(Cuando no se tenga nada que decir, el procedimiento aconsejado es simplemente detenerse en los prolegómenos. Si conseguimos aburrir bastante a nuestros lectores y oyentes, estarás deseando que acabemos de una vez y no le importará lo más mínimo que nuestro discurso carezca de contenido, conclusiones o mensaje. A continuación, un ejemplo de cómo puede escribirse un verso sin personajes, argumento ni tema en absoluto.)
Hay un castillo en Castilla,
me parece que en la Alcarria
(aunque no estoy muy seguro,
porque yo tengo muy mala
memoria para estas cosas
y me creo que la Pampa
está por el Benelux
y el Tirol junto a Sudáfrica).
Mas volvamos al castillo
aquel, de torres muy altas,
de recios muros, repletos
de piedras y de argamasa
(porque cuando se erigió
el tal castillo costaban
los ladrillos y el cemento
los dos ojos de la cara).
De este castillo famoso
las paredes almenadas
han visto pasar diez siglos
y lagartijas a manta;
y han visto también la Desa-
mortización eclesiástica
que llevó a cabo aquel tipo
que creo que se llamaba
Mendieta, Mendigorría,
Menéndez o Mendizábal:
uno de esos, no recuerdo.
(¡Ay, qué memoria tan mala!)
Allí, dentro de sus muros,
en el patio de las armas,
donde aún perduran efluvios
del estiércol de las caba-
llerías, hay aposentos
para uso de los guardias
custodios de los portones,
y en donde armaban jaranas
de las de «no te menées»
en los fines de semana.
Pues bien: en ese castillo
famoso del cual hablaba,
en el siglo diecisiete,
allá por Semana Santa,
en una noche muy fría
profusamente estrellada
de miércoles, me parece
que tarde, ya eran las tantas...
¿qué pasó? Pues no pasó
absolutamente nada.
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