la tienda
donde compraron las flores,
de un primo del de la tienda,
de éste, de ése, de aquél,
de ésta, de ésa, de aquélla...
de Fulano, de Zutano,
de Mengano y de su abuela,
de Perengano su tío,
del fundador de la aldea
y hasta del Cid Campeador
porque conquistó Valencia.
A todo bicho viviente
lo curriculumvitea.
Sólo le faltó hablar de
la mujer de la limpieza.

¿Cómo fue la cosa? Hubo
corales muy pintorescas.
Una de ella parecía...
no diré de la tercera
edad, sino de la cuarta,
o de la quinta o la sexta.
Los más jóvenes cantores
de esta coral tan decrépita
nacieron con la República
(se entiende que la Primera).
Hubo un coro de la mafia,
con traje y camisa negra,
corbata blanca y voz lúgubre.
Hubo un coro de una escuela
—o quizá era un instituto
de los de enseñanza media—
eran muy jóvenes y
las chicas estaban buenas.

Tuvimos premio. ¡Laus Deo!
(Y habrá que decir ¡Laus Dea!
también, que si no lo haces,
si a la diosas no recuerdas
lo que sucede es que las
feministas se cabrean.)
Y es que nuestro director
hace música perfecta,
inspirada, original,
de emoción y de belleza.
Y todos sabéis de sobra
que mi afirmación es cierta,
que él es Señor de tresillos,
Emperador de corcheas,
Monarca de pentagramas,
Rey de las blancas, las negras
y, en fin, de todas las notas
de cualquier color que sean.
En cuanto al ranking quedó
nuestra coral la tercera,
porque en el mundo hay jurados
¡que es que no tienen ni idea!

Cuando al fin acabó todo
nos llevaron a una cena
que debió costar un ojo,
porque había allí seiscientas
o setecientas personas
hinchándose de croquetas.

Al otro día hubo misa,
entretenida y amena.
Creo que en ella se habló
de Isaías, el profeta,
porque el cura en la homilía
dijo... (¡no tengo ni idea
de lo que dijo! Yo estaba
allí, al fondo, echando cuentas
de cuánto le habría costado
todo aquel lío al que fuera
que hubiera pagado premios,
bus, hotel, comida y cena
de las distintas corales
partícipes de la juerga).
Sólo que, al final, salió
de nuevo a hablar por su cuenta
el presentador de marras
y yo me dije:«Ahora empieza
éste a leer el currículo
del párroco de la iglesia:
nació aquí, se ordenó allá,
fue al seminario en Palencia...,
y nos tiene aquí de pie
por lo menos hora y media».
Pues así fue, que del cura
nos contó la vida entera.

¿El resumen del viaje?
Pues dos jornadas completas
de traqueteos y lágrimas,
frustraciones y agujetas.
 

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