El conde Olinos

 


EL CONDE OLINOS

 

Acto primero

 

La acción se desarrolla en una playa que está vacía. ¡Cómo se nota que esto es una obra de ficción!, ¿eh? De un bosque cercano salen el Conde Olinos y su caballo.

 

El caballo.—(Un tanto enfadado.) Pero, vamos a ver: ¿se puede saber para qué me has hecho madrugar tanto, conde? Yo estaba durmiendo tan a gusto en la floresta.

Olinos.—Es que hoy me va a pasar algo muy poético, lo intuyo; y las cosas poéticas nunca suceden a las diez y cuarto de mañana ni a ninguna otra igual de prosaica, sino al amanecer o al atardecer.

El caballo.—¿Y para eso me has levantado?

Olinos.—Para eso y para darte de beber, pues ayer cabalgamos mucho y debes de tener sed.

El caballo.—Sed sí tengo: lo reconozco.

Olinos.—Por esa razón te he traído aquí, a las orillas del mar.

El caballo.—(Tras una pausa.) Tú estás mal de la chaveta, conde. ¿A qué colegio fuiste? ¿No te enseñó nadie que el agua de mar es salada y no se puede beber? ¿Que si lo haces te vuelves loco y luego te mueres entre terribles dolores de estómago? ¿Yo qué te he hecho para que te comportes así conmigo?

Olinos.—Pues verás: yo pensaba en cómo describiría la posteridad nuestra historia e imaginé el principio de un romance que diría:

«Madrugaba el conde Olinos,

mañanita de San Juan,

a dar agua a su caballo

a las orillas del mar».

El caballo.—Pero, vamos a ver, alma de cántaro: ¿no sabes que estamos a siete y que faltan aún quince días para San Juan? Además, el que me hagas beber en el mar solo para que el verso rime me parece una chapuza tremenda.

Olinos.—Es que no se me ocurría otra cosa...

El caballo.—Bueno, olvidemos el asunto. ¿Qué tienes planeado a continuación?

Olinos.—Nada. Yo cantaré y ya veremos a ver qué pasa. Dejaré que los acontecimientos fluyan.

El caballo.—Bueno, tú canta lo que quieras. La playa está solitaria y no puedes molestar a nadie. En cuanto a mí, me vuelvo al bosque a dormir un rato, pues el trote de ayer me ha dejado baldado.

(Se va por donde vino. El Conde Olinos carraspea un rato y comienza a cantar la canción del verano del año 1135.)

 

TELÓN

 

 

Acto segundo

 

En un castillo cercano, una habitación en una torre, con una gran ventana, por donde debe de entrar un aire gélido. En escena, la Reina y la Princesa. La Reina es muy fea. La Princesa, en cambio, no es fea, sino declaradamente horrorosa. No tenemos palabras para describirla, por lo que dejamos los detalles al arbitrio de la actriz cuando se maquille para salir a escena. Se escucha a lo lejos lo que parecen los gemidos de un gato atropellado por un motocarro. Es Olinos, que canta.

 

Reina.—(Tapándose los oídos.) ¡Esa maldita sirena me está dando dolor de cabeza con esa canción tan pachanguera! ¡Bien podría esforzarse por afinar un poco!

Princesa.—No, madre, no es la sirenita de la mar la que canta. ¡Escucha bien! ¡Es la voz del conde Olinos, mi enamorado!

Reina.—¿Tu enamorado, dices?

Princesa.—Sí. ¿No es hermosa su voz?

Reina.—¿Tu enamorado, dices?

Princesa.—¿Qué te extraña?

Reina.—No, si... ¿Te ha visto alguna vez?

Princesa.—No, eso no. Pero llegó a sus oídos noticia de que una princesa, es decir, yo, moraba en este castillo y su romántico corazón se me ofreció generoso. Me escribió una misiva de amores y ahora canta sus sentimientos para que yo los escuche. Espera, ansioso, el momento de conocerme en persona.

Reina.—¡Pues le aguarda una sorpresa!

Princesa.—¡Invitadle a cenar, madre, os lo ruego!

Reina.—¿A cenar? Para un hombre de linaje tan bajo como el suyo no hay en este castillo ni un bocadillo de mortadela. Olvida a ese pretendiente. Nunca te casarás con él.

