Black, el payaso

 

 

Black, el payaso, opere-

ta de Pablo Sorozábal,

tomada de La princesse

aux clowns, de Jean-José Frappa,

que se estrenó en Barcelona

en el año de la nana,

en el Teatro Coliseum

(que estaba junto a la Ramblas).

 

La acción se inicia en un día

de constipado y paraguas

en la ciudad parisina.

Actúa en el Teatro Alhambra

una pareja de clowns

que tienen muy mala pata

y fracasan a diario;

que, aunque se pintan las caras

y visten trajes ridículos,

tienen muy poquita gracia.

Como el público patea

a gusto desde las gradas,

Black —uno de ellos— empieza

a cantar una romanza

compuesta para piano,

trombón, clarinete y flauta,

más cursi que un lazo rosa

puesto al cuello de una vaca.

 

En el público se encuentra

una princesa tontaina,

melindrosa, caprichosa,

repipi hasta decir «¡Basta!»,

que responde por Sofía

y que está en París de vaca-

ciones... ¿cómo lo diría?...

de vacaciones forzadas,

pues la han echado del reino

con muy destempladas cajas,

que los revolucionarios

han hecho tabula rasa

del lugar y han desterrado

a toda la aristocracia,

que no ha tenido otra opción

mejor que salir de naja.

 

Ahora interviene el destino

que ¡hay que ver cómo las gasta!

Resulta que la canción

esa que el payaso canta

se la entonaba a la chica

debajo de su ventana

un día sí y otro también

el duque Daniel, un cara-

dura que escapó del reino

y que la dejó plantada

cuando ella insistió en casarse

(de lo que él no tenía ganas),

aunque todo el mundo piensa

que murió en una batalla

cuando una guerra civil

dejó todo el reino patas

arriba y hecho unos zorros,

con más hambrunas que en África.

 

Ella piensa que el payaso

es Daniel y se desmaya

como hace cualquier princesa

cuando se topa a un fantasma.

Se cae y, lógicamente,

se pega una costalada

de padre muy señor mío

que le hace polvo la espalda.

 

Al día siguiente, Sofía

invita a un cóctel de gambas

en su mansión a los dos

payasos, que están sin blanca

(ya le han pedido a la empresa

seis pagas adelantadas)

y que acuden sin dudarlo

para ver lo que se sacan,

porque la princesa tiene

muchos miles de piastras

y ellos se hacen la ilusión

y mantienen la esperanza

de que Sofía los contrate

con una cuantiosa paga

para actuar para ella

nada más, que es una ganga

que quieren aprovechar

porque trabajar desgasta.

 

La princesa cree que Black

es el de las serenatas:

le da seis sonoros besos,

se dice suya y le aclara

la situación: podrá ser,

si quiere, rey en Suavia

—Daniel I— y hacer

lo que le viniera en gana.

 

Black y White (su compañero)

tienen un poco de escama

pero, al cabo, se deciden

a asegurar su pitanza,

techo, coche y ropa gratis,

por no hablar de las medallas,

los honores y riquezas

que les ofrecen por chamba.

Ser rey no es moco de pavo:

es buen empleo, ¡que caramba!

Además, el pack incluye

el amor de la citada

princesa, que no está mal

si lleva puesta la faja,

por lo que Black sigue el juego

y mantiene la añagaza.

 

La monarquía no se sabe

muy bien cómo se restaura,

pero el caso es que lo hace.

Black/Daniel es el monarca

nuevo y Suavia le recibe

con desfiles, cabalgatas,

cenas, bailes, fuegos ar-

tificiales y cucañas.

El pueblo ama al nuevo rey

por una razón muy clara:

en su honor se ha decretado

fiesta toda la semana.

 

A Black le toman medidas

para hacerle unas casacas

muy elegantes, de raso

azul con puñetas blancas,

que un rey no puede ir vestido

como si fuera un pelanas,

con una camisa sucia,

con pantalones de pana,

calcetines con tomates

y unas viejas alpargatas.

 

Coronan al soberano

y la gente se entusiasma;

y, aunque muchos se sorprenden,

resulta bien la jugada,

porque Black gobierna el reino

con acierto y con templanza.

Esta paradoja deja

a la corte estupefacta,

ya que, al parecer, funciona

mejor la bufonocracia

que el que manden los políticos

de siempre, que es una casta

—como se la llama hoy—

muy corrupta y metepatas.

 

¿Qué pasa a continuación?

Una situación embara-

zosa, que el rey verdadero

viene a echar una ojeada

y Black se queda más pe-

trificado que una estatua

viendo cómo se le cuela

en su salón el monarca

original. Black le pide

perdón por la mascarada

y ofrece salir por pies,

pero el otro dice: «¡Para!,

que ese trono que disfrutas

no lo quiero para nada.

Me fui, porque en el destierro

puedo hacer lo que me plazca:

si algún tipo me cae mal,

puedo mandarlo a hacer gárgaras,

no tengo que respetar

la etiqueta cortesana

y no padezco el suplicio

de tener que ir con corbata.

Si te he hecho esta visita

es porque me preguntaba

a mí mismo de qué forma

has conseguido apañártelas

para que no te hayan dado

veintisiete puñaladas

los enemigos del reino

y hecho de ti una piltrafa.»

 

Mientras hablan de política

se incrementa el melodrama,

que aparece por allí

la princesa enamorada,

que no reconoce al otro

porque es tonta hasta las cachas.

 

Vamos ya finalizando.

Ha llegado un telegrama

que anuncia pronunciamientos,

disturbios, bronca y jarana.

Varios ministros acuden

y a Black y a la soberana

les aconsejan que pronto

se pongan casco y coraza,

porque hay unas numerosas

turbas revolucionarias

decididas a apresarlos,

meterlos en una jaula

y tirarlos a algún lago

en el que el agua esté helada

para que una pulmonía

acabe con el monarca

apócrifo y haya al fin

república y democracia.

 

El rey Black lo tiene crudo

y el porvenir que le aguarda

está más negro que el so-

baco de una cucaracha.

Tendrá que salir corriendo

con rumbo hacia Nicaragua,

Costa Rica, Panamá,

Honduras o Guatemala,

o más lejos, si es posible

(por lo menos a Sumatra).

 

Pero al llegar a este punto

culminante de la trama

y cuando hay que resolverla,

el libretista se cansa

de inventar puntos de giro

y decide terminarla

de cualquier manera. White

—ministro de Guerra— llama

a no sé quién por teléfono

y en menos que un gallo canta,

en menos de diez minutos,

como por arte de magia,

se inventa un inmenso ejército

y pone en pie cien brigadas

armadas hasta los dientes

que a los rebeldes atacan

en un plisplás y los dejan

K.O. y hechos una lástima.

¡Aquí paz y después gloria!

 

Black y Sofía se casan

y hacen lo que suele hacerse

tras casarse; y como mandan

sin que ninguno se oponga,

ponen enseguida en práctica

un plan que tenían pensado

por si les venían mal dadas:

subir mucho los impuestos

al pueblo, para hacer caja.

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