Princesa.—(Llorosa.) Pero, madre: yo le amo.

Reina.—Casarse y amar son dos cosas que no tienen nada que ver. Si no me crees, pregúntaselo a tu padre, que te dirá lo mismo que yo. Tú eres una princesa y no puedes unir tu vida a ese individuo. Por cierto, ¡a ver cuándo se calla, que me está destrozando los tímpanos!

Princesa.—¿Creéis que no es digno de mí? ¡Pero si es conde!

Reina.—(Burlona.) ¿Conde? ¡Hay muchos condes! Y a la mayoría les dan el título sin merecerlo, por cosas insignificantes, como sostenerles el orinal a los reyes o leerles libros en la cama para que se duerman. No hay ningún mérito en ser conde.

Princesa.—Pero es un hombre gentil y hermoso.

Reina.—Lo de hermoso se lo concedo. A tu lado no es difícil serlo.

Princesa.—Su voz es tan dulce que las aves se paran a escuchar sus canciones. (La lleva a la ventana.) Miradlas cómo vuelan en círculo encima de él.

Reina.—Esas aves son buitres. Y no se paran por el encanto de su voz, sino por otra cosa.

Princesa.—¡No es posible!

Reina.—Yo te lo demostraré. (Silba reciamente por la ventana y llama.) ¡Pajarito! ¡Eh, pajarito!

(En el quicio de la ventana se posa un Buitre.)

Buitre.—¿Me llamabas, oh, reina?

Reina.—Sí; dime, haz el favor: ¿por qué tú y tus compañeros habéis detenido vuestro vuelo junto al conde Olinos?

Buitre.—No hemos detenido nada. Al contrario, hemos venido de muy lejos a ver al conde.

Princesa.—¿No os lo dije, madre?

Reina.—¿Habéis venido a escucharle cantar?

Buitre.—¿A escucharle...? (El Buitre se echa a reír.) ¡No, claro que no! Hemos venido a su lado porque olía tan mal que sospechábamos que pudiera estar muerto. Pero aún se mueve, así es que el olor ha de deberse únicamente a su falta de higiene.

Reina.—(A la desilusionada Princesa.) ¿Ves lo que te decía? (Dirigiéndose de nuevo al Buitre.) No tenéis por qué lamentaros, pues mis soldados se van a ocupar de él de un momento a otro y entonces estará todo lo muerto que os conviene que esté para que podáis desayunároslo.

Buitre.—¡Menos mal! Así no habremos hecho el viaje en balde. Gracias por la noticia. Me voy, no vaya yo, al final, a quedarme sin mi parte por llegar tarde.

(El Buitre emprende el vuelo.)

Reina.—Ya has visto lo que hay

Princesa.—¡Sois cruel!

Reina.—Digo la verdad.

Princesa.—¡Pues yo con el conde Olinos deseo desposarme y estoy decidida a hacerlo!

Reina.—Te guardarás muy mucho. Quítatelo de la cabeza. Además, estoy segura de que solo te quiere por tu dinero.

Princesa.—¡No entendéis de sentimientos, madre!

Reina.—¡Ya lo creo que sí! Ahora mismo me inunda hacia tu amado un sentimiento de asco profundo. Todos son sentimientos.

Princesa.—¡Me escaparé con él!

Reina.—No te dará tiempo. Has de saber que he mandado a mis mejores arqueros a que le den muerte sin compasión. Así, de paso, practican, que están un poco enmohecidos y faltos de puntería y luego, cuando alguien pone sitio a nuestro castillo, no nos sirven de nada.

Princesa.—¡Vais a matarle!

Reina.—No, yo no: los arqueros.

Princesa.—Eso quería decir.

Reina.—Mira. (Señala hacia la lejanía.) Ahora viene lo más interesante. No te lo pierdas. (Miran por la ventana.)

 

TELÓN

     

 

Acto tercero

 

La misma playa vacía del cuadro I, solo que ahora está llena de arqueros, armados con lanzas. Olinos quiere emprender una prudente retirada.

 

Arquero 1º.—¡No escapes, conde!

Arquero 2º.—¡Te tenemos rodeado!

Olinos.—(Aparte.) ¡Vaya por Dios! Creo que estoy en un serio aprieto. (Alto, a los arqueros.) Bien: me rindo. No hace falta que me amenacéis. Soy Aries y mi horóscopo me dice que hoy no me conviene pelear, pues llevaría las de perder. Me entregaré sin oponer resistencia.

Arquero 1º.—¡Ah! Desgraciadamente la cosa no es tan fácil.

Olinos.—¿Ah, no?

Arquero 2º.—No. Tenemos orden de mataros sin contemplaciones. Por eso hemos venido con nuestras lanzas.

Olinos.—Pero, ¿no sois arqueros?

Arquero 1º.—Pues ésa es la cuestión: que con las flechas tardaríamos mucho en matarte, porque la puntería con el arco no es uno de nuestros fuertes.

Olinos.—¿Y aun así cobráis como arqueros? Pues estáis robando el sueldo, permitidme que os diga.

Arquero 1º.—Bueno, pero eso es cosa nuestra y a ti no te incumbe. ¡Prepárate a morir a lanzadas y menos conversación!

Arquero 2º.—¡Eso!

Olinos.—¿Y qué haréis con mi cuerpo?

Arquero 1º.—Te podríamos dejar aquí y los buitres darían buena cuenta de tus despojos.

Olinos.—¡Ay, no! ¡Qué grima!        

Arquero 2º.—O bien podríamos echar tu cuerpo a la mar, para que no se te comieran. La corriente se llevaría tu cadáver. Al mar no le importa, le caben muchos.

Olinos.—¡Oh, sí, lo prefiero!

Arquero 1º.—Pero eso significaría mucho más trabajo por nuestra parte, ya sabes: levantarte, acarrearte, meterte el agua, para lo cual nos tendríamos que mojar las piernas...

Arquero 2º.—En fin: que nos da pereza.

Olinos.—Si me arrojáis al mar, lejos de los buitres, os haré un regalo. Podéis quedaros con mi jubón y mis botas. ¿Eh? (Tras una pausa.) ¿Qué me decís?

Arquero 1º.—No sé: con tu jubón y tus botas ya nos íbamos a quedar de todas formas...

Olinos.—Pues no tengo nada más que ofreceros.

Arquero 1º.—Da igual. Te arrojaremos al agua gratis. Nos has caído simpático y así, de paso, hacemos nuestra buena acción de hoy.

Olinos.—¿Cómo?

Arquero 2º.—Sí: tenemos que hacer una buena acción cada día: somos boy-scouts.

Arquero 1º.—No te preocupes: los buitres no podrán acercarse a ti.

Arquero 2º.—Has tenido mucha suerte en que seamos nosotros los que te vayamos a matar.

Arquero 1º.—¡Y qué lo digas!

Arquero 2º.—Bueno; ¡manos a la obra!

 

TELÓN

 

 

Acto cuarto

 

Ante un telón negro, un Narrador.

Narrador.—(Dirigiéndose al público.) Con las lanzas tampoco eran muy hábiles, pues según cuenta la historia el conde Olinos murió a la medianoche, lo que implica que le estuvieron pinchando mal durante un montón de horas hasta que al fin atinaron y se lo cargaron de una vez.

»La princesa, al saber que había muerto, también quiso morir, pero lo aplazó hasta el día siguiente, porque de pasarse todo el día mirando por la ventana tenía un dolor de espalda importante. Así es que se echó un rato y cuando se levantó, al cantar el gallo, retomó el asunto donde lo había dejado y se murió en solidaridad con su amante.

»A la desdichada princesa la enterraron en el altar de una iglesia (¡que también son ganas!) y a él, unos pasos más atrás, porque era tan solo conde y no podía permitirse una butaca de primera fila. De la tumba de ella salió un florido rosal y de la de él, que era un cardo, tan solo un arbusto espinoso. El caso es que ambas plantas se unieron y la reina las mandó cortar, porque al estar allí junto al altar, al cura se le enganchaba la casulla siempre que iba a decir misa.

»Del rosal de la princesa surgió una garza, que emprendió el vuelo y salió por la puerta de la iglesia. Del espinar del conde nació un gavilán que echó a volar y salió por una vidriera, rompiéndola toda.

»Como las garzas carecen de sex-appeal para los gavilanes, aquellos amores siguieron siendo platónicos y no hubo consumación alguna, por lo que esta historia se catalogó en su momento como «apta para señoritas».

 

TELÓN

 

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